viernes, 28 de diciembre de 2012

Tiempos de miseria



Carlos Pott

Pronto llegará a sus mejores cines esta película, cuyo tráiler les facilito:


Para el lector díscolo, valga la recopilación de algunas frases: “This guy is a ghost”, “I want targets”, “When is the last time you saw Bin Laden?”, “Oh, my God, is that what I think it is?”…

Calentando motores.
Antes de que la podamos conocer, Zero dark thirty se presenta distante e indeseable (aunque yo no podría descartar que me sedujera hasta transformar todo el cuerpo de mis ideologías) con todas esas frases expresivas y sintéticas, bochornosamente adecuadas a lo que la película (y sus claroscuros, y su luz como-sucia-pero-no) parece que será: buena. Entiendo que si por algo se caracteriza un tráiler es por fingir que es la condensación de una experiencia de sentido uniforme, y no de una estructura narrativa más o menos coherente (lo que explica su filiación desesperada con el género), pero, aun desde el mayor escepticismo hacia al formato, lo que no puedo dudar es de que todas esas frases serán pronunciadas, antes o después, y que aparecerá aquella escena en la que la protagonista se frota los ojos cansada tras la larga jornada frente a la pantalla del ordenador. Y sabemos, somos arrastrados a esa revelación, que las demás frases que aparezcan se parecerán, o estarán guiadas por un fin análogo: transmitir información. Y no hay manera de hacerle más daño al espíritu que esta suspensión de toda prodigalidad, este quedarse con todos los muebles y no tirar nada, ni un mal calcetín, por la ventana.

Este uso maligno del lenguaje corresponde a una película que relata una operación dirigida por la CIA, pero yo no quisiera enfangarme hoy al relacionar la optimización de los recursos verbales con unos u otros géneros, pues también el drama sentimental puede ser sometido a procesos parecidos de vaciado verbal y militarización (como Mad men: viejo enemigo).

Ready, steady... ¡go!

La guerra… ¡menudo infortunio! 

De todas las que el cine ha dado, solo siento veneración por una escena bélica: la discusión terminal entre Marisa Paredes e Imanol Arias en La flor de mi secreto, donde se extasía la identidad entre el conflicto amoroso y el militar:

“-Se ha recrudecido el conflicto.”, alega él para explicar que tiene que volver a marchar antes de lo previsto.

“-…¡y que lo digas!”, replica ella.

Y donde, entre otras lindezas, el marido aprovecha, en una maniobra impía, para humillar a la esposa afeándole el connatural narcisismo de su estado depresivo:

“-Estoy intentando salvarle la vida a mucha gente.
-¿Por qué no salvas la mía?
-Estoy hablando de gente inocente […], gente que necesita esperanza.
-Estás hablando de mí.
-¿No puedes dejar de pensar en ti ni aunque sea un momento?
-No, y eres un hijo de puta por poner a los pobres desgraciaos de Bosnia como excusa.”

¿Por qué esta escena es, digamos, pródiga, como una buena voz en off (de las que nadie necesitaba para entender), y tan digna de mi entusiasmo?

En primer lugar, porque estamos ante un amor vacío e inexplicable que, como tal, nos apela en cuanto signo y cuyos signos, a su vez, se multiplican en su inconsistencia. Los amores gratuitos son los que exigen más respuestas y lanzan aun más preguntas, porque impiden ver al objeto amado al llevar al amante a orbitar obsesivamente en torno a los signos que aquel emite (porque él también quiere entender por qué ama). Así en Proust, donde los signos se encadenan arrastrando al amante por una continuidad interpretativa que le lleva de embriagarse por el misterio a sentirse abrumado por la vulgaridad.

No hay en el amor de Leo Macías por su marido ningún sustento, ni la admiración ni la intimidad compartida, que calme la insidia de los signos; no hay nada bueno ni razonable. También porque se espesa a través de su componente de negatividad es el suyo un amor de orden proustiano: los celos y la decepción se descubren en el melodrama como los poderes amorosos más vinculantes y, por un tiempo, duraderos.

