jueves, 21 de febrero de 2013

Lo repipi



Carlos Pott


(¡Ah, ese día en que haga el blog que quiero hacer y escriba las entradas cortas y certeras como el rayo que quiero escribir!)

Al otro lado, el otro infierno.
Aunque una trata sobre un adalid militar paranoico y la otra sobre un profesor de fonética inglesa algo altivo, Tumberlaine the Great, de Christopher Marlowe y Pygmalion, de George Bernard Shaw, son dos obras estructuralmente idénticas. Del mismo modo en que las decisiones militares sanguinarias que toma Tamerlán son la respuesta a acontecimientos bélicos que siempre acaban de pasar y nunca vemos, todo el desarrollo de la relación entre el profesor Higgins y su pupila, Eliza Doolitle, se da fuera del drama, y la obra solo cuenta los efectos que tiene sobre ambos el proceso pedagógico. Parece evidente que Bernard Shaw no considera que pueda representarse el aprendizaje (la adquisición de las habilidades y los conocimientos) y que, además, no está interesado en mostrar lo que sí puede ser mostrado del aprendizaje (el tráfico de las habilidades y los conocimientos).

Por su parte, el muy célebre musical My fair lady (al que parece inspirar el empeño de desmontar todos los valores que inflaman la obra) opta por representar el aprendizaje como una iluminación repentina, y así queda sintetizado en este numerito, "The rain in Spain stays mainly in the plain", que les pongo en la versión cinematográfica:



La película de George Cukor me es muy antipática por muchas razones, y no es la menor entre ellas que sea incapaz de celebrar el genio intempestivo de su protagonista y de poner en su sitio el desparpajo de la aprendiz. Pero el musical ya se rendía a Eliza Doolitle con una canción que sirve de respuesta al rapapolvo del profesor en su último encuentro e invierte los valores hasta legitimar las quejas de Eliza por la falta de caballerosidad del venerable Higgins. En ella, además, Higgins se muestra sentimental de una forma que solo puede tenerse por deshonrosa, y se nos insinúa que no se ofende por las groserías de Eliza, sino porque en verdad la quiere y no puede ya vivir sin ella. Algo impensable para un hombre tan respetable.

Los desplantes de Eliza son demasiado dolorosos y suponen el más reprobable catálogo de traiciones a un maestro. Veamos: 


Representación simbólica
de Eliza en su caída.
-Eliza pretende reproducir miméticamente lo aprendido para ganarse a su vez la vida como profesora de fonética, aun cuando no entienda el sustrato de esos conocimientos (al fin y al cabo, Eliza no ha sido enseñada, sino educada o formada). 

-Eliza exige que el trato de su maestro hacia ella cambie atendiendo a su nuevo yo, que él ha creado. La explicación del profesor Higgins -él trata en todo momento a todos con igual desprecio- no es suficiente para una Eliza Doolitle que, si fue testaruda, es ahora insoportablemente fatua.

Si George Bernard Shaw renunciaba a describir los métodos educativos, el musical hace exactamente lo que se espera de él: arrebatárselos al lenguaje. No los omite, lo cual agradecemos (porque lo que en el teatro es una decisión sobre la distribución del espacio y su relación con la división temporal operada por los actos, en el cine se convertiría en una elipsis), sino que devalúa su contenido hasta convertirlo en un fogonazo, en la mera constatación de un fenómeno.




El cabled sweater
de Ralph Lauren,
a pesar de todo.
Mi nueva película favorita, Damsels in distress (2011, Whit Stillman) es un musical que no necesita números musicales, pero que anhela continuamente la disolución de sus conflictos en la música. Esta es una de las propuestas políticas que, de forma expresa, plantea la protagonista, Violet (Greta Gerwig), que regenta un club de prevención de suicidios en un mundo universitario atribulado en el que las supersticiones universitarias (la aspiración a una inteligencia que siempre es tan solo un simulacro y se da a la luz bajo la forma de la pedantería) están en combate con las seducciones universitarias (la experiencia del amor y, en general, la experiencia). Violet y sus amigas, adheridas a un modelo estético devaluado, lo repipi, son quienes imponen su ritmo y sus deseos a la película (la musiquita constante, la dulzura de las voces, los tonos pasteles de sus atuendos), que comienza el día en que captan de manera voluntariosa a una nueva estudiante, Lily, para protegerla de su posible torpeza social y sus más que probables tendencias suicidas (resultará que Lily ostenta una sensatez y una calma que revoca todas las representaciones de lo femenino post-adolescente vistas hasta el día de hoy).

El liderazgo de Violet se impone como presupuesto desde el inicio y resiste a las dudas, las insidias de los personajes que representan la normalidad (que vuelve a quedar desvelada como la más vil de las opciones socio-políticas) o las puntuales traiciones de sus amigas (así su amiga de acento británico impostado, que pronto le cuenta a Lily que Violet es una huérfana psicótica de verdadero nombre Emily Tweeter).

