martes, 28 de febrero de 2012

Yo soy esa: Tormento.


Carlos Pott

Me alegra en alguna medida la última entrada de Manuel (me alegra que me hiciera caso en el título de la sección, ya tienen una muestra -que no les recuerdo- de lo que resulta cuando los inventa él), pues revela con ella empezar a entender una lección que yo siempre le ilustro con amados versos de Petrarca:

Hablo de Petrarca. Foto de Petrarca.
Tacito vo ché le parole morte
farian pianger la gente; e i' desio
che le lagrime mie si spargan sole.

Entiendo que no es preciso que los traduzca.

Lo que le explico entonces es que la tensión arrojada sobre el acto de difusión de la poesía (resultado evidente del refinamiento del intimismo amoroso del dolce stil nuovo y su raigambre trovadoresca) y, en general, la negación paradójica (véase el final de À la recherche o el Quijote entero), es todo lo que da de sí la dimensión autorreferrencial del discurso. Al grano: que es una práctica natural a la técnica, determinada, no por una forma de saber (lo histórico, que es ruinoso), sino por una forma de distribución del saber (lo econónomico, que es cíclico).

Lecciones.
Le duró poco la cordura, porque cuando nos encontramos el pasado sábado para asistir a la entrega de los polonios, por fin había visto The Muppets (la había amado, claro: esa película es una forma de vida y un modelo de rectitud que debería ser instantánea aspiración) y ya me vino, ya, a preciar su inteligencia en base a los momentos en que revelaba su conocimiento de sí, volvió a decir que si aquello era posmoderno (yo intuyo que todavía no sabe de qué habla), y yo no sé qué más, yo ya no escuchaba.
La vieja escuela.

Como puta por rastrojo.
El caso es que me adhiero a la sección y aprovecho con ello para enfrentarme a las incomprensibles acusaciones de ininteligibilidad a mis entradas. Me tienen mudo.

Les mentiría si les dijera que no aspiro al gobierno de la minoría ilustrada y que me pillan a contramano estas quejas. Algunos incluso dicen que he equivocado el medio de difusión de mis inquietudes, pero yo puedo sentirme a un tiempo muy cercano a aquella apreciación lopesca:

...porque, como las paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto.

Aunque ustedes todavía poco me han dado (y tan poco a cambio), pero yo no dejo de aspirar a su cariño.
Así debería ser mi vida.

Es por eso que, con el propósito de avanzar hacia la comprensión y el sentido revelado y a la mano (por mucho que, para mí, entender es una forma de desolación, y no de las más pequeñas -es por eso que ustedes, ¡los que se quejan!, son sucios burgueses, y yo un aristócrata), y aunque yo pensaba hasta ahora que la oscuridad, si había tal, era parte integrante de la expresión y el concepto, he decidido acometer un gesto dadivoso y pasar a explicar cuál era el misterio y significado de cada uno de los posts que he escrito hasta ahora.

Eso he pensado y luego, muy seguidito, he pensado (entre medias, nada) que ustedes me hostigan porque saben que les temo.

No les pienso contar que son tres temas los que me interesan (el amor, el espanto del alma ante la arbitrariedad de la psique [le silence éternel de ces spaces infinis, que la psicología no existe], buscarme un buen lugar dónde vivir), ni les contaré que todo lo que decía de La piel que habito era porque me gustaba (¡tanto, Dios del cielo!), o que si me ven inhábil en el uso del adjetivo es porque me asusta toda forma de infertilidad desde que me golpeé los testículos con un libro de láminas de Piranesi [sic].

Como ya me han dicho que hay que dejarlo todo claro, les explico: que esto del párrafo anterior es una preterición (decir que no se dice para decir), lo de hacia el final es un símbolo (el primero que construyo).

