sábado, 8 de junio de 2013

La familia, Dios y la esperanza (sobre Arnaud Desplechin)



Carlos Pott

("¡Por fin!", se dirán, lectores, al ver el título de esta sección, nueva y no poco luminosa, que les presento. Y se dirán bien: aquí van a aprenderlo casi todo de la mismísima compostura de sus propias entrañas; así que no pierdan ripio. Hoy no solo hablo, a través de la obra de Arnaud Desplechin -queridísima por mí-, de los temas que confiesa el título, también les ofrezco una lectura bastante ajustada de la historia del teatro y les presento... ¡a mi propia familia!).


El chándal de mi padre (principalmente).
La familia, el espacio de la funcionalidad y de la asignación de roles, lo es también de su error mecánico. Aunque sus corrupciones suelen ser internas, la familia (su irreductible núcleo móvil) sueña con confirmar que su mal viene de afuera, como la voz que acosa al loco. Y el terror, claro, nace en el alma. Esta estructura neurótica es la explicación última de dos constructos contemporáneos: el teatro burgués y el psicoanálisis, donde el afuera, identificado por error como el espacio de lo disfuncional, amenaza el adentro, lo enclaustra (en la neurosis o en la casa diseñada sobre el escenario) y hace del principio de realidad una certeza inestable y de las relaciones de amor una prisión.



¡Quién pillara una leucemia, si así
pudiera aplacar esta amenaza
de calvicie!
Un cuento de Navidad (Un conte de Noël, 2008), de Arnaud Desplechin, trata la historia de una familia que se enfrenta a la corrupción de su sangre: una leucemia con alto componente hereditario, que funciona a un tiempo como metáfora (y así la tratan los personajes en su exquisita formación clásica) y como certeza escatológica. Donde hay familia habrá desastre, la oclusión del contenido lúdico de la representación (por eso el pato Donald tenía sobrinos, y no hijos) y la repetición incesante de un modelo de posturas enquistadas y rivalidades. Los órdenes estructurales familiares son su propio simulacro, y el teatro burgués que los tiene en su centro transita un camino que conduce a la parálisis y aleja del juego de la representación (y sus desdoblamientos barrocos): quienes actúan son los personajes y la familia es ya la obra.

LE THÉÂTRE!
A la familia es difícil pedirle alguna trascendencia en los valores. Esta es una de las formas (y todas ellas son escurridizas e inciertas) en que puede describirse la pérdida del espíritu trágico (o la impertinencia progresiva de sus temas). El canon clásico se inserta en un espacio moral de desconcierto y creciente agnosticismo donde empieza a ensordecer el ominoso silencio de los dioses, y donde el eco de sus acciones revelan a los hombres su superioridad moral sobre aquellos. Por eso Antígona, que no está poseída por los dioses ni tiene ningún conocimiento infuso de su voluntad, decide al enterrar a su hermano, en contra de las leyes civiles, actuar en consideración a los valores que siente en armonía con su propio ámbito familiar, con su comunidad de amor. 

En la era del melodrama, parece imposible concebir a la familia como una esfera de protección moral; antes bien, en sus escenarios se suspende todo aquello que se ha construido afuera para obligar a cada miembro a una representación vieja y ajena que concede muy pocas alegrías y muy parciales libertades. La familia es en el teatro contemporáneo lo que fueron los dioses para el teatro clásico: el referente en proceso de desahucio; es también lo que obliga a los personajes a asumir el alcance de su fortaleza moral al convertir sus intenciones y objetivos (su razón, inútil en Navidad) en destino y fatalidad (en sangre contaminada).


Información subliminal:
August Strindberg y sus tres hijos.

