lunes, 6 de abril de 2015

Quedarse en casa (Inherent Vice y la revolución)

Carlos Pott


(Podría, bien es verdad, haber renunciado a algunos referentes que, más que hablar de Inherent Vice [Puro vicio, 2014], proponen un lugar feliz donde pensarla: textos que me están siempre observando y a los que daría mi cuerpo. Les ruego que no me censuren la hipérbole, pues si mi cuerpo no fuera recibido –que es algo que habitualmente le pasa–, estoy decidido a aceptar una solución intermedia: tatuármelos all over myself.



Les reto, además, a que encuentren a simple vista dos objetos peliagudos: un hijo de Aznar, un plano de Scorsese.)


1
En L’anglaise et le duc (2001), Éric Rohmer contó las tribulaciones de Grace Elliott, aristócrata monárquica, durante la explosión revolucionaria de 1789. La película se divide entre unos interiores suntuosos que devienen tenues catacumbas y, en el exterior, unos decorados pictoricistas que renuncian a otra representación de lo histórico que no sea chirriante y estilizada (brechtiana). Allí fuera, unas hordas cualesquiera ejercen la violencia inconsútil de la revuelta, muy distinta de la firme teleología que se le supone a la revolución.




Los franceses de Cannes rechazaron la película (el año en que sí aceptaron Shrek), y otros franceses de fuera de Cannes encontraron paradójica la disensión de Rohmer, al que siempre habían tenido por un jacobino impecable. Haremos bien en imaginar que quienes se echaron las manos a la cabeza fueron los mismos que almorzaban en la campiña, o se abandonaban a los gozos y la fatiga de las noches blancas, en las otras películas de Rohmer, y que, en cuanto franceses y, como tales, seres de ficción, sintetizaban el meollo del afrancesamiento especulativo, cuyo coraje y bizarría en las construcciones conceptuales solo puede abrigar un extremo quietismo. Parecieron obviar que Rohmer nos había regalado una película-credo a todos aquellos que sabemos que, incluso en las revoluciones que iniciáramos nosotros, quedaríamos del lado de los que esperan en casa a que les corten la cabeza.



2
Escrito en 1850, en Recuerdos de la revolución de 1848 Alexis de Tocqueville explica el desastre. El libro, resignado y achacoso, concentra mis afectos y se adensa de sentido en la escena en que las revueltas explotan en la calle y Tocqueville corre a avisar a su esposa, encontrándose, además de con ella, con las estancias y el mobiliario (del que ella es parte), cargados de una nostalgia precoz. El aristócrata se retrae en lo doméstico y, paradójicamente, también en la dejación de sus funciones ilumina el camino de las masas que, convocadas a la Historia por la retórica democrática post-rousseauniana, entenderán con él que a la Historia le estorba el individuo. Ese individuo acabará escindido, de hecho, entre su potencia de individuación y su voluntad de participación en lo histórico (un dilema burgués).

Pero todavía en 1848, solo un aristócrata, enfermo y ferozmente resentido, podía vivir este exilio como un daño personal; solo el espíritu aristocrático se lo jugaba todo en mantener vivo el polvoriento sueño filosófico del individuo. Y así, como no nos está dado conocer con cuánta suspicacia vivieron los sans-culottes el período revolucionario de 1789-92 (¿en qué formas pre-irónicas expresaban su ironía aquellos analfabetos?), y tampoco los intelectuales, ciegos de mesianismo, propusieron una versión que intentara desactivar su potencial simbólico, es difícil no pensar que el acontecimiento en que puede reconocer su origen el sujeto contemporáneo (que, en primer lugar, rechaza esa noción bíblica de “acontecimiento”) es la reproducción farsesca del 48 (El 18 Brumario de Luis Bonaparte) en que el lumpenproletariado, desagüe de la Historia, habla prematuramente por boca del aristócrata en ruinas.


3

También en los inicios del sujeto moderno, un príncipe sospechó que quizás fueran las posiciones en que el sujeto se encuentra (azarosamente) las que lo definen, y no al revés; y se enfrentó, desde la inestable e impertinente solemnidad narcisista del cocainómano, a la perversión de su volunta al ser sometida al código narrativo del drama de la venganza. Hamlet es la versión de Doc Sportello para la era aristocrática.