Un canto rodado.
No sé qué más. Como entiendo que quizá la sintaxis límpida de la sucesión numérica les será accesible, les pongo una lista de mis películas favoritas producidas durante 2011. El número podría ser cualquiera, el orden es riguroso:
  1. La piel que habito [Pedro Almodóvar]
  2. The Muppets (Los Muppets) [James Bobin]
  3. The adventures of Tintin (Las aventuras de Tintín) [Steven Spielberg]
  4. Le gamin au vélo (El niño de la bicicleta) [Jean-Pierre Dardenne & Luc Dardenne]
  5. A dangerous method (Un método peligroso) [David Cronenberg]
  6. Bir zamanlar anadolu'da (Once upon a time in Anatolia) [Nuri Bilge Ceylan]
  7. Book chok bang hyang (The day he arrives) [Hong Sang-soo]
  8. Immortals [Tarsem Singh]
  9. A torinói ló (The Turin horse) [Béla Tarr]
  10. Las razones del corazón [Arturo Ripstein]
  11. Super 8 [J.J. Abrams]
  12. Le Havre [Aki Kaurismäki]
  13. Drive [Nicolas Winding Refn]
  14. Moneyball [Bennett Miller]
  15. J. Edgar [Clint Eastwood]

Luego, ademaś, la actualidad es una dimensión del blog que se le asignó a Manuel, y no sé cómo mostrarme vívido y real, a pesar de que, por ejemplo, los óscars son los segundos premios más importantes de mi vida.

Podría hablar de ellos, quizá, más cuando en esta edición se han entregado dos premios que no han sido completamente lamentables, sino todo lo contrario (el de Meryl -que me hizo llorar-, y el de Bret Mackenzie), y cuando la ganadora del polonio a la mejor actriz secundaria de este año consiguió hacerse perdonar su ausencia en la gala del sábado eligiendo este vestido que se calzó el domingo:
 
Los óscars y yo, Meryl y yo, ¡Erland Josephson y yo! Cuántas historias por contarles.

martes, 21 de febrero de 2012

Yo soy esa

Manuel Guedán Vidal


Don Vito ha sobrevivido al tiroteo en la frutería y está ingresado en el hospital. Cuando Michael va a visitarlo descubre que los encargados de proteger a su padre no están en sus puestos. Rápidamente, se da cuenta de lo que va a ocurrir. Cambia de habitación la camilla de su padre -con su padre dentro-  y baja a la calle. Michael aprovecha la visita casual de un panadero, viejo amigo de la familia, para apostarse en la puerta junto a él y hacerse pasar por los guardianes desaparecidos.
Se aproxima un coche. Reduce la velocidad (música de Nino Rota). Un tipo mira desde detrás de una ventanilla ahumada. Parece contrariado. El coche acelera y se marcha.
El panadero está sudando. Tembloroso, saca un cigarro; le pide fuego a Michael y este se lo da. Cuando saca el encendedor, Michael se mira la mano (primer plano). La suya no tiembla.
Lo importante no es que Michael haya salvado la vida de su padre, a quien a fin de cuentas le quedan dos telediarios, sino la toma de conciencia del protagonista de que tiene madera para el oficio de mafioso. Es la revelación que prende la película y que sintetiza, en una escena, el tema de la primera entrega: la conversión de Michael.
Sutilezas (I). Cuando un personaje se mira en un espejo
roto es que se cuestiona su identidad. No sería justo acusar
de esto solo a Wilder. Hasta el más pintado se marca una de estas.

Aquí, un servidor de ustedes está aprendiendo -con dolor- que toda escena que sintetice el tema de la película será  una escena que impúdica, esto es, embarazosa para el espectador y rentable para el crítico. Pero si esa escena no solo supone que el espectador tome conciencia de de qué va el asunto, sino también que la tome el propio personaje de la impudicia se pasa al riesgo de ridículo (ilustrar este defecto del cine con uno de los ejemplos más elegantes, lo tomo como un gesto de nobleza argumentativa por mi parte).

Lo que nos enseña este señor, capaz de lo peor -aceptarle el gatito a Marlon Brando, dejarle hablar con unas muecas que recuerdan al Bardem de Mar adentro, la ópera para los asesinatos de la primera parte y todo Tetro ,-  pero también de lo mejor -Michael y Kay por el paseo de los árboles, el portazo final y todo Duvall- es que la toma de conciencia es, a veces, un mal necesario.




