sábado, 28 de abril de 2012

Thérèse philosophe (c'est moi)


Carlos Pott

Para Theodor W. Adorno, que cambió mi vida in so many ways.

Les diré que he estado próximo a abandonar el blog, y que no sé cuántas más veces podré recuperarme de periodos febriles como este. Y no es justificación menor el que no sea capaz de asistir santamente (con dolor y ascesis) al compromiso que quedó establecido (ustedes no se enteraron de aquello) y a cuya observancia me debo y creo que merecen (aun en su indiferencia y su torpeza). Me abochorna cómo la irrupción en mi vida de deberes ajenos ha arrasado con la costumbre impuesta y ha llegado a pervertir mi entereza.

Pero no valen estas excusas: siempre me he sentido muy limitado para toda disciplina que tuviera por fin la producción. A mí siempre me ha parecido que la rentabilidad era una expropiación de las funciones del trabajo, que tenían que ser, necesariamente, intransferibles (acaso clandestinas). Nunca he podido establecer ninguna regla de escritura, ni horaria, ni sintáctica, ni gestual (yo, que tengo maniere para casi todos los acontecimientos que preveo: tan pocos); lo cual contrasta con mis innúmeras reglas de lectura que, si bien llegan a dibujar la faz de una anarquía, sustentan un orden férreo (y, claro, intransferible, acaso clandestino), y cuya soberanía, junto a mi incapacidad reciente para ejercerla, es lo que me ha conducido a este estado de excepción (que incluye este blog). En fin, decía, que apenas sé escribir; quiero decir, sobre todo, que me duele y es extraño y que no basta con que quiera escribir o necesite hacerlo para que pueda hacerlo. Pero también, digo, que no sé articular un texto escrito: jamás lo que me leen proviene de un proceso de síntesis, sino de una progresiva hinchazón con la que resuelvo estancamientos (o embelecos). 

No puedo, por tanto, hacerles partícipes de unos procesos intelectuales que ya no existen; vagamente conservo algunas ideas sobre Beckett y sobre Platón y, de manera inédita, necesito ver películas para hablar de ellas, prueba definitiva de mi pobreza espiritual. Es también el precio de aquello de lo que siempre me enorgulleciera, revirtiéndose en infortunio: de no sostener ninguna idea sobre el cine (porque no creo que aún exista). Así que hoy siento que no podía haber un asunto que me fuera más lejano (la aeronáutica, tal vez) para iniciar un blog (cuanto más para mantenerlo) que este del cine, o este del cine, al menos, en forma tan vanidosa.

Si hoy vuelvo es porque el otro día vi una película (La pianiste, de Michael Haneke, que emitieron en La2) y porque volviéndola a ver (y eso que yo me había propuesto acostarme muy temprano) se me vinieron a las mientes reflexiones que, además de cerrar algunos temas iniciados en mi anterior post (Nicole Kidman, santa), inciden sobre un asunto que mucho tiene que ver con esta dificultad que les digo, les decía, que me atenaza: mi relación con lo real, espacio tiránico y artificioso, constructo débil pero pregnante (machacón, grosero, ajeno a toda sutileza). 

Les contaré que hasta entonces yo había sido un espectador sereno y reflexivo de la película, pero que el lunes rompí a llorar desconsolado durante su escena central: aquella en la que la profesora de piano es humillada por su amante, pero no en la forma sadomasoquista en que ella desea (él le dice que no podría tocarla ni con un guante), sino a razón de su deseo, cuya revelación, precisamente, llama a esta humillación. ¿Me explico?