Volvamos a Un cuento de Navidad y a su planteamiento escénico: una familia obligada a compartir algunos días por los caprichos del calendario que anda, además, enredada en ver quién de los hijos es compatible para el trasplante de médula que necesita la matriarca. Aquella casa es, por supuesto, el purgatorio. Hablando de las viejas faltas, los burgueses de diverso pelaje que han poblado el teatro desde el siglo XVIII, se instalan en un estado de vagancia que debe de ser muy parecido al de quienes, ociosos, esperan la benevolencia del Juicio Final. La vagancia, la que inauguran Lear y el bufón perdidos en el bosque (que en la época isabelina era un escenario vacío), es el estado espiritual en que se encallaría luego el teatro burgués, y se contagió a un diálogo laberíntico que, en su híper-expresividad emocional, no dice nada, y a una razón que, cuando se enfrenta a las determinaciones atávicas de la representación familiar y su inmovilidad, descarrila.



También es la vagancia lo que hace que parezcan llenos de contenido enunciados huecos. Básicamente dos: “te quiero” y “te odio”. De estos están superpobladas las películas de Desplechin. Un cuento de Navidad retrata el repudio de la madre (Catherine Deneuve) por uno de sus hijos (Mathieu Amalric), y el desprecio aterrado de la hermana mayor (Anne Consigny) que exigió el destierro de aquel a cambio de ayudar a resolver un caso judicial (trueque que todos aceptaron sin dudarlo). El dibujo de estas tensiones es de una intensidad abrumadora, pero no está explicado en sus causas. Desplechin cifra todo ese contenido en una carta perdida que el propio hermano que hubo de escribirla no recuerda, y que la hermana se niega a explicar, aun cuando el terror ante la figura del aquel sea casi el único tema del que habla (“Es terriblemente previsible, como el mal”, “Él es, físicamente, la enfermedad”). Ese odio también será referido por la madre con una dulzura siniestra que es la particular obra maestra que rubrica aquí la Deneuve.

¡Marchando dos polonios!

Arnaud Desplechin rechaza la pretensión de que el cine represente el alma de los personajes: prefiere que sea dicha. El alma de sus personajes es especulativa, y ellos mismos trabajan por su interpretación que es, a un tiempo, un proceso de construcción (y, en ocasiones, una voluntad de transformación). Se trata de una decisión estética que está tan cerca de un cálido y acogedor existencialismo humanista (dar a cada uno posesión sobre lo que es) como de la sátira de costumbres burguesas, pues su verbosidad viene dada por su condición social y por su participación de un cierto lenguaje aprendido forzosamente y que solo da salida a los problemas que, al nombrar, inventa. 

Las películas de Desplechin vibran en tanta tensión creativa, son tan abiertas y móviles, como requiere la ansiedad expresiva de sus personajes. Este es uno de los aspectos que, de forma definitiva, ligan su cine con la tradición teatral: los espacios propuestos no
La Devos marcándose una de las dos o tres 
mejores interpretaciones femeninas de la historia.
TE LO JURO.
están elegidos atendiendo a ningún principio de restricción, pero tienen la capacidad de caer de forma inmediata del lado de lo simbólico. En Reyes y reina (Rois et reine, 2004), Nora Cotterelle, a la que una Emmanuelle Devos abrasiva pone en contacto directo y simultáneo con el cielo y con el infierno, le cuenta, en una larga escena, al padre muerto de su hijo, las penas a las que le condujo lo que luego se perfilará como un suicidio inducido por ella (en otro cuadro tenebroso que parece transcurrir en el bosque de Lear: “envenenas mis oídos”, le dice él). Por su parte, su padre, al que un cáncer matará en diez días, revela, leyendo frente a la cámara una carta sin destinatario (otra vez como objeto dramático en bruto), sus sentimientos volcánicos por su hija al tiempo que establece la genealogía de su carácter y explica cómo su ternura mutó en orgullo y, finalmente, en agresividad e insolencia, transformando la textura del relato: “No soporto que me sobrevivas. Quisiera que murieras en mi lugar para así tener tiempo de perdonarte”.