Los creadores del inspector Gadget no buscaban hacer un homenaje,
sino dar una lección sobre cómo poner un gato al servicio del mal.
Para más información,revisar también la química entre Gargamel y Azrael.

Y nosotros no somos menos. Pundonor y recato, aunque con vergüenza, tiene su sección para mirarse al espejo (mirror, mirror, who's the prettiest blog in the net?)  y hablar de sí mismo.

Nuestra mano tiembla -nació vieja-, pero no se esconde -morirá joven-.

sábado, 18 de febrero de 2012

Posiblemente, el mejor trole del mundo.


Carlos Pott

(Parece que si sigo esperando a que el co-autor de este blog se marque un post se cumplirá el tenebroso plazo de una semana sin que tengan, fieles lectores, noticias de nosotros. Como mañana tengo varios planes que me alejarán de la escritura y hoy ya estoy borracho, no paro en mientes y les pongo aquí una reflexión que, como bien dice el título de la sección, me viene a mí reconcomiendo desde buena mañana.)

Desde que, coincidiendo con el inicio de mi vida laboral, perdí por completo toda esperanza, me han ocurrido cosas que no podía esperar: he pasado seis meses sin leer a Benjamin, me he dejado ensombrecer por la tristeza y, en ocasiones, he visto azarosamente vídeos en Youtube (diría que, en general, el azar es un infortunio -¡tan contrario a la disciplina y a la alegría!- que solo ahora me visita).
Desde que te fuiste.
 
El otro día recalé en una pieza algo grosera en la que una mujer rica monta en metro.



El vídeo, eso sí, describe con una viveza que podría parecer, en su economía de recursos, propia de la ficción, una experiencia amplificada (la señora consigue asaltar nuestra conciencia como un moralista à la française) ante la que el pobre (el espectador del programa) está llamado a adoptar una actitud defensiva (inconfundiblemente snob) que le permita soportar sus muy cabales exigencias (higiene, aclimatación... that sort of things).

Recordé al instante que quien con más asombro había imaginado la experiencia del transporte público era, nuevamente, Vincente Minnelli, en una escena musical que a mí no pocas veces me visita.

Todo en ella es una fiesta, pues no por casualidad se trata del momento más elevado de una película que aún se mantiene insuperable (en su género y en mi alma): Meet me in St. Louis. Es la primera escena en los exteriores de la casa de la familia protagonista, que atraviesa un periodo de inestabilidad económica y se plantea la posibilidad de recuperar el status perdido en la siempre prometedora Nueva York (finalmente, la decisión de quedarse será tan reconfortante y balsámica que les hará descubrir que la verdadera economía por la que una familia tiene que preocuparse es la de los afectos). En ella nos salta a la vista la principal razón que hace de Saint Louis una ciudad incomparable (razón a la que luego se sumará la Exposición Universal de 1904 que, si se cumple el deseo expresado por la más joven de la función, dejará como recuerdo valiosísimas infraestructuras):
Les aseguro que París una vez me parece más que suficiente.

la comunión espiritual en que viven sus habitantes, que participan todos de los desvelos amorosos del resto. Todavía me cuesta creer la forma en que Judy Garland gira sus muñecas para acompasar el estribillo de sus conciudadanos, o que sea capaz de emitir onomatopeyas sin abandonar el tono confesional que atraviesa (y electriza) la canción de parte a parte.

El hombre de a pie.
Y claro, figúrense, hoy todo el día pensando en el poder (mesmérico) de Minnelli para poblar terrenos de la imaginación. Lo que nos dice Minnelli subiendo a Garland al trolley de Saint Louis es lo que no sabía la rubia del vídeo: que el transporte público podría ser el ágora en el que el vulgo se desquitara de sus servidumbres diarias si este conociera otra pasión que no fuera el resentimiento.