El cambio de la cocaína por la marihuana explica, por supuesto, algunas variaciones en el carácter, y en sus posturas como espectadores: que Hamlet vaya al teatro a investirse en jefe de todo eso y Doc no escuche más música que la que le ponen en los bares y los anuncios de televisión. En el caso de Doc, por otro lado, la forma caduca y enajenada que se se le impone es la trama detectivesca, esa intolerable antigualla.


4
En el curso de la labor de Doc Sportello parece que Pynchon y Anderson postulan que la única actitud heroica frente a la forma en que delira la trama es la perplejidad. Embriagado por la infinitud de lo posible, Sportello asiste a las formas de razonamiento de lo real, que son insensatamente esquivas. Como detective, siempre llega tarde al lugar donde se le espera: allí donde se revela una conexión inesperada entre dos actores y se da un paso más hacia el descubrimiento de que el mundo del Crimen tiene una extensión universal.

Es en el instante en que las conspiraciones se entienden (se confirma una conexión), donde la trama que propone Pynchon escapa a toda previsión y deja en ridículo nuestra capacidad de desvarío y las pálidas potencias de la marihuana para abrir espacios otros para la imaginación. La forma en que se desarrolla la trama de Inherent Vice supone que quien la intenta decodificar, Doc Sportello, sea expulsado de una forma cifrada y mistérica de razón que se solapa con la de lo histórico/político. Una expulsión que solo puede haber sido urdida por los dioses.

Pero Sportello no tiene que luchar contra la forma violenta que tiene la trama de imponer sentido y de subordinar funcionalmente a quienes participan en ella (la particular tragedia de Hamlet), porque se ha cumplido la vieja amenaza y la trama es ya una maquinaria que no alcanza a configurar su significado, solo a extender su funcionamiento. Así, los personajes se suceden, pero no parece que se diga nada de ellos; la información no acaba por encontrar un objetivo, no consigue integrarse como un elemento activo de la narración: la narración sale adelante a pesar de la información.

       Aunque Doc acaba por tomar una decisión (interceder por la felicidad de la familia de heroinómanos) que sirve para cerrar la trama, si bien no para explicarla, y nos recuerda que él es un héroe romántico, no solo en el sentido filosófico del término, al estar atrapado en la disgregación y la ironía, sino también en su sentido lato o popular, al no poder renunciar a los dictámenes del corazón o, dicho de otra forma, al estar atrapado en la retórica del amor.


5



Más allá de los referentes políticos expresos, la aparición de los cuerpos de la ley, la mención a logias que rescatan símbolos de uitilidad amenazante y dudosa (la esvástica), Pynchon revela que el relato trata sobre la Historia, entendida como estercolero de imágenes y relatos, en la forma en que hipertrofia el tiempo narrativo quebrándolo con observaciones puntillosas y agotadoras, convocadas por el narrador o referidas por los personajes. 

       En la novela, cada instante es, potencialmente, un caótico archivo cultural, pero al contrario que en el pop, la desjerarquización no es solidaria de una pulsión museística, sino el principio de la pérdida: la abertura de un pequeño infierno de estímulos dispares donde todo parece convocado por última vez y sirviendo ya para muy poco (los hippies, los nazis…).




6



La ambientación...


...esa catástrofe que está en el centro de algunos éxitos críticos contemporáneos (ahí arriba los panolis de Mad Men, o algo parecido), es otro espacio para el triunfo estilístico de Paul Thomas Anderson.








Bastaba con dejarla fuera, y, sobre todo, despojarla de todo brillo. ¿Se imaginan cómo hubiera iluminado esta película la dupla mayor de horteras del reino, los Scorsese/Richardson? Vean cómo, por ejemplo, eligieron retratar París en Hugo (2012), con los mismos colores con los que debía de soñarla Charles de Gaulle:



La ambientación se impone en los espacios comunitarios que visita Doc (las fiestas, los bares, los sanatorios...), donde los personajes parecen siempre tocados por el deseo agónico de sacar adelante una celebración que, próxima al amanecer, ha perdido toda posibilidad de ser un éxito. 