Como ven, el modelo es inverso al de la novela rosa, cuyos conjuros se intersectan con el cuerpo principal de la película y acaban por unir amorosamente a la protagonista con Juan Echanove, amparados en las aficiones comunes y… ¡el respeto mutuo!
   
Un signo preserva su poder en virtud de su desvinculación argumental (igual que una prueba de amor es más pregnante si nos parece injustificada). En el melodrama, los signos abarrotan los discursos (y los tornan parloteo) cuando estos no se acercan a explicar ninguno de los motores emocionales y opacan el acontecimiento sentimental… Y entonces, ya, el espacio queda abierto a la maravilla verbal (“A mí no me importa que se quede un poco tonto con tal de que sobreviva”; “¡El mundo entero puede cambiar de la noche a la mañana!”; “¡¿A ti te parece que la mejor manera de encontrarse con una mujer es matando a su madre?!”; “No estoy hecha de metal, ¡no se me puede aparcar como a los coches!”; “No creo yo que esté mejor atendido en la guerra que en su casa”), al barroquismo decorativo (en el melodrama se nos prohíbe pensar si la casa en la que viven los personajes es la casa en la que hubieran vivido los personajes), a los actores que desvían los tonos (Chus Lampreave), y a las estrellas (aquí Marisa Paredes, una estrella encerrada en el cuerpo de una actriz de éxito mediano), que traen electricidad de muy afuera y transitan las películas como si todas fueran suyas (también todas las demás: cuando los directores se equivocan y no las llaman). Porque el cine, esa pavorosa sucesión de películas, solo puede sobrevivirse visto en perpendicular.


Si quedaran espectadores que piensen que los chirridos que hace una película como La flor de mi secreto al desenvolver su argumento solo pueden obtener como respuesta la indulgencia, eso también serviría para consumar el triunfo del melodrama, que nos muestra así la forma exacta en que ama y quiere ser amado: a través del perdón como presupuesto. Y es que no sabe nada de aplicar justicia, de dar a cada uno lo que le corresponde en adecuada medida a sus errores (todo eso que suele pasar en las películas de hombres). Como a Jesucristo, a Pedro Almodóvar solo le preocupa el pecado en la medida en que hace daño y contamina el alma de quien lo comete.


No paro en mientes: Jesucristo hubiera concedido su bendición a Pedro porque el judío, desde la soberbia a la que le alzaba su petulante austeridad (y el odio visceral –y estrictamente exegético– que sentía por su madre), con nada gozaba más que perdonando el exceso.

Benedicto XVI y yo coincidimos no solo al tener por decisiva la parábola del Hijo Pródigo (Lucas 15, 11-32), sino también al sentirnos singularmente conmovidos por ella. Recordemos: el hermano pequeño de una familia exige recibir la hacienda que le corresponde y el padre accede y da su parte a este y a su otro hijo; el más joven parte “a una tierra lejana” y dilapida toda la fortuna en poco tiempo, mientras el hijo mayor, hacendoso y amante, cuida del padre, trabaja las tierras y administra el capital. Arruinado, el hermano pequeño se verá obligado a trabajar bajo condiciones oprobiosas unas tierras que ni tan siquiera le pertenecen, así que se arrepiente y vuelve para pedir perdón. El padre, alborozado, prepara grandes celebraciones y mata en su honor un becerro cebado. Este júbilo despierta los celos del hermano mayor, que exige al padre que reconozca su sacrificio y dedicación de igual manera. A estas alturas, solo el hermano mayor ignora la respuesta que va a obtener del padre: “tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado”. 