Lo que piensa Minnelli (lo que imagina) de las ciudades es que son estados de ánimo (como la economía, que dicen), de la misma forma que en su biopic sobre Vincent Vang Gogh, Lust for life, imaginara que lo que define a un pintor es que habita un mundo que ha sido previamente pintado según el estilo que él acabará imitando. Que el pintor, por tanto, no crea ni imagina, sino que responde mimético a lo que el mundo asocia (y delira) inesperadamente ante sus ojos. La imaginación como facultad pasiva: una tesis tan atrevida (que Roger Caillois sostenía en virtud de la libertad creadora de la naturaleza, donde la belleza y el asombro son custodiados)

Las orugas agrimensoras se mimetizan
con su propio alimento y acaban devorándose entre sí.

que hace de Lust for life una película esencial, aun cuando dramáticamente insufrible.
Yo no conozco una interpretación peor.


También Meet me in St. Louis es capaz de reponerse victoriosa al depilado de cejas de su protagonista.

Pues eso, que todo el día (he ido a comer con mis padres y no he hecho caso más que de mis devaneos) preguntándole yo al mundo si había un director en el cine norteamericano que me interesara más que Vincente Minnelli. Y, oigan, que no hay manera.

sábado, 11 de febrero de 2012

¡Melodrama! (siempre te estoy esperando): Aquella tarde de domingo.

Carlos Pott



Vivo, como ya les dije, en un período de progresivo embrutecimiento, después de un cuarto de siglo en el que solo dejé macerar dos pasiones: la altivez y los paraguas. En estos últimos meses de penuria, sin embargo, el recuerdo de La piel que habito ha hecho mella en mí y me ha devuelto en la noche a algunas pasadas reflexiones que me dan hoy más humano. 

Paraguas... y prolepsis.

Chúpate esta finura, griego de turno.
Nadie debería confundir los modos dictatoriales de la narrativa de La piel que habito con la forma de algún otro género: los rótulos temporales, las digresiones, la conversación junto al fuego que aporta una información preciosa que, a partir de entonces, los personajes solo podrán soslayar (ya átonos, ya furiosos), tienen como modelo en la historia de las formas a la vieja parábasis. Son, por mejor decir, formas de referirir explícitamente el proceso de recepción (devolvérsenos a los espectadores, alguna tarde, ¡aquella!, la responsabilidad de descubrir lo sublime). Y el melodrama es género por mor, no de sus texturas, sino de sus acólitos.

Yo no suelo hablar de mí (y mucho menos de ustedes), pero tendría por ignominioso no aparecer yo (en toda mi compostura) en un comentario a una película que tanto nos da a aprender: cuanto menos dos nuevas formas de amar (la que entiende a la venganza como una potencia romántica y la que, en un final glorioso, se descubre a través de la reasignación de los sexos).

Griego de turno himself.
Quizá sintieron que la narración de La piel que habito les conducía con mano firme. Y es que todo es aquí generoso, pero también inflexible. La narración parece guiada por alguna expresividad maniaca, y la saturación informativa de lo sentimental (de lo agreste: Brasil, la maternidad corrupta, tantos actos de violencia fundacional que parecen un catálogo...) consigue ser ascética por su sistematicidad, aun en su desmesura. El referente más seguro de esta forma metódica de distribuir la información es el mensajero de Eurípides, salomónica y triste solución formal que, en sus mejores casos (Las troyanas), es asumida por la pluralidad vocal de los personajes que rodean al protagonista. Este se distinguirá de sus pares por el asedio informativo al que es sometido (véase el momento fundador -donde el asedio no es solo figurado: Hécuba es informada de que también han asesinado al más pequeño y querido de sus nietos, Astianacte). El personaje central del melodrama es enfrentado sin aviso a la insostenibilidad conjunta de todo lo fecundo (la vida que, en el texto dramático, tiene al alma por metonimia).
La vida se aparece en formas imprevistas.

