sábado, 11 de febrero de 2012

¡Melodrama! (siempre te estoy esperando): Aquella tarde de domingo.

Carlos Pott



Vivo, como ya les dije, en un período de progresivo embrutecimiento, después de un cuarto de siglo en el que solo dejé macerar dos pasiones: la altivez y los paraguas. En estos últimos meses de penuria, sin embargo, el recuerdo de La piel que habito ha hecho mella en mí y me ha devuelto en la noche a algunas pasadas reflexiones que me dan hoy más humano. 

Paraguas... y prolepsis.

Chúpate esta finura, griego de turno.
Nadie debería confundir los modos dictatoriales de la narrativa de La piel que habito con la forma de algún otro género: los rótulos temporales, las digresiones, la conversación junto al fuego que aporta una información preciosa que, a partir de entonces, los personajes solo podrán soslayar (ya átonos, ya furiosos), tienen como modelo en la historia de las formas a la vieja parábasis. Son, por mejor decir, formas de referirir explícitamente el proceso de recepción (devolvérsenos a los espectadores, alguna tarde, ¡aquella!, la responsabilidad de descubrir lo sublime). Y el melodrama es género por mor, no de sus texturas, sino de sus acólitos.

Yo no suelo hablar de mí (y mucho menos de ustedes), pero tendría por ignominioso no aparecer yo (en toda mi compostura) en un comentario a una película que tanto nos da a aprender: cuanto menos dos nuevas formas de amar (la que entiende a la venganza como una potencia romántica y la que, en un final glorioso, se descubre a través de la reasignación de los sexos).

Griego de turno himself.
Quizá sintieron que la narración de La piel que habito les conducía con mano firme. Y es que todo es aquí generoso, pero también inflexible. La narración parece guiada por alguna expresividad maniaca, y la saturación informativa de lo sentimental (de lo agreste: Brasil, la maternidad corrupta, tantos actos de violencia fundacional que parecen un catálogo...) consigue ser ascética por su sistematicidad, aun en su desmesura. El referente más seguro de esta forma metódica de distribuir la información es el mensajero de Eurípides, salomónica y triste solución formal que, en sus mejores casos (Las troyanas), es asumida por la pluralidad vocal de los personajes que rodean al protagonista. Este se distinguirá de sus pares por el asedio informativo al que es sometido (véase el momento fundador -donde el asedio no es solo figurado: Hécuba es informada de que también han asesinado al más pequeño y querido de sus nietos, Astianacte). El personaje central del melodrama es enfrentado sin aviso a la insostenibilidad conjunta de todo lo fecundo (la vida que, en el texto dramático, tiene al alma por metonimia).
La vida se aparece en formas imprevistas.

Disculpen cuanto antes que me refiera con tanta liberalidad a ustedes y, lo que es aún más indecente, a ustedes y a mí, pero, ¿de quién podría hablar si no es de nosotros cuando hablo de amor? Tiranizados como fuimos por las formas de exposición, por la verbosidad imprudente de la película, empezamos, ¿se acuerdan?, a sentirnos llamados a descubrir otras rugosidades que aparecían al tacto en lugares no esperados: eran los principios de movimiento de una narración que, si uno miraba fijamente, podía ver crecer ante los ojos, y que adoptaba ritmos y decisiones que se escapaban al instante. A ello servía que los personajes de La piel que habito no fueran capaces de asimilar las decisiones de su destino: la oscuridad del acontecimiento que nunca, como tal, sucede, sino que siempre llega a oídos.

 ...pero todo lo excelso es tan difícil como raro.
El melodrama, en su mejor expresión (Spinoza, Eurípides, el último Bergman) es, exactamente, lo mismo que representa (es sus propios temas): la incapacidad del discurso para apresar la materia del deseo, la suspensión del acontecimiento dramático, que queda disimulado por construcciones enfáticas y suntuosas hasta no tener más expresión que su borradura. Todos los movimientos que se producen en La piel que habito (huidas, arrebatos, decisiones erráticas) están dominados por alguna forma de omisión o de afasia y aparecen, por tanto, en forma de violencia; son intentos de salir adelante el relato, amagos de germinación (revelaciones de un conatus impotente) y así, por lo tanto, no aparecen. Y nos conducen a los espectadores, junto a los personajes, al delirium (la ansiedad, la espera, el terror).

