Carlos Pott
(Podría, bien es verdad, haber renunciado a algunos
referentes que, más que hablar de Inherent
Vice [Puro vicio, 2014], proponen un lugar feliz donde pensarla: textos que me están siempre
observando y a los que daría mi cuerpo. Les ruego que no me censuren la
hipérbole, pues si mi cuerpo no fuera recibido –que es algo que habitualmente
le pasa–, estoy decidido a aceptar una solución intermedia: tatuármelos all
over myself.
Les reto, además, a que encuentren a simple vista dos objetos peliagudos: un hijo de Aznar, un plano de Scorsese.)
Les reto, además, a que encuentren a simple vista dos objetos peliagudos: un hijo de Aznar, un plano de Scorsese.)
1
En L’anglaise et le duc (2001), Éric Rohmer contó las tribulaciones de Grace Elliott, aristócrata monárquica, durante la explosión revolucionaria de 1789. La película se divide entre unos interiores suntuosos que devienen tenues catacumbas y, en el exterior, unos decorados pictoricistas que renuncian a otra representación de lo histórico que no sea chirriante y estilizada (brechtiana). Allí fuera, unas hordas cualesquiera ejercen la violencia inconsútil de la revuelta, muy distinta de la firme teleología que se le supone a la revolución.
En L’anglaise et le duc (2001), Éric Rohmer contó las tribulaciones de Grace Elliott, aristócrata monárquica, durante la explosión revolucionaria de 1789. La película se divide entre unos interiores suntuosos que devienen tenues catacumbas y, en el exterior, unos decorados pictoricistas que renuncian a otra representación de lo histórico que no sea chirriante y estilizada (brechtiana). Allí fuera, unas hordas cualesquiera ejercen la violencia inconsútil de la revuelta, muy distinta de la firme teleología que se le supone a la revolución.
Los franceses de Cannes rechazaron la
película (el año en que sí aceptaron Shrek),
y otros franceses de fuera de Cannes encontraron paradójica la disensión de Rohmer, al que siempre habían tenido por un jacobino impecable. Haremos bien en imaginar que quienes se echaron las manos a la
cabeza fueron los mismos que almorzaban en la campiña, o se abandonaban a los
gozos y la fatiga de las noches blancas, en las otras películas de Rohmer, y que,
en cuanto franceses y, como tales, seres
de ficción, sintetizaban el meollo del afrancesamiento especulativo, cuyo
coraje y bizarría en las construcciones conceptuales solo puede abrigar un
extremo quietismo. Parecieron obviar que Rohmer nos había regalado una
película-credo a todos aquellos que sabemos que, incluso en las revoluciones
que iniciáramos nosotros, quedaríamos del lado de los que esperan en casa a que
les corten la cabeza.
2
Escrito en 1850, en Recuerdos de la revolución de 1848 Alexis
de Tocqueville explica el desastre. El libro, resignado y achacoso, concentra
mis afectos y se adensa de sentido en la escena en que las revueltas explotan
en la calle y Tocqueville corre a avisar a su esposa, encontrándose, además de
con ella, con las estancias y el mobiliario (del que ella es parte), cargados
de una nostalgia precoz. El aristócrata se retrae en lo doméstico y,
paradójicamente, también en la dejación de sus funciones ilumina el
camino de las masas que, convocadas a la Historia por la retórica democrática
post-rousseauniana, entenderán con él que a la Historia le estorba el
individuo. Ese individuo acabará
escindido, de hecho, entre su potencia de individuación y su voluntad de
participación en lo histórico (un dilema burgués).
Pero todavía en 1848, solo
un aristócrata, enfermo y ferozmente resentido, podía vivir este exilio como un
daño personal; solo el espíritu aristocrático se lo jugaba todo en mantener
vivo el polvoriento sueño filosófico del individuo. Y así, como no nos está
dado conocer con cuánta suspicacia vivieron los sans-culottes el período revolucionario de 1789-92 (¿en qué formas
pre-irónicas expresaban su ironía aquellos analfabetos?), y tampoco los
intelectuales, ciegos de mesianismo, propusieron una versión que intentara
desactivar su potencial simbólico, es difícil no pensar que el acontecimiento
en que puede reconocer su origen el sujeto contemporáneo (que, en primer lugar,
rechaza esa noción bíblica de “acontecimiento”) es la reproducción farsesca del
48 (El 18 Brumario de Luis Bonaparte)
en que el lumpenproletariado, desagüe de la Historia, habla prematuramente por
boca del aristócrata en ruinas.
3
También en los inicios del sujeto moderno, un príncipe sospechó que quizás fueran las posiciones en que el sujeto se encuentra (azarosamente) las que lo definen, y no al revés; y se enfrentó, desde la inestable e impertinente solemnidad narcisista del cocainómano, a la perversión de su volunta al ser sometida al código narrativo del drama de la venganza. Hamlet es la versión de Doc Sportello para la era aristocrática.