Disculpen cuanto antes que me refiera con tanta liberalidad a ustedes y, lo que es aún más indecente, a ustedes y a mí, pero, ¿de quién podría hablar si no es de nosotros cuando hablo de amor? Tiranizados como fuimos por las formas de exposición, por la verbosidad imprudente de la película, empezamos, ¿se acuerdan?, a sentirnos llamados a descubrir otras rugosidades que aparecían al tacto en lugares no esperados: eran los principios de movimiento de una narración que, si uno miraba fijamente, podía ver crecer ante los ojos, y que adoptaba ritmos y decisiones que se escapaban al instante. A ello servía que los personajes de La piel que habito no fueran capaces de asimilar las decisiones de su destino: la oscuridad del acontecimiento que nunca, como tal, sucede, sino que siempre llega a oídos.

 ...pero todo lo excelso es tan difícil como raro.
El melodrama, en su mejor expresión (Spinoza, Eurípides, el último Bergman) es, exactamente, lo mismo que representa (es sus propios temas): la incapacidad del discurso para apresar la materia del deseo, la suspensión del acontecimiento dramático, que queda disimulado por construcciones enfáticas y suntuosas hasta no tener más expresión que su borradura. Todos los movimientos que se producen en La piel que habito (huidas, arrebatos, decisiones erráticas) están dominados por alguna forma de omisión o de afasia y aparecen, por tanto, en forma de violencia; son intentos de salir adelante el relato, amagos de germinación (revelaciones de un conatus impotente) y así, por lo tanto, no aparecen. Y nos conducen a los espectadores, junto a los personajes, al delirium (la ansiedad, la espera, el terror).

La piel que habito se inventa, con mayor o menor gusto por parte de su autor, modos diversos de escapar a la asfixia que ella misma genera: la injerencia de extrañas potencias de halo órfico (Marisa Paredes declara que lleva la locura en sus entrañas, Concha Buika [¡aaah!] canta una canción cuya melodía despierta los fantasmas de una joven psicótica), de disciplinas orientales o de escultores de renombre. Son falsas pistas, no se engañen, para quienes no tenemos nunca claro dónde mirar (de qué respirar). En ocasiones querremos apartar la vista (pilas de libros de Seix Barral, Destino y Anagrama), otras veces rogaremos al plano que aguante un poco más (la aparición estelar del modelo Lady Dior de Dior); maldeciremos el caprichoso funcionamiento del esfínter más ajeno y deseado: el montaje.
Mujer, bolso, acaso niño.


Ni Thelma Ritter y Tony Randall lo hubieran hecho mejor.
En referencia a un poema de Safo, Pseudo-Longino es sorprendido por lo sublime en la posibilidad de imaginar a un templo borracho cuando quienes se habían emborrachado eran sus moradores: las producciones a las que conduce el corrimiento de las imágenes en la superficie del sentido (la promiscuidad del lenguaje). Algo parecido (no sé) ocurre aquí cuando un acto de impensable violencia, la irrupción del hombre-tigre, se traslada y llega a ser a un tiempo la violencia de un punto de inflexión. La estricta coincidencia entre la violencia física como tal representada, la violencia estética como tal arrojada al espectador y la violencia narrativa como tal ejercida sobre la línea argumental a mí se me pareció bastante a lo que debe de ser la belleza.


Quizá la ominosa falacia de la profundidad enfrentada con la contante electricidad de las superficies explique la incomodidad formal de La piel que habito (y que algunos espectadores despreciables -entre ellos varios examigos- crean lanzar su risa como agravio porque entendieron que se les intentaba hacer llorar, ¡subnormales!). La excelencia de La piel que habito se nos da a la mano (o al oído), y acaba por quedar sintentizada en frases que, como las que siguen,
Amor, bolso.

