jueves, 4 de julio de 2013

Before Midnight (detengan a esa loca)



Carlos Pott

A Miguel Gómez, mientras espero para llevarle al cine.

(A Carmen Chacón, causa habitual de mi alegría, le va a costar, de aquí a unos días, negar más de lo acostumbrado su condición femenina. Para ella inauguro esta sección, aunque sea quizá de entre todas las de este blog de la que menos tiene que aprender, pues viene resolviendo los atolladeros de ser mujer -que a todas nos afectan de algún modo- con bastante más soltura que muchas que yo me sé).
Jesse (Ethan Hawke) y Céline (Julie Delpy).
Ella es MUY MALA.
Tanta fue la consternación que me produjo la escena final de Before Midnight (Richard Linklater, 2013), que corrí a buscar en la prensa internacional si alguien había visto la misma película que yo, y había vivido con la misma angustia el censurable comportamiento de su protagonista femenina. Resultó que los cronistas de la más variada catadura se limitaban a constatar la dureza de los diálogos en el hotel y describían un feroz intercambio de resentimientos entre los dos, como si no fuera solo ella la que se comporta como una energúmena. 

Con una elegancia de la que yo no podría participar (no hoy), solo A.O. Scott (NYTimes) hace una reflexión cumplida acerca de las muy diferentes posiciones discursivas de cada uno, y apunta a un condicionamiento genérico (brutalmente soslayado por el resto) de las mismas:

La va a liar.
“Celine’s anger — a general feminist impatience with men and a particular resentment of Jesse’s self-absorption — is both thrilling and shocking. Jesse’s dreamy intellectualism can be appealing, but you can also see how his complacency provokes Celine's rage."

Estas frases, ciertamente elusivas, mantienen un mínimo de responsabilidad, frente a la cobardía del resto de críticos, a la hora de valorar la distribución de roles de género que la película tiene en su centro. Que la sutileza del crítico sirva de trampolín a mis propósitos: demostrar que Céline es una zorra irredimible, y Jesse una víctima de su deshonestidad discursiva; o, dicho de otra forma, juzgar moralmente a los personajes, cual si yo fuera ese amigo dieciochesco que ustedes esperaban. Vean como el crítico ya anuncia, amedrentado, la descompensación que refiero: ¿cómo la complacencia –que es tan solo una afección del alma– puede provocar la rabia de otro alguien? Y, sobre todo, ¿cómo es eso de que en el origen de una tal rabia se entrevere la preocupación por una política universal (el feminismo) con una economía afectiva particular (la pareja)? ¿Con qué extraño animal discute Jesse?
En la jaula con la bestia.
La película no tarda mucho en darme la razón en mi focalización temática. Así, véase, durante las escenas en la campiña griega:

1) La distribución simbólica de los espacios: los hombres descansan fuera mientras Jesse les cuenta, con petulancia, las claves de su próxima novela (de mierda). Las mujeres, dentro de la casa, preparan la comida;

2) la anécdota que refiere una vieja lamentable, amiga del anfitrión, sobre la reacción primera de hombres y mujeres al despertar de un coma: ellos comprueban que conservan el pene, ellas preguntan por toda su familia.

La larga escena de la comida contiene no pocos elementos impúdicos (la invocación a Rohmer), agradables (la solvencia de los actores) y bochornosos (el nivel de estupidez de los comentarios), y determina con solidez el espacio moral en el que la discusión final en el hotel puede adquirir todo su significado. Entre risas y veras, las mujeres perfilan un punzante retrato del hombre que solo sirve, una vez más, para ridiculizarlas: un hombre al que incluso la inteligencia animaliza, pues queda encallada entre sus dos únicas pulsiones: la vanidad y el falocentrismo. A este dibujo lo inspira igualmente aquella rabia avasalladora, incapaz de aceptar la intimidad del otro (el caudillismo matrimonial), y, en el caso de Céline, un engreimiento estridente que se evidencia en el menosprecio exhibicionista de la actividad intelectual de su marido.