La escena es esencial porque sirve de ejemplo para el que es el tema primero de la película: la relación del imaginario individual con la realidad. Es lo que se pone en juego en la exposición epistolar del desmadrado erotismo de Erika que tiene lugar entonces, pero también antes en sus exquisitas observaciones como profesora, en las que, por ejemplo, vincula la fealdad de Schubert a la anarquía reinante en los tempi de sus sonatas. Curiosamente, había leído yo en el periódico de la mañana, que el drama de la protagonista revelaba no sé qué aspectos de una sociedad enferma. Supongo que al escriba en cuestión le fue imposible aceptar el peso de una individualidad (tanto más verdad que la del escriba mismo) capaz de poner en jaque al mundo, de revocar la realidad toda. Si probáramos aquí (si lo probara Manuel, que tiene peor gusto) a establecer conexiones entre las películas y las lógicas de lo real, acabaríamos por ofrecer desmontada e inútil la estructura interna de los relatos, más en este caso en que el relato habla de esta resistencia, o de esa incomunicación. Un comentario (este) sirve, en cuanto apéndice cultural, para configurar realidad, mientras que un relato (digno) sirve para suspenderla. Así, por aquel lado, el amor del alumno; así, por el de acullá, el deseo de la maestra.

Digamos incluso que esta es la relación de todas las películas de Haneke con su exterioridad. Si bien los nexos pueden estar apuntados, las cerrazones se mantienen sólidas, y la relación es de oposición (o de agresión: la de Funny games; película que, definitivamente, supera el marxismo). Aunque quizá esto, la imposibilidad de las películas de Haneke de servir como imitaciones de la textura de lo real o de detentar cualquier valor simbólico, no sea tan cierto en la que es, seguramente, su peor película, la cansina y perfumada Das weisse Band, pero es una tensión (un amago y su suspensión, una relación histérica), que compone el alma de sus dos obras mayores: La pianiste y Caché

Lo diré en una forma más personal: yo apenas podría soportar que La pianiste fuera una película sobre la represión y sus estragos; que se mostrara algún vínculo causal (en alguna fórmula, movimiento de cámara o giro de guion) entre la represión del personaje (los modos en que esta represión ha sido ejercida sobre su cuerpo y se muestra en su apostura) y su imaginación sexual. He aquí que lo niego, y no encuentro evidencias que lo sustenten.

La psique amenaza a toda hora con su irrealidad (en primer término, amenaza a la psicología), y no por su arbitrariedad, sino por su capacidad (misteriosa) para sostener una lógica estricta pero que es, en cuanto imaginante (o delirante), inasimilable por el mundo de lo real. Lo que no podemos saber es si el delirio responde al absurdo y el caos, o es una intensificación deformante (en ocasiones irónica, en ocasiones contestataria, en ocasiones completamente independiente) de los atributos que se consideran propios de la racionalidad, y que llevaría a sus últimas consecuencias: la evidencia, el orden, la verdad, la capacidad de demostración (sí podemos llegar a entender que en el origen de algunos delirios -los neuróticos- se encuentra la imagen utópica de la racionalidad en cuanto falso reflejo de lo real, y que estos son imitativos). Por eso es tan amenazador. 

Ya decíamos, no hay nada más intolerable que la potencia indeterminada e injustificable de un imaginario. Y entiendo que un imaginario es aquello que no tiene más legitimidad que la que él mismo se asigna: el marxismo, el freudismo, el amor compartido…, que en ocasiones tiene capacidad de seducción suficiente para hacer desear al mundo la aprehensión de su estructura ideológica. La reacción idiota del amante es canónica: el espanto. Este, el alumno estúpidamente jovial, despierta mi repugnancia (¡pero es él quien se concede la merced de despreciar!) con su egoísmo donjuanesco y la imprudencia de su amor, que contrasta groseramente con las exactas e inmemoriales mediciones que ha tomado la profesora (no son solo suyas, son de todos los deseantes excluidos) hasta que se ha decidido a confesar los modos de su imaginación erótica. Ante la enunciación de lo imposible, no queda, en el mejor de los casos, otra opción que callar, pero ese ser fatuo, de tibia y adocenada belleza, opta por la indignación (la furia de los imbéciles, que ignoran la humildad de la rabia y el odio). Lo demás es historia conocida.