-Dame un cigarrillo... Gracias.
-No, gracias a ti.





se dejan ver definiendo una línea recta que tiene por material los sentidos más procelosos.

jueves, 9 de febrero de 2012

Así no me leo el libro: La voz dormida

MGV

¿Que Benito Zambrano no ha sido fiel al libro? No lo recuerdo suficiente como para apoyarlo. Pero si lo que encubre semejante afirmación es la voluntad de defender La voz dormida (the book), frente a La voz domida (the movie), poco importa el reparto de culpas.
No lo digo yo, lo dice la misma novela, que empieza así: «La mujer que iba a morir se llamaba Hortensia». Y dos párrafos más abajo, por si alguien no se había enterado: «La mujer que iba a morir no sabía que iba a morir».
Las frases tienen algo del realismo mágico de García Márquez pasado por el regusto sentimental de un folletín decimonónico. Yo prefiero pensar que la culpa de todo es de la escritora y no del señor que rodó Solas y me descubrió a Ana Fernández, pero creo que me equivocaría.
Pero este post no pretende tan solo despotricar, quiere tener una idea: estas dos obras son peligrosas. La de Zambrano, además, no tiene memoria, que ya manda narices. 

Primo de Rivera antes del maquillaje
Primo de Rivera  maquillado
Hacer a los buenos más simpáticos y más guapos y a los malos más desagradables fastidiosos y feos es algo tan antiguo como la literatura y que encuentra fundamento en Aristóteles y su teoría sobre la empatía (el término es apócrifo pero no la idea), la identificación y la catarsis. Luego, en el siglo XIX, con el auge de la cultura de masas, el procedimiento se acentúa hasta la hipertrofia. En sí no tiene nada de malo: favorece la épica y la exaltación de los fast feelings. Pero si se usa con pereza o irresponsabilidad moral la cosa cambia.

Si Zambrano nos quiere contar que hubo buenos y malos en la guerra civil yo no tengo gran cosa que oponer. Preferiría que se hablara en términos de afinidad ideológica y legitimidad política, pero si, para abreviar, hay que llevarlo al territorio de la moral, porque así puede opinar hasta el más pintado, sea. Pero que los buenos además sean altos y apuestos, unos novios súper sensibles con sus chicas y lleven las gabardinas con clase incluso cuando van al monte, mientras que los malos son chaparritos, de ceño fruncido y les huele mal el aliento, puede acabar irritando.

El peligro de utilizar, emocionalmente, los argumentos equivocados es cuando el boomerang viene de vuelta. ¿Qué pasa con los republicanos que violaron, que asesinaron despiadadamente, que quemaron curas vivos? ¿Qué pasa con los egoístas, los cobardes, los cenizos? Se supone que no los defendemos por su honorabilidad y galantería, sino por la ideología y que, por lo tanto, no nos dolerán prendas a la hora de reconocer matices y claroscuros en los personajes. Ya era ingenuo hacer una película así en la era pre Pa Negre, hacerla en la post es una irresponsabilidad y un atentado contra la memoria cinematográfica.





 Si pintar a los buenos como superhéroes es contraproducente, pintar a los malos como villanos ramplones es desmerecer, de rebote, a los contrincantes. De eso sabía mucho Julio César, que cuando hacía de historiador y narraba batallas se cuidaba de hacer parecer al ejército rival más fiero e inteligentes de lo que eran para así realzar la victoria de los romanos. Una cosa eran títulos como El laberinto del fauno o Balada triste de trompeta, donde el maniqueísmo y la parodia formaban parte de la estética y otra cosa es cuando la película aspira a erigirse como testimonio de una época.
En resumen, que Benito nos sería capaz de vendernos, como un vendedor de crecepelo en la plaza pública, que la redondez de las formas del vientre de Indalecio eran en realidad placas de acero.
Y es que claroscuros y pecadillos en el armario tenemos todos, pues aquí a un servidor, cuando leyó La voz dormida allá en los crepúsculos de la adolescencia, le emocionó el librito una barbaridad.



martes, 7 de febrero de 2012

Raising the stars: ...y, de repente...


Carlos Pott

Mientras intento recolocar mis placeres y ordenar mis impulsos (¡cuánto no había prometido a mis lectores!), les hago partícipes de una visión inusual a la que he vuelto obsesivamente en los últimos tiempos. Este es el instante en forma de fotograma:

Hombre y teleñeco frente a frente.

Sí, sí, lo han reconocido, es el momento exacto en el que un actor, Jim Parsons, que llevaba ya varios años dejando que aprendiéramos sus manieras, deviene una estrella. Si ven The Muppets (una obra maestra exultante y adictiva) no podrán dejarse engañar en esto.

