viernes, 31 de mayo de 2013

El gran Gatsby, de Baz Luhrmann


Carlos Pott

Perdularios.
El amor y la generosidad, que no siempre caminan juntos, son, para Susan Sontag, los dos factores decisivos de la mirada camp. Lo camp es un actitud crítica, pero signada por la suspensión del criterio: la mirada camp acepta que no tiene nada que entender, y ya solo celebra. Una vez hecho este recordatorio, confirmo que en nada nos vale el concepto de lo camp para entender El gran Gatsby, y que solo nos deja una vía para su discusión, que también hipoteca la mirada, pero que yo querría situar un poco antes, y en un estado de una mayor tensión intelectual que la de ese espacio de lúcida alegría al que nos conduce la mirada camp. Me refiero a lo hortera.


Creo no ser el único espectador al que la lógica de la amplificación narrativa y el desenfreno expresivo del blockbuster le parece un suplicio. De él participa El gran Gatsby, una película que siento particularmente exigente y a la que hube de perdonar varias bajezas, como su voluntad indecorosa de contentar a los lectores del best seller incluyendo todas sus peripecias (y dándoles tensiones e intrigas narrativas, música de los efectos más tonificantes y material suficiente para echar la tarde).

Perdularios (2ª parte).
Habrán escuchado a diversos charlatanes hacerse eco de un dictum particularmente irritante que decreta que la mejor (o la más “fiel”) adaptación cinematográfica es aquella que no se preocupa por parecerse al texto de partida, sino por “capturar su esencia”. Sordo a estos cantos de sirena, Baz Luhrmann no ha sometido su espíritu (de feriante mariquita) a la supuesta sobriedad estilística de la prosa de Francis Scott Fitzgerald, y ha llegado, a fe, mucho más lejos.


En El gran Gatsby presenta los espacios y localizaciones de la novela con una exuberancia que hace de la primera media hora un espectáculo inolvidable, para inscribir allí con progresiva insistencia los gestos nítidos y la simbología meridiana (y boba) que ha extraído, con una fidelidad militante, de la novela. Parece que el secreto que ha guardado la crítica sobre uno de las figuras punteras de la narrativa norteamericana del siglo XX se ha revelado en toda su hondura: El gran Gatsby es una horterada, y la extrema ingenuidad de su desencanto pijotero solo podía ser apresada en toda su simpleza por un director que, como Luhrmann, está dispuesto a entregar todo por demostrar que no existe en Fitzgerald la sutileza del gesto literario, sino solo su expresividad, por inmediata, excesiva (carácter de lo hortera: su intención se descubre al instante; se entiende demasiado). Si Scott Fitzgerald inserta las evocaciones del pasado amoroso de Jay Gatsby y Daisy Buchanan con amanerados puntos suspensivos (en un gesto que solo se puede entender por la falta de trabajo del autor), Luhrmann los convierte en insertos de fotografía desmayada y terrosa y gestos de amor que, de tan ceremoniosos, se dirían pasados al ralentí, et, ce n’est pas la même chose? No basta escribir en frases pequeñas: un gesto, en la literatura, solo se pierde -solo es sutil- cuando es arrastrado por el estilo y la profusión de gestos vecinos. 

Discreción.

Yo sé que hubiera disfrutado algo más de El gran Gatsby si la desmesura de sus cuadros estuviera únicamente contrapunteada por los elementos nudos de una historia tan provocadoramente arquetípica como la de Moulin rouge, y no por gestos, diálogos, comentarios en off y transcripciones meticulosas de los pasajes de una novela. Pero es solo porque soy débil. Y debo confirmar con arrobo que Luhrmann ha conseguido la transfiguración perfecta de un lenguaje literario capaz de engañar a más de un incauto (una horterada secreta) a una cháchara, tan determinada por las tonalidades y acordes de los modos publicitarios, que produce una alarma inmediata en el espectador “elevado”. 

Discreción (2ª parte).

Luhrmann sabe muy bien que el cine no puede traducir al suyo otro lenguaje, porque el cine no tiene de eso: funciona más bien como una confluencia de códigos que, en El gran Gatsby, colisionan y se intentan hacer un hueco a expensas del que tienen más cerca. De ahí que el texto literario se aparezca como una injerencia: parece que Luhrmann siente las estilizaciones expresivas con que la novela pretende dar dimensión a sus personajes como una agresión a su grandilocuencia, y las vence tornándolas en explosiones alternativas de brillantina y sensibilidad. Para subrayar este desencuentro, la película inventa una lugar de enunciación del relato (el psiquiátrico en el que está interno Nick Carraway) y, en su desvergüenza, sobre-impresiona algunas frases sin particular contenido, aunque de olor inequívocamente novelesco -como la desastrosa metáfora que cierra la novela- escritas en letra de añejo aspecto mecanográfico, confirmando que Luhrmann ha hecho, también de esta tensión formal, una pequeña fiesta de estética bastarda.



Los gestos expresivos del director son, en efecto, de una simpleza asombrosa que tiene entre sus fines epatar a la burguesía crítica (y revocar algunas de las tautologías vanas en las que esta se apoya: que lo esquivo es mejor que lo aparatoso). Al calor de su obra descubrimos que la imagen hortera es franca o, si no, por lo menos, enfática. La franqueza, lejos de ser inmediata transparencia, es aquí la consecuencia de una forma sinuosa de pureza expresiva que no está críticamente computada como tal: no se diría de las dos obras maestras de Baz Luhrmann, Romeo + Juliet y Moulin rouge, que son obras estéticamente puras, acaso porque están construidas sobre el eclecticismo y el collage y, en general, la soberanía de la posproducción. Pero lo cierto es que es difícil concebir en el cine contemporáneo una obra emocionalmente más expresiva que Moulin rouge, y un momento más transparente (y arrollador) en su intención que el estridente remix de canciones pop de metáforas calamitosos (sobre el corazón y sus místicas) en cuyo curso Ewan McGregor y Nicole Kidman advierten el carácter perentorio de su amor y, atropellándose en el origen, perfilan su cercano apocalipsis.


Por si todo esto fuera poco para determinar que, mejor o peor, El gran Gatsby es merecedora de nuestra entrega, el casting (perfecto) ha de ayudar a algunos de sus espectadores (sentimentales como son) a aferrarse a más
That face.
embriagadoras emociones. La cara anormalmente redonda, gorda y encarnada de Leonardo DiCaprio es una catástrofe. Digámoslo: este es el testamento de su carrera, y no tanto por ser su interpretación más brillante (que quizá), como por epitomizarla. Digámoslo también: Carey Mulligan hace demasiado adorable a Daisy Buchanan y, en su imprudente romanticismo, Luhrmann parece decirnos que el amor por ella de Jay Gatsby tiene alguna justificación. Es la dolorosa tensión con la que convulsiona Leonardo la que nos convence de que solo le mueven la debilidad y la histeria (al actor tanto como al personaje).

Para los anales, una escena que es la síntesis y el triunfo, la sublimación y el descaro, de la horterada: ese primer encuentro entre Daisy y Gatsby (Gatsby y Luhrmann preparan el salón como dos horteras en comandita) en el que los gestos, las palabras nerviosas y las promesas febriles trasladan a la comunicación amorosa la verdad de la horterada (es en el amor donde mora y reina la horterada, porque allí, a veces, se quiere decir todo demasiado claro y demasiado rápido). La horterada está hecha de amor y generosidad, de promesas de felicidad inflamadas por la ambición e intemperancia expresivas; la horterada es una intensidad que restalla y se bate en retirada (es, después de todo, el material del que se hacen los sueños).