miércoles, 22 de agosto de 2012

Brave (Pixar is over)


Carlos Pott


Ese pobre pelo... ¡cargando con Jennifer Aniston
allá donde lo invitan!
Brave, de técnica, aun con numerosas filigranas, balbuceante y primitiva, y de guion, aun con contadas alegrías, tosco, es otra película familiar que habremos de evitar que vean esos hijos que ya nunca tendremos. Nos recuerda también por qué algunos resistimos numantinamente en las ruinosas iglesias de nuestro viejo sexo: ¿cómo podría yo tornarme mujer y soportar al punto verme impelida a sostener un discurso sobre la feminidad a la que, con mayor o menor fortuna o convicción, me adhiriera? Por lo que llevo visto en las películas, no hay una forma de ser mujer que conserve afirmativamente los rasgos esenciales de lo femenino (que coincida en algo con Jennifer Aniston) sin estar asfixiada discursivamente (porque pronto descubre que la capacidad para sostener discursos es un atributo exclusivo de lo masculino). Y entonces, la pregunta peliaguda: ¿estaría dispuesta yo, por el bien de mis posiciones, a ser una mujer off Hollywood?


Britney dans le carrefour.


Desde luego, quien no parece muy inclinada es la princesa imbécil y grácilmente machorra que protagoniza Brave. La historia se centra en la relación conflictiva entre madre e hija y las grietas que aparecen en la postura de cada una cuando son sometidas a sucesivas pruebas (cambios de roles que afectan a la responsabilidad y el cuidado)… Pero, ¿a quién podría importarle lo que la película quiere decir por sobre lo que, sin querer, dice?





El origen del conflicto entre reina y princesa coincide con el comienzo de una pubertad tan ilustre que llama al casamiento perentorio de la moza con el primogénito de la familia más principal de alguno de los clanes amigos de la verde Escocia. Tras la peripecia epifánica con la madre, Merida habrá tomado una decisión que anunciará ante el contento de los presentes (dando pie a que se amen los sirvientes, algo que, según la lógica del teatro barroco, solo puede ocurrir cuando los señores gozan de reposo sentimental): la muchacha va a esperar un poco para casarse. Todo ello en nombre del amor, claro, que será el garante de la durabilidad futura de la unión. El gesto procura a un tiempo la felicidad personal de la princesa, el bien de los súbditos y la estabilidad de las relaciones políticas.



Dado que de todos era sabido que la princesa no iba a casarse entonces (así nos lo indicaba la astrosa planta de los pretendientes), solo queda preguntarse de qué manera podría haberse resuelto el asunto sin necesidad de confirmarnos que, también en lo moral, Brave es un remake desafortunado de Mulan y Pocahontas.


En orden de menor a mayor poder subversivo, les pongo aquí algunas opciones para sus guiones futuros:

a)    la protagonista podría haber declarado su homosexualidad;
     b)   la protagonista podría haber declarado alguna pasión zoófila;
c)    la protagonista podría haber declarado su pasión amorosa por algún miembro de la familia;
d)   la protagonista podría haber declarado la voluntad de romper los tabúes del incesto (y el incesto mismo) estableciendo una floreciente comunidad de amor inter-familiar;

     e)    la protagonista podría haber declarado su intención de usar el sexo exclusivamente en beneficio propio, excluyéndolo de los ciclos sentimentales y sus instituciones reguladoras;

     f)     la protagonista podría haber declarado su oposición a toda forma de sexualidad.



Como han advertido, desde a hasta d nos enfrentamos a opciones tradicionalmente criminalizadas. La criminalización, como se ve en a, es reversible (aunque nos tememos que a la pedofilia o al incesto les quedan algunos siglos de ostracismo). Por su parte, las opciones e y f esconden una tal fuerza a-normativa que solo han sido parcialmente asimiladas (aunque de forma necesaria, pues representan formas esenciales, por fronterizas, del comportamiento sexual) a través de la profesionalización, que puede ser más fácilmente controlada. Quizá a nadie se le escape que los nombres más comunes que se les ha dado a e y a f son los de prostituta y monja.