Es tiempo, me parece, antes de irme a la cama a hora bochornosamente temprana, de recordar los versos que Fray Luis de León le dedicara a Hollywood:

Cuando contemplo el cielo,
de innumerables luces adornado,
y miro hacia el suelo
de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado...

  No solo el sueño de la ignorancia (a la que nos confina la tan dolorosa caída) es el que guía ahora mis pasos hacia el baño (donde tampoco hoy me he duchado) y el que después me llevará a la cama. 

¿Qué harán mientras tanto?

sábado, 4 de febrero de 2012

Así no me leo el libro: Nada, de Edgar Neville.

Carlos Pott


Edgar Neville, un hombre y una apostura.
No había visto hasta ahora la adaptación cinematográfica que, a rebufo de su éxito, rodara Edgar Neville de la Nada de Carmen Laforet. En su época andaba yo enredado en muy otros asuntos (ese año, 1947, los Polonios coronaron Out of the past y Black narcissus, entre otras). Y eso aun cuando es quizá la película más encontrable de Neville (al que todo hombre de bien debiera tener en un altarcito, y del que cuesta Dios y ayuda encontrar títulos), cuando además la protagoniza su amante y coguionista y, a la sazón, diosa tutelar de este blog, Conchita Montes, y cuando la novela, que desprecié en la altanería de la primera adolescencia, se me aparece hoy al recuerdo como un honroso fracaso de una autora que soñaba (no sabemos si sabiendo) con la textura y el tiempo de lo cinematográfico.

      ¿Por qué es mejor, entonces, la adaptación de Neville que su primitiva versión escrita? (¿por qué se repite la historia?). Pues no sé, vaya, pero apunto: hay en la película Nada un proceso de pulverización de los diálogos de la novela Nada que pone en su lugar tan tonto sueño (¿es que usted no ha leído a Proust, señorita?): la sequedad que aquellos pretenden con sobreactuado laconismo es suspendida en boca de los actores de Neville. Ellos se limitan a cabalgar por sobre la irritante inclinación por la sentencia de Laforet y desvían siempre la responsabilidad dramática hacia los planos ambientales, que son también precisos, en nada enfáticos. Atendiendo al rechazo de la participación emocional, a la linealidad expositiva en la sucesión de las escenas, yo pensé (tenso ante una revelación tamaña en tarde por lo demás anodina) en el bienamado Bresson.
Bresson, que también decía tonterías.



A ello ayuda Conchita, más faltara. Ese es su trabajo, pudiera decirse: no hay actriz más ajena a las tiranías del diálogo que Conchita (y no habrá ninguna igual). Todas las inflexiones tonales de su voz son inesperadas y carentes de cualquier disciplina.
Los franceses no hubieran sabido qué hacer con ella.

      Consígase usted la edición de La vida en un hilo que Cátedra no reedita desde 1990; léala en alta voz en tardes sucesivas, como haría cualquier persona sensata, hasta dejar grabadas en su paladar (o en su laringe) las curvas de expresión de cada frase de la protagonista (en la manera en que usted haya podido llegar a imaginarlas); vea luego la versión para el cine que hizo Neville y descubrirá cómo entre sus desviaciones tonales ninguna coincide con las que va a encontrar Conchita (que parece estar inventándolas cada vez que yo veo la película). La suya, claro, la de usted, es una personalidad desvaída y previsible.
     En La vida en un hilo, su mejor interpretación (y una de las mejores de la historia del cine), provoca una ilusión incontenible no saber dónde va a decidir Conchita sostener su contagiosa alegría; en Nada, donde sus modos producen un impacto casi brechtiano en el espectador contemporáneo, llega a tornarse exasperante la libre circulación de la intensidad emocional (que los diálogos de Laforet ofrecían a golpe de badajo; entre otras cosas, para conseguir mediante el resonar de tantas líneas de diálogo sin respuesta un certificado de autenticidad filosófico-existencial).
     Es luego cuando uno se pregunta, ¿para qué, entonces, leerse el libro?