Al interpretar este episodio en su Jesús de Nazaret, Benedicto sintetiza las dos posturas que le han sido dadas al espectador de melodramas: 1) se encuentra a sí mismo, tocado por la gracia, del lado del perdón; y 2), y lo que es más importante, se siente apelado por el texto de forma íntima, se deja arrastrar por el delirio del reconocimiento (deja que esos signos se integren en su imaginario sentimental), y es así que, en un instante, apreciamos tras la sobriedad del texto doctrinal cómo Benedicto revisa todas las fiestas que no han sido convocadas en su honor por culpa de su rectitud y corre a consolarse con esta apostilla: “…el Padre nos habla a los que nos hemos quedado en casa.”, y nos deja por toda opción derretirnos de ternura.

Todo.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Amar en Corea del Sur



Carlos Pott


(Un nuevo post se sobrepone a las amenazas del final. Comenten las variaciones: he puesto en negrita algunas palabras ineludibles para facilitar la comprensión del lector medio y he utilizado los puntos suspensivos para mejor representar el suspenso en el que se encuentra mi alma. Ha quedado feo con avaricia, pero el contenido es excelso, y aprovecho para dedicárselo a Laura Gastaldi -aunque ella quizá también se avergüence de que aparezca aquí su nombre).

Ustedes no lo saben, y tampoco puedo garantizar que se dieran cuenta si la tuvieran ante los ojos, pero no van a ver este año una película mejor que Da-reun na-ra-e-suh (In another country), de Hong Sang-soo.

Se trata de una historieta algo tontiloca que protagoniza, con enfática extravagancia, Isabelle Huppert, interpretando tres personajes igualmente vacíos que solo presentan variaciones del orden de lo humoral (el temperamento variable según la coloración del hígado, que aquí se transfiere a unos atuendos monocromos que son tan afrancesados como, a la sazón, huppertesques) en tres historias consecutivas que no guardan ninguna relación de progresión entre sí, ni establecen lógica alguna a la hora de proponer sus modificaciones: en una la protagonista puede o no encontrar el paraguas que en la siguiente puede o no haber encontrado para una lluvia que quién sabe si caerá (y que si está ya cayendo bien puede no exigir paraguas); la protagonista puede o no desear ser besada por personajes que siempre desean besarla y a los que ha podido besar ya en anteriores encuentros nunca por razones del todo aclaradas (quién sabe si todo lo que se hace con un hombre surcoreano no entra dentro del ámbito de la cortesía: incluso follárselo. Ser extranjero es, por definición, equivocar los motivos). Hay, eso sí, varias corrientes de deseo que atraviesan uniformemente las historias:

    1)   la protagonista está desesperada por encontrar el encanto de ese pueblo costero, que no ofrece ninguno, y siempre está buscando un faro que le han dicho que hay por allí (pulsión panóptica del turista) o una respuesta espiritual que llevarse de vuelta a casa (pulsión recolectora del turista: su conversación con el monje budista es la mejor escena cómica de la historia del cine. Creo que sin exageración);


    2)   todos los personajes (sobre todo las mujeres surcoreanas, instaladas en estados carenciales) piensan que la protagonista es guapa, se lo dicen, ella acepta el cumplido con pasmosa naturalidad (ni se le pasa por la cabeza que esas mujeres surcoreanas puedan ser guapas también y merezcan que se les devuelva el cumplido). No hay que olvidar que Hong Sang-soo ha reducido todas las fricciones e incomprensión entre oriente y occidente a la pregunta: ¿nos parecen atractivas sus mujeres?;



    3)   la protagonista tontea con el guardacostas, pero siempre, además de estar hospedada en casas de amigos, o bien arrastra un amante, o bien está a punto de vincularse con un nuevo amante, así que elude o niega ese deseo, lo cual solo la hace la más electrizante de estas corrientes (el guardacostas no sabe dónde está el faro, por cierto).

Si alguno de ustedes ha visto alguna película de Hong Sang-soo no se le escapará que el único cambio que aparece aquí con respecto a las anteriores obras suyas es, no la repetición, sino el hecho de que se nos señale de alguna manera que la historia se repite y es otra. Esas señales no son tan obvias (ser deseado, pasear por la playa y buscar un faro, fiarse de la gente, envidiar el talento de los demás, aceptar un cumplido, fingir un complejo físico para recibir un halago, intentar besar a quien nos ha rechazado antes… son todas cosas que se pueden repetir una vez detrás de otra y las personas implicadas no serían sino personas normales –y, como tal, descoloridas y con pésima memoria), así que es obligatorio que se nos insista con las únicas dos escenas que el director juzga irrepetibles: llegar al pueblo, irse del pueblo (que no llega a ocurrir y que es muy distinto, por supuesto, de “estar yéndose del pueblo”).