Los personajes del cine de Desplechin son, como se ve, inteligentes, pero también solipsistas y petardos. Todos mantienen, de forma sospechosamente simétrica, una característica común, no tan habitual en los seres humanos fuera de la escena: pueden hablar con descarnada verdad de los sinuosidades de sus almas. Y, aunque un poco
Mathieu descubriendo que su sueño era tan solo la
dramatización de un problema de traducción de un
verso de Yeats, o: EL HOMBRE AL QUE AMO.
repelente, es desolador y muy bello ver confesar al personaje de Anne Consigny su incapacidad para reponerse de la tristeza (la misma que denuncia su hermano repudiado frente al sobrino “loco y gilipollas” –según la propia definición de aquel: “Crees que estás triste por tu enfermedad. Pero fue tu madre quien te concibió en la tristeza”) y verla hundirse en sus razonamientos emponzoñados que le llevan a preferir que sea su propio hijo (el único otro miembro compatible) el donante de la abuela, a pesar del riesgo que conlleva, porque teme que a su hermano se le vaya a conceder el perdón si es él quien lo hace.
"Frecuentamos el dolor porque queremos/como
pudiéramos frecuentar el parque",
le hubiera dicho Gloria Fuertes a Elizabeth.
Quizá les sorprenda a estas alturas que les diga que a estas dos películas que nombro las recorre una insólita esperanza, y que esta no siempre pasa por que los personajes se maquillen el alma a espaldas de las estrecheces performativas a las que obliga la familia (aunque sí, como mínimo, por refundarlas). “Tout sera réparé” es la frase con la que Elizabeh cierra Un cuento de Navidad. Y así será, aunque para ello, como Bastian en La historia interminable, haya que cruzar tres veces el horizonte.

viernes, 31 de mayo de 2013

El gran Gatsby, de Baz Luhrmann


Carlos Pott

Perdularios.
El amor y la generosidad, que no siempre caminan juntos, son, para Susan Sontag, los dos factores decisivos de la mirada camp. Lo camp es un actitud crítica, pero signada por la suspensión del criterio: la mirada camp acepta que no tiene nada que entender, y ya solo celebra. Una vez hecho este recordatorio, confirmo que en nada nos vale el concepto de lo camp para entender El gran Gatsby, y que solo nos deja una vía para su discusión, que también hipoteca la mirada, pero que yo querría situar un poco antes, y en un estado de una mayor tensión intelectual que la de ese espacio de lúcida alegría al que nos conduce la mirada camp. Me refiero a lo hortera.


Creo no ser el único espectador al que la lógica de la amplificación narrativa y el desenfreno expresivo del blockbuster le parece un suplicio. De él participa El gran Gatsby, una película que siento particularmente exigente y a la que hube de perdonar varias bajezas, como su voluntad indecorosa de contentar a los lectores del best seller incluyendo todas sus peripecias (y dándoles tensiones e intrigas narrativas, música de los efectos más tonificantes y material suficiente para echar la tarde).

Perdularios (2ª parte).
Habrán escuchado a diversos charlatanes hacerse eco de un dictum particularmente irritante que decreta que la mejor (o la más “fiel”) adaptación cinematográfica es aquella que no se preocupa por parecerse al texto de partida, sino por “capturar su esencia”. Sordo a estos cantos de sirena, Baz Luhrmann no ha sometido su espíritu (de feriante mariquita) a la supuesta sobriedad estilística de la prosa de Francis Scott Fitzgerald, y ha llegado, a fe, mucho más lejos.