El acto de comunicación abre en el centro de la alfombrita, donde ella se recuesta con una delicadeza insoportable, el abismo de un apocalipsis. Sabemos entonces que si Dios lleva tanto tiempo callado es porque dispone el fin para un futuro casi inmediato, y que, mientras tanto, lo imagina. Digamos que la profesora de piano se explicó demasiado y demasiado pronto y ante un indigno pelagatos (¿si no podía entender a Schubert, cómo iba a entenderte a ti, Erika?), aunque intuimos que cualquier momento hubiera sido prematuro. Al fin y al cabo, su psique se muestra infranqueable, como es prueba el que solo pueda manifestarse en sus facultades extremas (aquellas que sirven para obstruir la relación con la realidad) que, en ese momento, al buscar posibles satisfacciones en el mundo, se auto-enajenan y conducen a un nuevo tipo de delirio. Pero ¿alguien cree que esas satisfacciones propuestas, comunicadas en la forma banal de un manual de sadomasoquismo, conducen más allá de su propia reproducción insidiosa? No hace falta que se diga, pero si el martirio y la auto-lesión erótica son lo propiamente masoquista, la composición indestructible del deseo (y la fatiga a la que conduce) es lo propiamente, ya no sádico, sino sadiano

Y además, quizá tampoco el personaje sea exactamente heroico: el defecto principal de Erika es el ímpetu de su deseo mezclado con una cierta falta de creatividad que la lleva a someterse, para superar su mudez, a las superficies visuales (tan cutres) del porno y el bondage. También participa en la escena esta tristeza: que, a pesar de su fuerza ciega y su capacidad de destrucción, el imaginario de Erika sea tan aburrido y estéticamente poor. Pero la culpa es de la realidad, que destroza todo lo bello.

6 comentarios:

  1. ¡Cuánto aprende una leyendo estas cosas! Es, eso sí, un aprendizaje impresionista en manos de un Canaletto: una mira las palabras, las procesa, las relaciona entre sí y constata que algo ha entendido; prueba luego a reproducir el aprendizaje y se da cuenta, primero, de que ningún detalle está al alcance de su pintura. Lo peor es que en un segundo momento intentará hacer jueguecitos de color, efectos perceptibles desde lejos de esos que, acercándose luego, una dice: "¡uau!, desde aquí parece un churrigurro"; pero se alejará después de acercarse y verá que todo sigue siendo un churrigurro, de que ya no se acuerda de su primera visión. No obstante, calmadas las ansias de concreción, olvidadas también incluso las nociones impresionables, marchará del blog con buen sabor de boca (quién sabe porqué)

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  2. No podría sentirme más desconcertado (e incluso triste) que después de este su comentario, loca del comentario. Si yo lo que quería decir era una cosa muy simple que, por supuesto, versaba sobre la burocracia y el registro de la propiedad (y todas las cosas horribles que hay fuera de mi casa), y sobre como ustedes (los que no son yo) se pasan el día viendo The wire (y haciéndole el juego a la realidad) y yo prefiero ver Fringe (y odio The wire y no pienso verla nunca y no hubiera dudado en votar a Angela Merkel cuando se enfrentó a Bernard Schroeder).

    Supongo que me ha vuelto a salir un post que no existiría de no ser por mis lecturas misteriosamente continuas y ridículamente militantes de Freud, y que a veces me cuesta entender que la gente no tenga engrasados algunos conceptos básicos, sobre todo, de su crítica cultural (remito, por supuesto, a mi exquisito análisis de A dangerous method en este mismo blog). Por lo demás, le juro que creo que no he hecho referencias opacas y que he seguido (algo que no tengo por costumbre) una cierta articulación argumental.

    Lo que no entiendo es si Canaletto es usted (y yo sería, en ese caso, Venecia) o yo soy Canaletto y usted una señora que se apuesta en los museos que tienen la desgracia de albergar su obra e intenta reproducir sus cuadros desoladores y y aburridísimos. Si me está llamando Canaletto a mí, no tendré ninguna duda en tomarlo como una ofensa.