O para subrayar el contraste entre los colores variados e indecisos y la moda laxa de lo hippie (que alguna vez se presentó como el más alto proyecto político: una forma de vida) y el simulacro de orden que impone el estado policial a través de la tacañería en su uso de las curvas:




Dos espacios que se acaban por confundir en la tierna inestabilidad emocional de Bigfoot (Josh Brolin) y su afición por las bananas cubiertas de chocolate:




Contraste que, como ven, arrastra a chistes de muy baja estofa que la película, como nunca haría Pynchon, no rehúye, porque las cloacas del pensamiento son parte integral del pensamiento frenético.


7
Así que Doc vuelve a casa puntualmente a encontrarse con su intimidad que, además de rellena de marihuana, está hecha de impresiones confusas, vacíos transitorios y recuerdos troceados e imprecisos. Como su casa, como la mía, la intimidad es una Arcadia donde reina la cochambre








martes, 13 de enero de 2015

El coito de Sheldon Cooper


Carlos Pott


Mientras las series dramáticas siguen contaminadas por aquella peste secular que llaman realismo, la sitcom trata infatigable de medir nuestra bajeza y sintetizar en chistes repetidos y estereotipos chirriantes el aroma de los tiempos.
La maravillosa Broad City: la sitcom ha muerto...
¡viva la sitcom!
El primer capítulo de la octava temporada de The Big Bang Theory, a la que he llegado más tarde de lo que acostumbro, incluye una declaración de intenciones por parte de Sheldon Cooper que es, probablemente, y junto a la salutación entusiasta que recibió la monstruosa vulgaridad de Boyhood, lo más horrible que ocurrió en 2014. De vuelta de su viaje iniciático en tren, Sheldon confiesa a Leonard su intención de “practicar el coito” con su novia desde hace ya tres años, Amy Farrah Fowler (Mayim Bialik).

No he visto todos los capítulos ya emitidos y acaso haya habido avances en este terreno, aunque presumo que no habrán sido muchos, y presumo también que será un tema que no renacerá hasta, más o menos, la penúltima escena de la temporada. Y que no quedará resuelto, porque, necesariamente, los guionistas saben que este coito es el tabú de representación central de su serie, no tanto inabordable por su magnitud (no es la muerte necesaria de Tony Soprano), como por el efecto de desactivación que tendría sobre la línea humorística más fructífera: la intangibilidad de Sheldon.

Ese coito es, subrayo, una amenaza planetaria. Aunque la elusión de lo sentimental no es constitutiva de su sentido del humor (digamos que no es Seinfeld ni Community), The Big Bang Theory tiene en su centro a un personaje que rechaza, humilla y menosprecia a quienes le quieren y que entiende que la coherencia intelectual y las vinculaciones sentimentales son excluyentes. No es preciso sorprenderse, pero la posibilidad de un personaje así en un producto mainstream parece reciente, aun cuando está ampliamente fundamentada en una progresiva normalización del freak, sujeto emocionalmente desclasado.


Y ningún género como la sitcom ha hecho tanto por difundir la palabra del freak ni, a la vez, por desactivar su potencia subversiva: si el freak consiguiera imponer su forma de vida atacaría los cimientos de uno de los sistemas políticos más asfixiantes, el de los afectos. Claro que no todo freak aspira a configurar un sistema de valor a partir de su habitus, pero Sheldon sí, y con razones de fortaleza infranqueable. La serie no se deja llevar por el discurso de su protagonista (ninguna sitcom lo hace: todas hablan a través de las relaciones), y nos indica con insistencia que el personaje es digno de amor a pesar de que él no sepa querernos o no nos lo sepa decir. Los chistes crecientes en torno a la funcionalidad de Penny y Leonard como padres de Sheldon es la operación más diabólica que han desplegado los guionistas, sobre todo desde la aparición de Amy: al hacer del personaje un niño, se puede entender que no nos devuelva amor en las formas previstas entre adultos (nos quiere a su manera: todo el mundo se quiere) y configura el progresivo acercamiento físico entre Amy y Sheldon (la sexta temporada se consagró al primer abrazo, la séptima al primer beso…) como si fuera una iniciación sexual tardía y Sheldon nunca hubiera tomado una decisión racional al respecto.
El programa sobre historia de las banderas
de Sheldon. Cuando era decente.
The Big Bang Theory es una serie frenéticamente ñoña, aunque su incapacidad para perder el tiempo con los lances cariñosos, muchos de ellos urgidos por el sentimiento de culpa que parece generarles a los guionistas los desaires de Sheldon, es encantadora. Además, la forma en que han hecho inofensivo el egoísmo monolítico del personaje es un ejemplo de ligereza espiritual y de amor por la criatura que la hace para mí irrenunciable. Pero el amor y el respeto son aliados solo ocasionales y la sexualización progresiva del personaje es prueba de ello: si Sheldon accede a las delectaciones del sexo, estará ya iniciado en el principal culto de nuestra época y se demostrará que su intelectualismo todopoderoso podía erosionarse con la paciencia justa.