Por supuesto, Violet está loca. Quiero decir que es un personaje completamente excéntrico: arrancada del centro, expulsada de los valores disponibles y obligada a hacer pie en un mundo en el que solo se escucha el silencio de los dioses y la tristeza de los hombres. Primer paso hacia el liderazgo: imaginar/nombrar como un caos el orden que despreciamos para poder imponerle el corte de pelo perfecto, la falda de vuelo preciso. El caos tiene, para Violet, dos formas: el desamor, causa repetida de suicidio, y la tensión insoportable entre gente lista y gente tonta dentro de la universidad. Ella resuelve ambos con una sola decisión, con la que quiere reflejar la combinación perfecta entre resolución y dulzura que sustenta su carácter: su amor incondicional por un chico que bordea el retraso mental y que la acabará engañando (con una suicida rehabilitada) y obligándola a tomar soluciones drásticas para salir adelante. A saber, la aromatización sistemática de un mundo sudoroso y la invención de un nuevo baile que ha de revolucionar los espíritus: la sambola.
"This scent and this soap is what
gives me hope."
¡DANCE CRAZE!
Que Violet, o Emily Tweeter, (o Greta Gerwig, que en hora y media transforma la historia de la interpretación con sus zapatos planos, sus brazos sostenidos a media altura y los retorcimientos de su ingenuidad) es inteligente es una verdad que deslumbra en cada una de sus intervenciones, y es la única certeza capaz de explicar su desconfianza hacia la inteligencia:

“This obsession with intelligence, do you think it has some magical quality transforming everything?”.

Desde luego, no es la inteligencia la que transforma las cosas. Y concitar fuerzas de transformación es, al fin y al cabo, la que debería ser la tarea del líder político. Si no las revela a sus seguidores y se limita a dejarse impulsar por ellas sosteniendo una ficción de lo inexpresable, habrá cerrado el círculo perfecto y habrá devenido líder religioso. Violet cree que la inteligencia es un instrumento más para su actividad y por eso celebra los clichés (que ella siempre está dislocando) como una forma depurada de verdad. La idea es poderosísima: si todo el saber del mundo fuera sintetizado en un número limitado de aforismos, el buen comportamiento estaría más a mano y las soluciones a los problemas serían más rápidas. Es otra de las formas en que Violet se presenta como el personaje perfecto para un musical, o la artista pop definitiva.

El impostor robacorazones que canta
como los ángeles.
El arreón de humanidad que suponen su propio fracaso amoroso y el escepticismo de Lily hacia sus métodos, su particular elitismo marginal y su soberbia, hacen a Violet más misteriosa y nunca más intranquila. Violet no estaba esperando estas formas de disensión, pero las vence con respuestas cada vez más inesperadas, frases perfectas y pronunciaciones lujuriosas y etimológicamente precisas. Aun así, y aun cuando sea capaz de dar la vuelta a casi cualquier amenaza, sus orientaciones son meridianas: la auto-exigencia en orden a la transformación espiritual (Violet quiere que la gente aprenda de ella a auto-gestionarse de una forma que, intuye, es potestad de muy pocos; esa paradoja educativa es común a Violet, a Confucio y a Gautama), y una magnanimidad que ha de iluminar con el derroche económico y la celebración y la felicidad gratuitas las zonas oscuras del ser (o los abismos que separan a esos espiritualmente desiguales que la sambola también será capaz de reunir).


Violet, solitaria cual lideresa, parece completamente consagrada a vivir una idea que formula el profesor Higgins en la escena final de Pygmalion:

“Independence? That’s middle class blasphemy. We are all dependent on one another, every soul of us on earth”.

Trabajar por ella solo puede implicar su comprensión intelectual y esta, necesariamente, un progresivo apartamiento de su verdad. Solo quien es asediado por imágenes amenazadoras que representan los lazos atávicos que le unen en estricta dependencia a los otros sabe de la debilidad de estas uniones. Solo a quien es llamado a su respeto reverencial, se le acaba por representar como una aspiración lo que debía ser una certeza. La relación docente, en la que quien se sintiera solo se consagra al crecimiento espiritual del otro, es una solución transitoria cuyo final pueblan numerosas angustias, todas ellas inscritas en la última escena de Pygmalion, y graciosamente dilatadas (aunque integradas en cada mohín de la protagonista) en Damiselas en apuros: que el pupilo no sepa responder con gratitud al amor (y la indigencia) que inspira a todo tirano, que el pupilo caiga en ese estadio infantil prolongado propio de la madurez que conduce al desprecio de toda autoridad.


Profesores sin chaquetilla de lana: no existís.
De Damiselas en apuros siempre nos quedará la fe que revoluciona y embriaga sus rancios modales. Lo que hace de ella un credo es la forma en que lleva a triunfar las cerriles convicciones de Violet hasta convertirlas en toda forma posible de lucidez (lo que implica, por fin, la glorificación de lo repipi). Es un proyecto de orden místico proponer personajes intolerables para convertirlos progresivamente en figuras heroicas, no al mediar alguna transformación, sino por el refinamiento opaco de su auto-enajenación.