El cambio de la cocaína
por la marihuana explica, por supuesto, algunas variaciones en el carácter, y
en sus posturas como espectadores: que Hamlet vaya al teatro a investirse en
jefe de todo eso y Doc no escuche más música que la que le ponen en los bares y
los anuncios de televisión. En el caso de Doc, por otro lado, la forma caduca y
enajenada que se se le impone es la trama detectivesca, esa intolerable
antigualla.
4
En el curso de la labor de Doc Sportello parece que
Pynchon y Anderson postulan que la única actitud heroica frente a la forma en
que delira la trama es la perplejidad. Embriagado por la infinitud
de lo posible, Sportello asiste a las formas de razonamiento de lo real, que
son insensatamente esquivas. Como detective, siempre llega tarde al lugar donde
se le espera: allí donde se revela una conexión inesperada entre dos actores y se da un paso más hacia el descubrimiento de que el mundo del Crimen tiene una extensión universal.
Es en el instante en que
las conspiraciones se entienden (se
confirma una conexión), donde la trama que propone Pynchon escapa a toda
previsión y deja en ridículo nuestra capacidad de desvarío y las pálidas
potencias de la marihuana para abrir espacios otros para la imaginación. La forma
en que se desarrolla la trama de Inherent
Vice supone que quien la intenta decodificar, Doc Sportello, sea expulsado de una forma cifrada y mistérica de razón que se solapa con la de lo
histórico/político. Una
expulsión que solo puede haber sido urdida por los dioses.
Pero Sportello no tiene que
luchar contra la forma violenta que tiene la trama de imponer sentido y de
subordinar funcionalmente a quienes participan en ella (la particular tragedia
de Hamlet), porque se ha cumplido la vieja amenaza y la trama es ya una maquinaria que no alcanza a configurar su significado, solo a extender su funcionamiento. Así, los
personajes se suceden, pero no parece que se diga nada de ellos; la información
no acaba por encontrar un objetivo, no consigue integrarse como un elemento
activo de la narración: la narración sale adelante a pesar de la información.
Aunque Doc acaba por tomar una decisión (interceder por la felicidad de la familia de heroinómanos) que sirve para cerrar la trama, si bien no para explicarla, y nos recuerda que él es un héroe romántico, no solo en el sentido filosófico del término, al estar atrapado en la disgregación y la ironía, sino también en su sentido lato o popular, al no poder renunciar a los dictámenes del corazón o, dicho de otra forma, al estar atrapado en la retórica del amor.
Más allá de los referentes
políticos expresos, la aparición de los cuerpos de la ley, la mención a logias que rescatan símbolos de uitilidad amenazante y dudosa
(la esvástica), Pynchon revela que el relato trata sobre la Historia, entendida como estercolero de imágenes y relatos, en la
forma en que hipertrofia el tiempo narrativo quebrándolo con observaciones
puntillosas y agotadoras, convocadas por el narrador o referidas por los
personajes.
En la novela, cada instante es, potencialmente, un caótico archivo cultural, pero al contrario que en el pop, la desjerarquización no es solidaria de una pulsión museística, sino el principio de la pérdida: la abertura de un pequeño infierno de estímulos dispares donde todo parece convocado por última vez y sirviendo ya para muy poco (los hippies, los nazis…).
6
En la novela, cada instante es, potencialmente, un caótico archivo cultural, pero al contrario que en el pop, la desjerarquización no es solidaria de una pulsión museística, sino el principio de la pérdida: la abertura de un pequeño infierno de estímulos dispares donde todo parece convocado por última vez y sirviendo ya para muy poco (los hippies, los nazis…).
6
La ambientación...
...esa catástrofe que está en el centro de algunos éxitos críticos contemporáneos (ahí arriba los panolis de Mad Men, o algo parecido), es otro espacio para el triunfo estilístico de Paul Thomas Anderson.
Bastaba con dejarla fuera, y, sobre todo, despojarla de todo brillo. ¿Se imaginan cómo hubiera iluminado esta película la dupla mayor de horteras del reino, los Scorsese/Richardson? Vean cómo, por ejemplo, eligieron retratar París en Hugo (2012), con los mismos colores con los que debía de soñarla Charles de Gaulle:
La ambientación se impone en los espacios comunitarios que visita Doc (las fiestas, los bares, los sanatorios...), donde los personajes parecen siempre tocados por el deseo agónico de sacar adelante una celebración que, próxima al amanecer, ha perdido toda posibilidad de ser un éxito.
O para subrayar el contraste entre los colores variados e indecisos y la moda laxa de lo hippie (que alguna vez se presentó como el más alto proyecto político: una forma de vida) y el simulacro de orden que impone el estado policial a través de la tacañería en su uso de las curvas:
Dos espacios que se acaban por confundir en la tierna inestabilidad emocional de Bigfoot (Josh Brolin) y su afición por las bananas cubiertas de chocolate:
Contraste que, como ven, arrastra a chistes de muy baja estofa que la película, como nunca haría Pynchon, no rehúye, porque las cloacas del pensamiento son parte integral del pensamiento frenético.
7