sábado, 4 de febrero de 2012

Así no me leo el libro: Nada, de Edgar Neville.

Carlos Pott


Edgar Neville, un hombre y una apostura.
No había visto hasta ahora la adaptación cinematográfica que, a rebufo de su éxito, rodara Edgar Neville de la Nada de Carmen Laforet. En su época andaba yo enredado en muy otros asuntos (ese año, 1947, los Polonios coronaron Out of the past y Black narcissus, entre otras). Y eso aun cuando es quizá la película más encontrable de Neville (al que todo hombre de bien debiera tener en un altarcito, y del que cuesta Dios y ayuda encontrar títulos), cuando además la protagoniza su amante y coguionista y, a la sazón, diosa tutelar de este blog, Conchita Montes, y cuando la novela, que desprecié en la altanería de la primera adolescencia, se me aparece hoy al recuerdo como un honroso fracaso de una autora que soñaba (no sabemos si sabiendo) con la textura y el tiempo de lo cinematográfico.

      ¿Por qué es mejor, entonces, la adaptación de Neville que su primitiva versión escrita? (¿por qué se repite la historia?). Pues no sé, vaya, pero apunto: hay en la película Nada un proceso de pulverización de los diálogos de la novela Nada que pone en su lugar tan tonto sueño (¿es que usted no ha leído a Proust, señorita?): la sequedad que aquellos pretenden con sobreactuado laconismo es suspendida en boca de los actores de Neville. Ellos se limitan a cabalgar por sobre la irritante inclinación por la sentencia de Laforet y desvían siempre la responsabilidad dramática hacia los planos ambientales, que son también precisos, en nada enfáticos. Atendiendo al rechazo de la participación emocional, a la linealidad expositiva en la sucesión de las escenas, yo pensé (tenso ante una revelación tamaña en tarde por lo demás anodina) en el bienamado Bresson.
Bresson, que también decía tonterías.



A ello ayuda Conchita, más faltara. Ese es su trabajo, pudiera decirse: no hay actriz más ajena a las tiranías del diálogo que Conchita (y no habrá ninguna igual). Todas las inflexiones tonales de su voz son inesperadas y carentes de cualquier disciplina.
Los franceses no hubieran sabido qué hacer con ella.

      Consígase usted la edición de La vida en un hilo que Cátedra no reedita desde 1990; léala en alta voz en tardes sucesivas, como haría cualquier persona sensata, hasta dejar grabadas en su paladar (o en su laringe) las curvas de expresión de cada frase de la protagonista (en la manera en que usted haya podido llegar a imaginarlas); vea luego la versión para el cine que hizo Neville y descubrirá cómo entre sus desviaciones tonales ninguna coincide con las que va a encontrar Conchita (que parece estar inventándolas cada vez que yo veo la película). La suya, claro, la de usted, es una personalidad desvaída y previsible.
     En La vida en un hilo, su mejor interpretación (y una de las mejores de la historia del cine), provoca una ilusión incontenible no saber dónde va a decidir Conchita sostener su contagiosa alegría; en Nada, donde sus modos producen un impacto casi brechtiano en el espectador contemporáneo, llega a tornarse exasperante la libre circulación de la intensidad emocional (que los diálogos de Laforet ofrecían a golpe de badajo; entre otras cosas, para conseguir mediante el resonar de tantas líneas de diálogo sin respuesta un certificado de autenticidad filosófico-existencial).
     Es luego cuando uno se pregunta, ¿para qué, entonces, leerse el libro?

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