El personaje de Jesse podría, en efecto, encajar en el más devaluado de los clichés: es pueril, egocéntrico y algo desconsiderado (atributos que, seamos francos, no comprometen la dignidad de nadie). Pero, si la vanidad es uno de las acusaciones principales de Céline es, antes, una de las faltas capitales de ella. La discusión en el hotel se origina porque Céline acusa a Jesse, afligido tras despedir al hijo que tuvo de su primer matrimonio después de un verano juntos, de estar planeando una nueva vida en Chicago para vivir más cerca del niño. A Céline, que ha sido propuesta para un ascenso en París, le parece un gesto de palmario egoísmo que Jesse no tenga en cuenta su realización laboral, instalándose en una mística inmunda y perversa (el éxito social), cuya relevancia personal no tiene dudas en fundar en la discriminación histórica de la mujer. Jesse, por cierto, no ha propuesto nada.


La acusación precoz, que pretende acelerar las decisiones del matrimonio y lanzarlo al abismo de una crisis que solo ella intuye (y al intuir, describe y genera), proviene de algo que, en el ámbito de los agonistas shakespearianos (Macbeth, Hamlet o Iago), podría describirse como una imaginación proléptica y creadora, y que es, en sentido lato, lo que llamamos psicosis. Y, cuando se presenta bajo la forma de la enfermedad, es penosa y digna de conmiseración, pero cuando hay quien la quiere convertir en un arma de abuso y control, y quiere con ella condicionar las decisiones del otro, es una fuerza proveniente del corazón de Satán. Hablar aquí de la pasivo-agresividad de Jesse para problematizar la postura de quien, como él, procura no dejarse arrastrar por una escalada de los extremos que solo funciona para uno de las partes sería una muestra de condescendencia para con Céline que mis feministas favoritas (Mary Wollstonecraft y John Stuart Mill) nunca me perdonarían.

Y la tercera...
¡LA SEÑORA BANKS!
Por supuesto, a Céline no le basta con la indecencia de cambiar, cuando le parece, los términos de la discusión para emitir enunciados en cuanto sujeto histórico. También, por ejemplo, niega el derecho de su marido a priorizar el cuidado y la responsabilidad familiar (derecho que él ni siquiera ha demandado: acaso ella se adelante porque tiene miedo de perder su primacía moral también en este ámbito; y es que la vanidad de Céline es un monstruo insaciable), pero a la vez exige que su valor diferencial en la familia venga dado por su excedente de responsabilidad con respecto a las hijas que tienen en común. Este, en principio, se justifica por las puntuales ausencias laborales de Jesse, pero Céline ansía más: un reconocimiento ciego en virtud de una fuerza oculta, la maternidad, que conlleva angustias y seísmos desconocidos por el varón. Él apenas puede (ni debe) gastar tiempo en explicarle que, quizás (y, desde luego, basta con que no pueda llegar a ser probado para que él se sienta en posesión de esta verdad), su expresión de esa angustia sea diferente, o que esa angustia no es atributo del que presumir.

Nada vale ya, ningún enunciado, para quien pretende razonar pero se niega a ser partícipe de ninguna legalidad discursiva (y ni siquiera respeta el turno de palabra). Este paso, forzarle a él a hacerse cargo de una telúrica mitología de lo femenino que probablemente vio reforzada con los libros que leyó durante el embarazo, sería suficiente para que despreciáramos con autoridad a esta tiparraca, pero la larga discusión es ducha en bajezas. No quiero hacer sangre, pero estamos hablando de alguien que detiene el curso natural del diálogo para tildar de simples los modos de satisfacción sexual de su pareja (a ella le solivianta que en sus libros parezca otra cosa; y es que resulta que esta señora tampoco sabe leer). Si alguna de ustedes, de entre las más infames de las mujeres, sintió alguna identificación festiva con este lance le aconsejo que, a modo de penitencia, se extirpe el clítoris esta misma tarde.

Como ven, no estaría lejos de afirmar que esta película, en su nítida dificultad, es digna de admiración, pero ha de ser salvada ideológicamente antes de poder lanzarnos a sus brazos. En mi caso, solo podré hacerlo si entiendo que se trata de una descarnada exploración de la indecencia discursiva de una mujer moralmente abyecta, incapaz de tener una relación mínimamente honesta con el lenguaje. Pero si la película trata, como he visto analizar con casi total unanimidad, de las dificultades de una pareja de mediana edad; si las sinrazones de Céline valen tanto como la prudencia de Jesse y su deseo de dormir tranquilo, entonces ya me convenceré de que al mundo le rige la más vil sofistería, y solo podré pedirles que no cuenten conmigo para este siglo.