En El gran Gatsby presenta los espacios y localizaciones de la novela con una exuberancia que hace de la primera media hora un espectáculo inolvidable, para inscribir allí con progresiva insistencia los gestos nítidos y la simbología meridiana (y boba) que ha extraído, con una fidelidad militante, de la novela. Parece que el secreto que ha guardado la crítica sobre uno de las figuras punteras de la narrativa norteamericana del siglo XX se ha revelado en toda su hondura: El gran Gatsby es una horterada, y la extrema ingenuidad de su desencanto pijotero solo podía ser apresada en toda su simpleza por un director que, como Luhrmann, está dispuesto a entregar todo por demostrar que no existe en Fitzgerald la sutileza del gesto literario, sino solo su expresividad, por inmediata, excesiva (carácter de lo hortera: su intención se descubre al instante; se entiende demasiado). Si Scott Fitzgerald inserta las evocaciones del pasado amoroso de Jay Gatsby y Daisy Buchanan con amanerados puntos suspensivos (en un gesto que solo se puede entender por la falta de trabajo del autor), Luhrmann los convierte en insertos de fotografía desmayada y terrosa y gestos de amor que, de tan ceremoniosos, se dirían pasados al ralentí, et, ce n’est pas la même chose? No basta escribir en frases pequeñas: un gesto, en la literatura, solo se pierde -solo es sutil- cuando es arrastrado por el estilo y la profusión de gestos vecinos. 

Discreción.

Yo sé que hubiera disfrutado algo más de El gran Gatsby si la desmesura de sus cuadros estuviera únicamente contrapunteada por los elementos nudos de una historia tan provocadoramente arquetípica como la de Moulin rouge, y no por gestos, diálogos, comentarios en off y transcripciones meticulosas de los pasajes de una novela. Pero es solo porque soy débil. Y debo confirmar con arrobo que Luhrmann ha conseguido la transfiguración perfecta de un lenguaje literario capaz de engañar a más de un incauto (una horterada secreta) a una cháchara, tan determinada por las tonalidades y acordes de los modos publicitarios, que produce una alarma inmediata en el espectador “elevado”. 

Discreción (2ª parte).

Luhrmann sabe muy bien que el cine no puede traducir al suyo otro lenguaje, porque el cine no tiene de eso: funciona más bien como una confluencia de códigos que, en El gran Gatsby, colisionan y se intentan hacer un hueco a expensas del que tienen más cerca. De ahí que el texto literario se aparezca como una injerencia: parece que Luhrmann siente las estilizaciones expresivas con que la novela pretende dar dimensión a sus personajes como una agresión a su grandilocuencia, y las vence tornándolas en explosiones alternativas de brillantina y sensibilidad. Para subrayar este desencuentro, la película inventa una lugar de enunciación del relato (el psiquiátrico en el que está interno Nick Carraway) y, en su desvergüenza, sobre-impresiona algunas frases sin particular contenido, aunque de olor inequívocamente novelesco -como la desastrosa metáfora que cierra la novela- escritas en letra de añejo aspecto mecanográfico, confirmando que Luhrmann ha hecho, también de esta tensión formal, una pequeña fiesta de estética bastarda.



Los gestos expresivos del director son, en efecto, de una simpleza asombrosa que tiene entre sus fines epatar a la burguesía crítica (y revocar algunas de las tautologías vanas en las que esta se apoya: que lo esquivo es mejor que lo aparatoso). Al calor de su obra descubrimos que la imagen hortera es franca o, si no, por lo menos, enfática. La franqueza, lejos de ser inmediata transparencia, es aquí la consecuencia de una forma sinuosa de pureza expresiva que no está críticamente computada como tal: no se diría de las dos obras maestras de Baz Luhrmann, Romeo + Juliet y Moulin rouge, que son obras estéticamente puras, acaso porque están construidas sobre el eclecticismo y el collage y, en general, la soberanía de la posproducción. Pero lo cierto es que es difícil concebir en el cine contemporáneo una obra emocionalmente más expresiva que Moulin rouge, y un momento más transparente (y arrollador) en su intención que el estridente remix de canciones pop de metáforas calamitosos (sobre el corazón y sus místicas) en cuyo curso Ewan McGregor y Nicole Kidman advierten el carácter perentorio de su amor y, atropellándose en el origen, perfilan su cercano apocalipsis.