Sang-soo parece empeñado en imaginar un cine infinito. Cuantos menos sean los motivos, más pueden ser las variaciones: el mundo está tan saturado de gestos sentimentales, y esos gestos son tan pocos, que no hay manera de acometerlos si no es imitándose, en el mejor de los casos, a uno mismo: por eso los personajes se equivocan y repiten patrones con distintas personas, que a veces son sus novias y a veces son las novias de sus amigos. Es también por eso que es a los motivos mínimos que se conciben (amar: halagar/querer ser amado: querer ser halagado) adonde se vuelve inmediatamente cuando se está borracho (y, entonces ya más: besar/querer ser besado), porque para Hong Sang-soo todos sus personajes, cuando beben, son la misma persona adorable y desabrida. Viendo a la Huppert confirmo lo que siempre intuí, pero que la diferencia cultural no me permitió dar por confirmado: las interpretaciones de sus películas son marcadamente irrealistas, lo que yo solo puedo poner en relación con el irrealismo que me inspiran mis congéneres cuando dicen frases parecidas a estas que siguen, y que apunto en una revisión embelesada de Woman on the beach (donde tampoco encuentran el faro): “Soy demasiado alta”; “eres muy guapa”; “la única cosa en la que tengo absoluta confianza son las estrellas”.

Este ser barthesiano cada tarde...
Todo se sucede con tales vibraciones, con tal profusión de gestos insignificantes, hay tanta información que se pierde… y luego toda la demás, que apenas sirve de algo… Iconología, archivismo y reproductibilidad, los tres fundamentos sobre los que se erigen los museos de arte clásico y la cultura pop… Pero, ¿por qué amar con esta desesperación la ingenuidad del coleccionismo de Sang-soo, este museo suyo de los errores, sus variaciones seriales en torno a un número limitadísimo de gestos? Pues porque si algo ha descubierto el pop, esa lamentable antigualla aquí reverdecida, es que solo la repetición puede rescatar del olvido lo insignificante, lo oprobioso, lo banal, lo que queremos olvidar y merece ser olvidado… ¿y qué más da, ya entonces, si lo que no queríamos conservar nos ha sido devuelto?, ¿hay alguna persona sensata a la que no haga feliz que la desobedezcan?

Actrices: siempre vuelven.
El poder salvífico de la desobediencia también toca a Isabelle Huppert (su momento La pianista me-gusta-que-me-beses-pero-también-me-gusta-que-me-pegues es taaaan… guay). Si su compromiso (con los personajes y, lo que es peor, ¡con el cine!), su intensidad, su belleza admirable y cansina exigen primeros planos, aquí no se le concede ninguno, pero a la vez estos se venden bien baratos… ¡a los actores surcoreanos! (esos signos de exclamación, además de un comentario xenófobo, contienen cierta información sobre el cine oriental); esta forma desatenta con la que es filmada, que afecta también a la híper-codificación, simpleza y cutrez de sus inflexiones tonales confirma, además, su investidura pop. Que Greta Garbo llore o ría, que lo haga la Huppert; al fin y al cabo, son la dos únicas modalidades posibles de una interpretación, por mucho que sea por fuera de ellas, en ese resto apócrifo y sublime, donde se juega el prestigio de una actriz del modelo que Isabelle Huppert casi ha inventado. Ese resto que componen las deixis gratuitas del drama (“mira bien, esta ahí, ¡es el interior de un personaje!”), que deberían hacer que nos levantáramos en armas más a menudo, y que es todo aquello de lo que nada sabe Hong Sang-soo.