viernes, 28 de noviembre de 2014

Los pobres y nosotros


Carlos Pott

(Comento aquí dos películas actualmente en cartelera: Deux jours, une nuit, con la que los hermanos Dardenne han hecho tal vez su peor película, aunque se hayan mostrado incapaces de que sea en verdad mala, y Winter Sleep, de Nuri Bilge Ceylan, que es excelente cuando le roba dilemas morales y conflictos interpersonales a Dostoievski, y bastante lamentable cuando se quiere reflejar en la dramaturgia de Bergman).

Deux jours, une nuit relata, con una habilidad especial para no juzgar las posturas dispares de sus personajes, la historia de una mujer recién recuperada de una depresión que tiene que convencer a los trabajadores de su fábrica de que renuncien a una prima de 1000 euros y así no se elimine su puesto de trabajo. Si la tesis de la película es que un sistema económico no puede hacer depender su sostenibilidad (y la dignidad de sus miembros) de la iniciativa individual, digamos que la imparcialidad de su exposición no sirve solo para hacer a la tal tesis más compleja, sino que es su condición de posibilidad. Para los Dardenne, el espacio de circulación del dinero pone a algunos sujetos en un estado de incertidumbre y necesidad que hace imposible valorar sus actos como morales.

Gracias, actrices que no
fuisteis Marion Cotillard.
Deux jours, une nuit es una película impecable y diáfana. Y el entusiasmo átono con el que ha sido celebrada como una “obra maestra” es el perfecto indicio de a) el status de sus directores; b) la ausencia de riquezas inesperadas en su superficie nítida. No es habitual que una película sostenga un discurso más complejo que su estructura narrativa, ni que su planificación y sus diálogos sean depurados con tal cuidado para no exponer directamente sus principios (una práctica que entendemos como “elegante” y que, en efecto, apela a nuestro esnobismo y tiene más que ver con el sistema cultural de distinción que con la penetración intelectual). Y todo esto merece ser celebrado con firmeza e indiferencia, y guardando siempre un je ne sais quoi de repugnancia frente al divismo dirty chic de Marion Cotillard y su desoladora falta de imaginación interpretativa. 

En un episodio de su anterior película, la bellísima Le gamin au vélo, el niño del título robaba, con el apoyo de un gángster post-adolescente, un dinero con el que pretendía ayudar a su padre. Este, alarmado por la posible procedencia delictiva del dinero, y ansioso por quitarse a ese niño de encima para siempre, lo echa por la parte de atrás de su local, ayudándole con rudeza a saltar un muro. Cuando el niño está cruzando al otro lado, el padre tira tras él el fajo de billetes que, indiferente a la cámara, cae al suelo. El niño salta y se marcha sin reparar en ello.

El niño, ser caótico y dado a la destrucción.

Ese gesto cinematográfico desmayado y neutro indicaba la tensión de los directores con un tema, la materialidad del dinero, que, resuelta allí sin apenas esfuerzo, vuelve a aparecer en Deux jours, une nuit en la insistencia con que se menciona la cantidad exigua de la prima: 1000 euros. Esa machaconería excrementicia es el principio de tensión de la película y nos recuerda que el cine de los Dardenne nunca había sido, por lo demás, tan melindroso.  

En La parte maldita, Georges Bataille insinúa a través de ejemplos antropológicos una identificación entre los caracteres del dinero y de la mierda que queda refrendada si atendemos al estatuto similar que tienen como tabúes sociales. Decir y una y otra vez “1000 euros” implica adentrarse por una cierta oscuridad anal. Al fin y al cabo, al elegir la cantidad, los autores quieren subrayar su insignificancia con un propósito político, pero también con uno narrativo, incurriendo en una mentira artística que denuncio en el nombre de Adorno antes que en el mío: la cifra está prudentemente calculada tanto para alarmar con el estado de necesidad de las familias involucradas como para poder permitir a esas mismas familias rechazarla. Así que la posibilidad de renunciar a la prima sí acaba por depender, en contraposición a la tesis central, de la estatura moral de los implicados.

En Winter Sleep, el pobre de turno arroja al fuego el dinero que la mujer de su casero le regala sin demasiado sustento y con cierto erotismo. El gesto del pobre incide en una dignidad (aberrante y auto-destructiva) que le libera por un instante de su relación de servidumbre con el dinero, pero confirma el carácter sagrado (sacer) del mismo, al ser ahora el objeto cuyo contacto ensucia y envilece y cuya consunción purifica.