¿Cómo podría ponerse en primer plano de una película familiar (entiéndase formativa) un tal sujeto que, como sucede con la monja y la prostituta, ha decidido una apropiación completa de su sexualidad y que, por tanto, impide que su deseo sea absuelto merced a su socialización (su uso social)?


Una vieja película, en la que es probable que también ustedes piensen cada día, se daba cuenta como yo de que la prostituta y la monja, aun cuando degradaciones conceptuales, solo pueden tener cabida en experiencias cinematográficas extremas. No es difícil apreciar que el segundo número de The sound of music (Sonrisas y lágrimas, 1965), “Maria” y, más concretamente, su embriagador ritornello –“How do you solve a problem like Maria?”- es tanto la presentación de un conflicto exquisito como un comentario sobre el palimpsesto que yace bajo la película resultante: otra película que-no-puede-ser-pensada que ofrecía a la monja como modelo épico de consumo familiar. 


Reticentes...
El estado monjil es balbuceante (Maria todavía está decidiendo entre el amor mundano y el celestial), y si bien cuenta a lo largo del metraje con símbolos a-sexuantes de su lado (el pelo corto, la ominosa ausencia de estampados en sus tejidos campestres), es puesto en cuarentena por motivos inequívocamente erotizantes (la música, la infancia). Aquel tema musical introducía el cuestionamiento de un tabú de representación que se suspende a los 10 minutos de metraje para someter a Maria a una prueba de fuego que es puro reality: ¿podrá la aspirante a monja resistirse a los particulares modos de socialización y sexualización de la institución familiar?
...erotizados.

La tensión formal (el pelo que nunca crece como prueba de una virginidad que amenaza con ser indeleble, la irrupción de Eleanor Parker como baronesa híper-oxigenada) se hace, como recordarán, casi insoportable.


Ni prostituta ni monja, la protagonista de Brave es una niña-bien llamada a tomar una decisión que salve a los niños de la loca extravagancia mediante su ejemplo sacrificial y su asqueroso sentido de la responsabilidad. La incapacidad del cine familiar-formativo de hablar de sujetos que no ostenten poder, para mejor poner a prueba la toma de decisiones del individuo en aras del bien común (como Juanjo Puigcorbé en Felipe y Letizia) podría ser confundida por el español medio con una cierta filiación con el despotismo ilustrado, pero se trata de otra muestra de post-comunismo: una superación asimilativa que descubrió en el seno de la industria cinematográfica que el ascetismo cenizo de la iglesia protestante (al parecer demasiado ocupada para encargarse de la opresión de sus fieles, que delegó en ellos) y el miedo patológico del comunismo a todo excedente (a toda imaginación) podían ser una misma cosa y quedar contenidos en el cuerpo de una princesa Disney (condenada, en el mejor de los casos, a ver cómo el mundo florece a su alrededor, los animales son sorprendidos por festivas plasticidades, todo vibra y se transforma… y ella no).

4 comentarios:

  1. Carlos Muñoz Somolinos7 de septiembre de 2012, 10:12

    Vaya, parece ser que nadie más se decide a aclamar mi post. Estoy tentado de declararme en huelga de escritura hasta que no me salga a mí también una Hildy Johnson. Lo que todavía no entiendo es porque no me he decidido a comentarme yo mismo, aprovechando que internet, antes que al anonimato, abre el camino a la proliferación de personalidades. ¡Solo yo (convenientemente camuflado) podría estar a la altura de los parabienes que merezco!

    No sé, hoy estrenan la última película de Garci. Yo ya noto algo en el aire que llama a las metáforas del corazón. Les mantendré informados.

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  2. Me sumo a los parabienes con arrobo. Marta.

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  3. Carlos Muñoz Somolinos21 de septiembre de 2012, 12:22

    Querida amiga, yo que se lo agradezco, y le ruego al punto nos cuente algo más de usted. Le recuerdo que el puesto de musa del blog sigue vacante, así que esfuércese un poquito y, ¿quién sabe?

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