sábado, 5 de mayo de 2012

Contra el público de Woody Allen


MGV

Hoy seré festivo, casi imperceptible y liviano, no tanto para compensar la desastrosa recepción del último post, aquel en el que puse mi alma y que hundió los registros de pyr—así bautizado por un participante de esta su casa—, como para mimetizarme con el objeto de estudio. Así será esta sección, con su poquito de aquí te pillo, aquí te mato. Esta es una crítica en exclusiva de To Rome with Love. No se preocupen que a buen seguro les digo que no habrá spoilers. 

¿Quieres Roma? He's your man.
La última película de Woody Allen antes que divertida o aburrida, consistente o inconsistente, buena o mala —y adivinen cuál será la tríada—, es una película perezosa, mucho más mecánica y adocenada que John Carter, por poner un infortunado blockbuster. Fotografía Roma no ya desde la estereotipia, algo que no tendría por qué sentarle mal precisamente a Roma, sino con desidia; sobrevuela los diálogos con prisas, como si quisiera llegar a algún lugar que, al final, se descubrirá inexistente y los chistes desfallecen en la boca de los protagonistas antes incluso de que acaben de ser pronunciados.
Todo esto podría ser perdonable, sino fuera porque está al servicio de la mayor de las tropelías del último Woody Allen: se ha vuelto didáctico. En sus últimas películas el neoyorquino se ha empeñado en revelarnos una idea, una sola y, aún peor, ingeniosa y en mostrárnosla hasta la extenuación (la de la idea y la nuestra).
Dice que ahora rueda fuera porque en Europa le cuesta menos conseguir financiación: nada que reprocharle a la industria de Hollywood (salvo el Oscar a mejor guion de la pasada campaña).
On permanent vacation.
Ya se ha vuelto un lugar común afirmar que Match point fue su última obra maestra. Desde allí hemos ido de mal en peor. Scoop se aferraba a dos chistes y lo último que tenía que ofrecer la señorita Johansson antes de abandonar el mundo de la actuación (sigue trabajando, pero es ya es otra historia); El sueño de Casandra, en cambio, resucita con el paso del tiempo: en su día fue catalogada de pequeña y correcta, pero hoy, a la luz de lo que vino después, sabemos que allí al menos había aún actores, trama y escenarios.
De Vicky Cristina Barcelona me cuentan que había una película, —mala al parecer pero yo no la recuerdo— alrededor de Penélope Cruz, presencia única y divina que puso disparate y desbordamiento donde Allen solo quería –y bien que lo entendieron Bardem y Johansson— arquetipo y desierto. Si la cosa funciona, por justa cronología del guion pertenece a otra época, aunque no se ahorró el director su regalito final en forma de simplismo cuasihomofóbico. Conocerás al hombre de tus sueños era un agujero negro de hora y media. Y llegamos a la que ha sido acaso la peor de todas por más impostada y condescendiente. Midnight in Paris es un monumento al kitsch que golpea nuestra cabeza con una idea —la máxima “cualquier tiempo pasado fue mejor” es un error de perspectiva— que, como mucho, haría parecer ingenioso al tipo que se sienta a nuestro lado en una comida aburrida con desconocidos. Era irritante además oírle pregonar que consideraba a su público tan inteligente como a él mismo, cuando resultaba más que evidente que las referencias culturales estaban talladas a la medida del exacta del middlebrow


Y aún así es un gesto de rabia infantil, injusto y ridículo, criticar el trabajo de un señor que asegura que no le importaría hacer una obra maestra siempre que no interrumpa sus planes para cenar esta noche o que afirma sin remilgos que hace películas para que la ansiedad no lo devore y que trata de hacer coincidir sus rodajes en el extranjero con las vacaciones de sus hijos para pasarlas todos juntos en familia.


The untouchables.
Woody Allen utiliza la misma tipografía en todas sus películas para no gastar dinero en títulos de crédito y escogió al desconocido grupo Gulio y los Tellarini como banda sonora para Vicky Cristina Barcelona porque estos le deslizaron un disco bajo la puerta de su hotel y no le cobraban derechos de autor. Ha dicho hasta la saciedad que París, Barcelona y Roma le traen sin cuidado si no es más para darse un garbeo por sus calles, tan pintorescas ellas. Cuando sus actores acuden a él en busca de instrucciones, Allen les tranquiliza diciéndoles que si los ha contratado es porque le gusta su trabajo y les anima a que lo dejen en paz. Tampoco le gustan las segundas tomas: con una basta (y acaso sobra).

Con estas premisas artísticas, que lo acercan alegremente al funcionario que pasa más tiempo tomando el café de la mañana que en la silla de trabajo y que, precisamente vez por eso lo vuelven más envidiable que criticable, Allen nos recuerda que el problema no lo tiene él sino nosotros, que acudimos a ver sus películas.
Reprocharle su pereza o su desidia creativa es una pataleta nuestra que a él ni le va ni le viene. Y llego al final de la crítica, con la promesa cumplida de no introducir spoilers (supongo que a estas alturas a nadie se les escapa que un servidor no ha visto el filme) y no querría marcharme sin proponerse un compromiso, tal vez por colectivo más fiable, de que esta vez seremos fuertes y no iremos ninguno a ver To Rome with love.
Repitámoslo todos a una: nada esperamos de ella, nada queremos de ella.
Eso sí, y doy por hecho que en esto también estemos juntos en esto ustedes y yo: a Penélope no me la pierdo.
Escrito está en mi alma vuestro gesto.