Por si todo esto fuera poco para determinar que, mejor o peor, El gran Gatsby es merecedora de nuestra entrega, el casting (perfecto) ha de ayudar a algunos de sus espectadores (sentimentales como son) a aferrarse a más
That face.
embriagadoras emociones. La cara anormalmente redonda, gorda y encarnada de Leonardo DiCaprio es una catástrofe. Digámoslo: este es el testamento de su carrera, y no tanto por ser su interpretación más brillante (que quizá), como por epitomizarla. Digámoslo también: Carey Mulligan hace demasiado adorable a Daisy Buchanan y, en su imprudente romanticismo, Luhrmann parece decirnos que el amor por ella de Jay Gatsby tiene alguna justificación. Es la dolorosa tensión con la que convulsiona Leonardo la que nos convence de que solo le mueven la debilidad y la histeria (al actor tanto como al personaje).

Para los anales, una escena que es la síntesis y el triunfo, la sublimación y el descaro, de la horterada: ese primer encuentro entre Daisy y Gatsby (Gatsby y Luhrmann preparan el salón como dos horteras en comandita) en el que los gestos, las palabras nerviosas y las promesas febriles trasladan a la comunicación amorosa la verdad de la horterada (es en el amor donde mora y reina la horterada, porque allí, a veces, se quiere decir todo demasiado claro y demasiado rápido). La horterada está hecha de amor y generosidad, de promesas de felicidad inflamadas por la ambición e intemperancia expresivas; la horterada es una intensidad que restalla y se bate en retirada (es, después de todo, el material del que se hacen los sueños).


jueves, 21 de febrero de 2013

Lo repipi



Carlos Pott


(¡Ah, ese día en que haga el blog que quiero hacer y escriba las entradas cortas y certeras como el rayo que quiero escribir!)

Al otro lado, el otro infierno.
Aunque una trata sobre un adalid militar paranoico y la otra sobre un profesor de fonética inglesa algo altivo, Tumberlaine the Great, de Christopher Marlowe y Pygmalion, de George Bernard Shaw, son dos obras estructuralmente idénticas. Del mismo modo en que las decisiones militares sanguinarias que toma Tamerlán son la respuesta a acontecimientos bélicos que siempre acaban de pasar y nunca vemos, todo el desarrollo de la relación entre el profesor Higgins y su pupila, Eliza Doolitle, se da fuera del drama, y la obra solo cuenta los efectos que tiene sobre ambos el proceso pedagógico. Parece evidente que Bernard Shaw no considera que pueda representarse el aprendizaje (la adquisición de las habilidades y los conocimientos) y que, además, no está interesado en mostrar lo que sí puede ser mostrado del aprendizaje (el tráfico de las habilidades y los conocimientos).

Por su parte, el muy célebre musical My fair lady (al que parece inspirar el empeño de desmontar todos los valores que inflaman la obra) opta por representar el aprendizaje como una iluminación repentina, y así queda sintetizado en este numerito, "The rain in Spain stays mainly in the plain", que les pongo en la versión cinematográfica:



La película de George Cukor me es muy antipática por muchas razones, y no es la menor entre ellas que sea incapaz de celebrar el genio intempestivo de su protagonista y de poner en su sitio el desparpajo de la aprendiz. Pero el musical ya se rendía a Eliza Doolitle con una canción que sirve de respuesta al rapapolvo del profesor en su último encuentro e invierte los valores hasta legitimar las quejas de Eliza por la falta de caballerosidad del venerable Higgins. En ella, además, Higgins se muestra sentimental de una forma que solo puede tenerse por deshonrosa, y se nos insinúa que no se ofende por las groserías de Eliza, sino porque en verdad la quiere y no puede ya vivir sin ella. Algo impensable para un hombre tan respetable.