    Este que la quiere, la necesita y la desconoce,

    Carlos

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  3. Querida loca del comentario: ¿dónde está? Usted es la razón de este blog, pero ya sabe de nuestro carácter esquivo. En lugar de una dedicatoria bien al principio, nos limitamos (me limito) a estas respuestas altivas que le hacen a usted pensar que no necesitan respuesta de vuelta, que se solazan ellas solas.

    Pero si ya usted habrá visto (entiendo que, siguiendo mi recomendación, lleva toda la semana repasando la historia del psicoanálisis) que no hay ni un solo concepto en este texto sacado de Freud. ¿Puse una distancia entre nosotros cuando solo quise romper a hablar?, ¿la hice huir también a usted con mi parloteo? ¿Merezco este silencio?

    Y, ya en otro orden de cosas, usted, loca, y todos los demás, ¿de qué les parece que puedo escribir mi post siguiente? He tomado algunos apuntes, he hecho algunos acercamientos (ahora estaba en ello y escribía sobre Hamm y sobre George Constanza -pero eso dista mucho de ser una novedad-)... me temo que mañana tendré que trabajar toda la tarde... y otras muchas cosas que no les cuento.

    Carlos

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  4. En respuesta a tu gentil respuesta y mi prolongado silencio, me concedo (ya lo ves) el tuteo para eliminar toda identificación entre mi interlocutor y Venecia. Bien claro está que no será por puentes que tus textos tienden, ni oscuros paseos que desorientan e inspiran, ni sonidos de ratas invisibles y repentinas iluminaciones en forma de iglesias y recovecos. Y sin embargo, para una peregrina del discurso con pies sucios como yo (suciedad que desconozco si proviene de mis genes o del suelo que han recorrido y recorren incluso en esta rosácea superficie), muchos de esos puentes penden en el vacío, están potterianamente ubicados tras sólidas columnas o simplemente se pierden eternos por brumas que no levantan mínimamente mi interés.

    Tampoco te habría pretendido asemejar a Canaletto: sus buenas piruetas hacen esos puentes, que no pretenden definirse a sí mismos, ni estructurarse a partir de una única mirada clara, nítida y aburrida.

    Las opciones se reducen. Los ojos de Canaletto habrían sido míos si hubiera podido Canaletizar tus endiablados posts; el aspirarme Canaletto y mitigar las ansias con un soberano fracaso me convertirían, indefectiblemente, en aquella soberbia mujerona apostada en el museo que todo lo mira y todo lo quiere contar como sus ojos lo entienden.

    Aun con riesgo de flexibilizar todavía más a Canaleño, he ahí mi sugerencia que no llega a petición. Se podrían comparar los dos modelos de rigidez en aquello que mentas (The Wire y Fringe): la estancada y constante percepción de la realidad de unos frente a la gratuita generación de mundos de otros. La narración del crudo barriobajismo como sólido sentido frente a la volatilidad del espectador; que te creías a este personaje: pues toma clon, y deja de aspirar a Calanetizar Venecia. Mira y bailotea a mi son.

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  6. Carlos Muñoz Somolinos10 de mayo de 2012, 19:30

    Ay, darling (caído el usted, que sea lo que Dios quiera), yo creo que mi oscuridad es culpa de los otros, y que yo siempre lo hago todo bien, y que mi único error (muy pequeño) son las elipsis, pero no las divagaciones. Yo creo que muchos de los que comentan en este blog, que se han creído que es una prolongación del 15-M, no hacen más referencias oscuras porque no las conocen.

    Tú eres otra cosa, vida mía. Y sabes pedir, y yo sabré darte a su tiempo. Tú pronto has advertido que la gratuidad que mientas con respecto a Fringe (y que yo estaría tentado de llamar "moral de las formas") es lo que a mí me desvela, me ilumina y me desencaja; y lo que yo quiero seguir viendo. Hablaré de ello (ya estoy hablando en mi cuadernito en sucesivas negligencias laborales), tal vez mañana, aunque quizá veas atenuadas mis referencias a The wire, de la que nada sé ni nada quiero saber (porque, ya dije, que no quiero jugar -ni que jueguen en mis narices- a eso tan d'autrefois que es la realidad).

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