La piel que habito se inventa, con mayor o menor gusto por parte de su autor, modos diversos de escapar a la asfixia que ella misma genera: la injerencia de extrañas potencias de halo órfico (Marisa Paredes declara que lleva la locura en sus entrañas, Concha Buika [¡aaah!] canta una canción cuya melodía despierta los fantasmas de una joven psicótica), de disciplinas orientales o de escultores de renombre. Son falsas pistas, no se engañen, para quienes no tenemos nunca claro dónde mirar (de qué respirar). En ocasiones querremos apartar la vista (pilas de libros de Seix Barral, Destino y Anagrama), otras veces rogaremos al plano que aguante un poco más (la aparición estelar del modelo Lady Dior de Dior); maldeciremos el caprichoso funcionamiento del esfínter más ajeno y deseado: el montaje.
Mujer, bolso, acaso niño.


Ni Thelma Ritter y Tony Randall lo hubieran hecho mejor.
En referencia a un poema de Safo, Pseudo-Longino es sorprendido por lo sublime en la posibilidad de imaginar a un templo borracho cuando quienes se habían emborrachado eran sus moradores: las producciones a las que conduce el corrimiento de las imágenes en la superficie del sentido (la promiscuidad del lenguaje). Algo parecido (no sé) ocurre aquí cuando un acto de impensable violencia, la irrupción del hombre-tigre, se traslada y llega a ser a un tiempo la violencia de un punto de inflexión. La estricta coincidencia entre la violencia física como tal representada, la violencia estética como tal arrojada al espectador y la violencia narrativa como tal ejercida sobre la línea argumental a mí se me pareció bastante a lo que debe de ser la belleza.


Quizá la ominosa falacia de la profundidad enfrentada con la contante electricidad de las superficies explique la incomodidad formal de La piel que habito (y que algunos espectadores despreciables -entre ellos varios examigos- crean lanzar su risa como agravio porque entendieron que se les intentaba hacer llorar, ¡subnormales!). La excelencia de La piel que habito se nos da a la mano (o al oído), y acaba por quedar sintentizada en frases que, como las que siguen,
Amor, bolso.

-Dame un cigarrillo... Gracias.
-No, gracias a ti.





se dejan ver definiendo una línea recta que tiene por material los sentidos más procelosos.

2 comentarios:

  1. Cada una de las críticas que componen este blog tiene la extraordinaria habilidad de desincentivar al lector de ver la o las películas comentadas. Sin embargo, y en contraprestación, provocan la ansiedad de leer la siguiente crítica, aunque sólo sea por volver a sentir el placer de no usar el diccionario pese a saber que es imprescindible para comprender (es un decir) el análisis en cuestión. Y así, en la más absoluta oscuridad, me refocilo entre latinajos y esdrújulas leyendo sobre películas que no reconozco, no he visto o no tengo ninguna intención de ver, soñando con el momento en el que consigamos entre todos que el cine sea tan sólo la continuación lógica de la crítica de cine, y no al revés. Porque pocas películas a lo largo de mi vida me han provocado un placer similar a la imagen que nos regala Carlos del montaje como un esfínter. Gracias.

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    1. ¡Yo que entraba por ver si mi compañero de blog se había dignado a continuar el ritmo que quise imponerle y encuentro algo mucho mejor! Parece ser que alguien nos lee.

      Ahora bien, tomo este comentario (de cuya ironía nada puedo saber, pues lo tengo por un procedimiento contrario al entusiasmo, única pulsión que me domina) como pistoletazo de salida para prodigarme en el uso del latín, idioma original del que mis textos suelen aparecer traducidos.

      Y si ustedes me quisieran acompañar, ay, ¡cómo quisiera yo acercarme a otras lenguas de las que aún no sé nada para así poder alcanzar cotas reales de oscuridad, para poder vivir tan solo entre fantasmas! Y como muy bien dices, ya sin películas.

      Carlos

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