Burgueses al chiaroscuro.
Niño pobre henchido de resentimiento de clase.

De los pobres, esas personas que tienen menos dinero que nosotros (y que se lo pasaban tan bien en la parte baja del Titanic), se pueden decir muy pocas cosas sin incurrir en presupuestos inquietantes. Deux jours, une nuit los condena, a
pesar de ella misma, a buscar la excelencia espiritual en el estrecho margen que les dejan las cuentas para llegar a fin de mes. Por su parte, Winter Sleep les indica que la preocupación por el dinero no puede ser suspendida con el dinero que les falta (cantidad que es una ilusión), sino revertida mediante el gasto irracional, suntuario e improductivo (el lujo definitivo de quemar el dinero: la identidad última entre dinero y caca); dicho de otra forma, que el problema de las economías asistenciales es que son indiferentes al orden de la fantasía, o que lo más horrible y humillante del dinero es tener que consumirlo en el altar de lo necesario.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Boyhood, una catástrofe espiritual


Carlos Pott

Quizás al cine le quede alguna salvación, pero el espeluznante caso de Boyhood confirma que esta pasa por la destrucción de los espectadores. No cabe duda de que Boyhood, tal y como la crítica ha repetido incesantemente en uno de los episodios más bochornosos de la historia reciente del pensamiento débil, no habla sobre la vida, sino que es la vida.

La vida o, lo que es lo mismo, el relato de la vida que todos estos críticos (casi todos varones y, al parecer, ajenos al machismo atroz que luce la película con irritante inconsciencia y levedad programática) contarán a sus amigos y a sus esposas, debe de estar tocada por la misma humildad enfática que adorna Boyhood. También ellos habrán decidido que no pueden esperar un perdón más reconfortante que el que les ha concedido a título vitalicio su auto-indulgencia. Y si se los ve pletóricos al narrar un pasado en el que el oyente solo puede apreciar el peso asfixiante de la insignificancia es porque han inventado, para salvar su “yo” del amorfismo que le corresponde, una “épica” que, en el colmo de la desvergüenza, han dado en llamar “de lo cotidiano”.



Si estos críticos (que son aquí la sinécdoque precisa de todos esos señores que confían en que en el paraíso solo suenen acordes pop que ellos podrían reproducir tras tomar tres clases de guitarra, y en que allí nadie les va a pedir cuentas por escatimar tiempo a su formación intelectual para dedicárselo a “la vida”); si estos críticos, digo en terminal anacoluto, han reconocido aquí la vida y el cine, ¿quién podría explicarles que están hablando tan poco que es casi imposible que se equivoquen? Cada vez que alguien enuncia un ideal de pureza hace huir despavorido el contenido obtuso de aquello que nombra, y habla solo de sí mismo y de su miseria: de su confianza en el lenguaje.

Los críticos aciertan, ya decía, y entran en íntima comunión con la película cuando dicen de ella que es “la vida”. Así es: Linklater identifica la historia que cuenta sobre unos personajes carentes de todo interés personal con la vida de esos personajes. El espectador lo caza al vuelo: la vida no es más que la sucesión de las experiencias, que son el relato de las vivencias. Y es que el de la experiencia es un lenguaje tautológico que pronuncia una única frase: “yo soy la vida”; o, dicho de otra forma: “la vida no ha llegado hasta que yo no hablo”. Y la frase “es la vida” contiene la misma petitio principii que está en la base de la experiencia (la experiencia es experiencia de aquello que solo la experiencia nombra), así como una aquiescencia para con la realidad y el lenguaje (y su repugnante complicidad) que supone, estrictamente, la muerte del pensamiento.



Solo se me ocurren dos formas de conocimiento de la infancia y la adolescencia. La una, precaria, consistiría en señalar a algunos sujetos que las sustentan, cuidándose mucho de una deixis indiscriminada, pues estos podrían haber sido ya nacionalizados por sus propias vidas; la otra consiste en imaginarlas.



Yo imagino que sentí en la infancia una mayor fatiga de lo real que la que ahora acarreo, pues ya he llegado a acostumbrarme a considerar todos mis errores como aciertos que se presentan bajo formas inesperadas. Sí, la infancia y la adolescencia deben de ser muy cansadas, porque de toda esa monotonía y esa falta de sustancia intelectual que descubren los adultos ínsita en su carne, enseñoreada de su tiempo libre, ¿a quiénes sino a los infantes, mediante la imagen que les rogamos que representen una y otra vez para nosotros, hemos elegido para que nos indulten?