Los desplantes de Eliza son demasiado dolorosos y suponen el más reprobable catálogo de traiciones a un maestro. Veamos: 


Representación simbólica
de Eliza en su caída.
-Eliza pretende reproducir miméticamente lo aprendido para ganarse a su vez la vida como profesora de fonética, aun cuando no entienda el sustrato de esos conocimientos (al fin y al cabo, Eliza no ha sido enseñada, sino educada o formada). 

-Eliza exige que el trato de su maestro hacia ella cambie atendiendo a su nuevo yo, que él ha creado. La explicación del profesor Higgins -él trata en todo momento a todos con igual desprecio- no es suficiente para una Eliza Doolitle que, si fue testaruda, es ahora insoportablemente fatua.

Si George Bernard Shaw renunciaba a describir los métodos educativos, el musical hace exactamente lo que se espera de él: arrebatárselos al lenguaje. No los omite, lo cual agradecemos (porque lo que en el teatro es una decisión sobre la distribución del espacio y su relación con la división temporal operada por los actos, en el cine se convertiría en una elipsis), sino que devalúa su contenido hasta convertirlo en un fogonazo, en la mera constatación de un fenómeno.




El cabled sweater
de Ralph Lauren,
a pesar de todo.
Mi nueva película favorita, Damsels in distress (2011, Whit Stillman) es un musical que no necesita números musicales, pero que anhela continuamente la disolución de sus conflictos en la música. Esta es una de las propuestas políticas que, de forma expresa, plantea la protagonista, Violet (Greta Gerwig), que regenta un club de prevención de suicidios en un mundo universitario atribulado en el que las supersticiones universitarias (la aspiración a una inteligencia que siempre es tan solo un simulacro y se da a la luz bajo la forma de la pedantería) están en combate con las seducciones universitarias (la experiencia del amor y, en general, la experiencia). Violet y sus amigas, adheridas a un modelo estético devaluado, lo repipi, son quienes imponen su ritmo y sus deseos a la película (la musiquita constante, la dulzura de las voces, los tonos pasteles de sus atuendos), que comienza el día en que captan de manera voluntariosa a una nueva estudiante, Lily, para protegerla de su posible torpeza social y sus más que probables tendencias suicidas (resultará que Lily ostenta una sensatez y una calma que revoca todas las representaciones de lo femenino post-adolescente vistas hasta el día de hoy).

El liderazgo de Violet se impone como presupuesto desde el inicio y resiste a las dudas, las insidias de los personajes que representan la normalidad (que vuelve a quedar desvelada como la más vil de las opciones socio-políticas) o las puntuales traiciones de sus amigas (así su amiga de acento británico impostado, que pronto le cuenta a Lily que Violet es una huérfana psicótica de verdadero nombre Emily Tweeter).

Por supuesto, Violet está loca. Quiero decir que es un personaje completamente excéntrico: arrancada del centro, expulsada de los valores disponibles y obligada a hacer pie en un mundo en el que solo se escucha el silencio de los dioses y la tristeza de los hombres. Primer paso hacia el liderazgo: imaginar/nombrar como un caos el orden que despreciamos para poder imponerle el corte de pelo perfecto, la falda de vuelo preciso. El caos tiene, para Violet, dos formas: el desamor, causa repetida de suicidio, y la tensión insoportable entre gente lista y gente tonta dentro de la universidad. Ella resuelve ambos con una sola decisión, con la que quiere reflejar la combinación perfecta entre resolución y dulzura que sustenta su carácter: su amor incondicional por un chico que bordea el retraso mental y que la acabará engañando (con una suicida rehabilitada) y obligándola a tomar soluciones drásticas para salir adelante. A saber, la aromatización sistemática de un mundo sudoroso y la invención de un nuevo baile que ha de revolucionar los espíritus: la sambola.
"This scent and this soap is what
gives me hope."
¡DANCE CRAZE!
Que Violet, o Emily Tweeter, (o Greta Gerwig, que en hora y media transforma la historia de la interpretación con sus zapatos planos, sus brazos sostenidos a media altura y los retorcimientos de su ingenuidad) es inteligente es una verdad que deslumbra en cada una de sus intervenciones, y es la única certeza capaz de explicar su desconfianza hacia la inteligencia:

“This obsession with intelligence, do you think it has some magical quality transforming everything?”.