Como se ve, para tolerar la desafección del personaje basta con una transferencia básica, pero para soportar la idea de que haya renunciado al sexo es preciso desplegar un dispositivo que atraviesa la narrativa total y señala una expectativa cuyo no advenimiento justifica la continuidad de la serie. Y es que la abstinencia de Sheldon es, de hecho, inaceptable.

El divino Niles, el fatuo Frasier, el viejo paleto.
Pero lo maligno no es que una sitcom halague los oídos de sus espectadores celebrando a sus deidades, sino la forma en que pone en representación el triunfo de esas deidades por sobre el paganismo freak de los desheredados sentimentales. Ya de los protagonistas de Frasier (los hermanos Crane), dos snobs amanerados y diletantes, se nos presentaba el intelectualismo como un defecto que, además de generar exquisitos motivos humorísticos, solo parecía servir para entorpecer sus amores y amistades. Eran cultos e inteligentes de la misma forma en que su padre era rudo y sentimental; como el abuelo pierde la memoria, el tío es un crápula de buen corazón o la madre está nerviosa porque la casa es ingobernable, eran cultos porque eran débiles y, por eso, adorables. Como ven, la maniobra de uniformización moral y la complacencia ideológica (¡que no expresiva!) de la sitcom respecto a los espectadores medios es implacable y solo cabe amarla con sensibilidad neurótica e hiperactiva y espíritu de vencido: el mismo que nos lleva a ver un capítulo tras otro. Sí y sí, de entre las relaciones compulsivas y felicísimas que me destruyen, la sitcom podría llegar a disputarle al alcohol su primacía.

También The Imitation Game, ahora en sus cines pavoneándose con seductor efectismo kitsch, tiene en su centro el problema del personaje disfuncional que, históricamente, Buster Keaton, Jacques Tati o Larry David se negaron a plantear como un conflicto de intereses con respecto a la vinculación del público, pero que ha debido de ser un tema de encendidos debates en las mesas de los productores de esta película y de los guionistas de The Big Bang Theory.
II Guerra Mundial: te salen muchos novios.

La película dramatiza, con la seriedad fantoche de los carceleros, la circunstancia de que la extrañeza variopinta de Alan Turing le granjee algunos problemas públicos menores (entre ellos: su condena judicial por homosexualidad), pero la forma estética que elige para rogar aceptación a todo espectador delata que la singularidad del personaje solo es aceptable en la medida en que sirve a un proyecto nacional; como es especial hace cosas especiales: esta es la tesis expresa de la película. Se trata del freak siendo mancillado en la plaza pública en nombre de los valores de la comunidad y a través de una siniestra celebración ritual: es Sheldon follando. Que The Imitation Game sea incapaz de entender que Alan Turing era homosexual principalmente por su deseo y solo sepa representar la homosexualidad a través de la retórica mariquita de la evocación, e incluya esta condición entre las rarezas que le convierten en ese ser singular que puede hacer cosas que nadie hace, es uno de los rasgos más amables de su totalitarismo moral. En general, su forma de redimir la excepcionalidad intelectual del personaje y su torpeza afectiva nombrándolas misteriosamente imprescindibles para determinar el carácter único del personaje y justificarlas porque son el secreto último de su utilidad social perfila sombras más oscuras. 

Fraternité