jueves, 9 de febrero de 2012

Así no me leo el libro: La voz dormida

MGV

¿Que Benito Zambrano no ha sido fiel al libro? No lo recuerdo suficiente como para apoyarlo. Pero si lo que encubre semejante afirmación es la voluntad de defender La voz dormida (the book), frente a La voz domida (the movie), poco importa el reparto de culpas.
No lo digo yo, lo dice la misma novela, que empieza así: «La mujer que iba a morir se llamaba Hortensia». Y dos párrafos más abajo, por si alguien no se había enterado: «La mujer que iba a morir no sabía que iba a morir».
Las frases tienen algo del realismo mágico de García Márquez pasado por el regusto sentimental de un folletín decimonónico. Yo prefiero pensar que la culpa de todo es de la escritora y no del señor que rodó Solas y me descubrió a Ana Fernández, pero creo que me equivocaría.
Pero este post no pretende tan solo despotricar, quiere tener una idea: estas dos obras son peligrosas. La de Zambrano, además, no tiene memoria, que ya manda narices. 

Primo de Rivera antes del maquillaje
Primo de Rivera  maquillado
Hacer a los buenos más simpáticos y más guapos y a los malos más desagradables fastidiosos y feos es algo tan antiguo como la literatura y que encuentra fundamento en Aristóteles y su teoría sobre la empatía (el término es apócrifo pero no la idea), la identificación y la catarsis. Luego, en el siglo XIX, con el auge de la cultura de masas, el procedimiento se acentúa hasta la hipertrofia. En sí no tiene nada de malo: favorece la épica y la exaltación de los fast feelings. Pero si se usa con pereza o irresponsabilidad moral la cosa cambia.

Si Zambrano nos quiere contar que hubo buenos y malos en la guerra civil yo no tengo gran cosa que oponer. Preferiría que se hablara en términos de afinidad ideológica y legitimidad política, pero si, para abreviar, hay que llevarlo al territorio de la moral, porque así puede opinar hasta el más pintado, sea. Pero que los buenos además sean altos y apuestos, unos novios súper sensibles con sus chicas y lleven las gabardinas con clase incluso cuando van al monte, mientras que los malos son chaparritos, de ceño fruncido y les huele mal el aliento, puede acabar irritando.

El peligro de utilizar, emocionalmente, los argumentos equivocados es cuando el boomerang viene de vuelta. ¿Qué pasa con los republicanos que violaron, que asesinaron despiadadamente, que quemaron curas vivos? ¿Qué pasa con los egoístas, los cobardes, los cenizos? Se supone que no los defendemos por su honorabilidad y galantería, sino por la ideología y que, por lo tanto, no nos dolerán prendas a la hora de reconocer matices y claroscuros en los personajes. Ya era ingenuo hacer una película así en la era pre Pa Negre, hacerla en la post es una irresponsabilidad y un atentado contra la memoria cinematográfica.





 Si pintar a los buenos como superhéroes es contraproducente, pintar a los malos como villanos ramplones es desmerecer, de rebote, a los contrincantes. De eso sabía mucho Julio César, que cuando hacía de historiador y narraba batallas se cuidaba de hacer parecer al ejército rival más fiero e inteligentes de lo que eran para así realzar la victoria de los romanos. Una cosa eran títulos como El laberinto del fauno o Balada triste de trompeta, donde el maniqueísmo y la parodia formaban parte de la estética y otra cosa es cuando la película aspira a erigirse como testimonio de una época.
En resumen, que Benito nos sería capaz de vendernos, como un vendedor de crecepelo en la plaza pública, que la redondez de las formas del vientre de Indalecio eran en realidad placas de acero.
Y es que claroscuros y pecadillos en el armario tenemos todos, pues aquí a un servidor, cuando leyó La voz dormida allá en los crepúsculos de la adolescencia, le emocionó el librito una barbaridad.



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