Desde luego, no es la inteligencia la que transforma las cosas. Y concitar fuerzas de transformación es, al fin y al cabo, la que debería ser la tarea del líder político. Si no las revela a sus seguidores y se limita a dejarse impulsar por ellas sosteniendo una ficción de lo inexpresable, habrá cerrado el círculo perfecto y habrá devenido líder religioso. Violet cree que la inteligencia es un instrumento más para su actividad y por eso celebra los clichés (que ella siempre está dislocando) como una forma depurada de verdad. La idea es poderosísima: si todo el saber del mundo fuera sintetizado en un número limitado de aforismos, el buen comportamiento estaría más a mano y las soluciones a los problemas serían más rápidas. Es otra de las formas en que Violet se presenta como el personaje perfecto para un musical, o la artista pop definitiva.

El impostor robacorazones que canta
como los ángeles.
El arreón de humanidad que suponen su propio fracaso amoroso y el escepticismo de Lily hacia sus métodos, su particular elitismo marginal y su soberbia, hacen a Violet más misteriosa y nunca más intranquila. Violet no estaba esperando estas formas de disensión, pero las vence con respuestas cada vez más inesperadas, frases perfectas y pronunciaciones lujuriosas y etimológicamente precisas. Aun así, y aun cuando sea capaz de dar la vuelta a casi cualquier amenaza, sus orientaciones son meridianas: la auto-exigencia en orden a la transformación espiritual (Violet quiere que la gente aprenda de ella a auto-gestionarse de una forma que, intuye, es potestad de muy pocos; esa paradoja educativa es común a Violet, a Confucio y a Gautama), y una magnanimidad que ha de iluminar con el derroche económico y la celebración y la felicidad gratuitas las zonas oscuras del ser (o los abismos que separan a esos espiritualmente desiguales que la sambola también será capaz de reunir).


Violet, solitaria cual lideresa, parece completamente consagrada a vivir una idea que formula el profesor Higgins en la escena final de Pygmalion:

“Independence? That’s middle class blasphemy. We are all dependent on one another, every soul of us on earth”.

Trabajar por ella solo puede implicar su comprensión intelectual y esta, necesariamente, un progresivo apartamiento de su verdad. Solo quien es asediado por imágenes amenazadoras que representan los lazos atávicos que le unen en estricta dependencia a los otros sabe de la debilidad de estas uniones. Solo a quien es llamado a su respeto reverencial, se le acaba por representar como una aspiración lo que debía ser una certeza. La relación docente, en la que quien se sintiera solo se consagra al crecimiento espiritual del otro, es una solución transitoria cuyo final pueblan numerosas angustias, todas ellas inscritas en la última escena de Pygmalion, y graciosamente dilatadas (aunque integradas en cada mohín de la protagonista) en Damiselas en apuros: que el pupilo no sepa responder con gratitud al amor (y la indigencia) que inspira a todo tirano, que el pupilo caiga en ese estadio infantil prolongado propio de la madurez que conduce al desprecio de toda autoridad.


Profesores sin chaquetilla de lana: no existís.
De Damiselas en apuros siempre nos quedará la fe que revoluciona y embriaga sus rancios modales. Lo que hace de ella un credo es la forma en que lleva a triunfar las cerriles convicciones de Violet hasta convertirlas en toda forma posible de lucidez (lo que implica, por fin, la glorificación de lo repipi). Es un proyecto de orden místico proponer personajes intolerables para convertirlos progresivamente en figuras heroicas, no al mediar alguna transformación, sino por el refinamiento opaco de su auto-enajenación.