jueves, 20 de septiembre de 2012

Garci doing it again


Carlos Pott
Virgen Con Niño

Total, como ya nadie entra en el blog, pues me he marcado 14 minutos de vídeo. No quisiera parecerles que he desistido de la escritura, pero como explico casi al principio del metraje el asunto a) no podía no ser tratado y b) ha impuesto su tratamiento.



miércoles, 12 de septiembre de 2012

Pedro y los suyos


MGV
Carlos Pott


Seguimos en proceso de auto-conocimiento y, como prueba, este vídeo con el que quisiéramos comenzar el nuevo curso, a pesar de su flagrante falta de cortinilla y de nuestro pánico escénico, al que se unieron esta vez los rigores de un agosto tenaz e irreverente, que nos lanzaron al uso de estas camisetas monocromáticas que devienen pijamas ante sus ojos.

En él tratamos, ya, al personaje más principal y pintiparado de nuestros tiempos. 

miércoles, 22 de agosto de 2012

Brave (Pixar is over)


Carlos Pott


Ese pobre pelo... ¡cargando con Jennifer Aniston
allá donde lo invitan!
Brave, de técnica, aun con numerosas filigranas, balbuceante y primitiva, y de guion, aun con contadas alegrías, tosco, es otra película familiar que habremos de evitar que vean esos hijos que ya nunca tendremos. Nos recuerda también por qué algunos resistimos numantinamente en las ruinosas iglesias de nuestro viejo sexo: ¿cómo podría yo tornarme mujer y soportar al punto verme impelida a sostener un discurso sobre la feminidad a la que, con mayor o menor fortuna o convicción, me adhiriera? Por lo que llevo visto en las películas, no hay una forma de ser mujer que conserve afirmativamente los rasgos esenciales de lo femenino (que coincida en algo con Jennifer Aniston) sin estar asfixiada discursivamente (porque pronto descubre que la capacidad para sostener discursos es un atributo exclusivo de lo masculino). Y entonces, la pregunta peliaguda: ¿estaría dispuesta yo, por el bien de mis posiciones, a ser una mujer off Hollywood?


Britney dans le carrefour.


Desde luego, quien no parece muy inclinada es la princesa imbécil y grácilmente machorra que protagoniza Brave. La historia se centra en la relación conflictiva entre madre e hija y las grietas que aparecen en la postura de cada una cuando son sometidas a sucesivas pruebas (cambios de roles que afectan a la responsabilidad y el cuidado)… Pero, ¿a quién podría importarle lo que la película quiere decir por sobre lo que, sin querer, dice?





El origen del conflicto entre reina y princesa coincide con el comienzo de una pubertad tan ilustre que llama al casamiento perentorio de la moza con el primogénito de la familia más principal de alguno de los clanes amigos de la verde Escocia. Tras la peripecia epifánica con la madre, Merida habrá tomado una decisión que anunciará ante el contento de los presentes (dando pie a que se amen los sirvientes, algo que, según la lógica del teatro barroco, solo puede ocurrir cuando los señores gozan de reposo sentimental): la muchacha va a esperar un poco para casarse. Todo ello en nombre del amor, claro, que será el garante de la durabilidad futura de la unión. El gesto procura a un tiempo la felicidad personal de la princesa, el bien de los súbditos y la estabilidad de las relaciones políticas.



Dado que de todos era sabido que la princesa no iba a casarse entonces (así nos lo indicaba la astrosa planta de los pretendientes), solo queda preguntarse de qué manera podría haberse resuelto el asunto sin necesidad de confirmarnos que, también en lo moral, Brave es un remake desafortunado de Mulan y Pocahontas.


En orden de menor a mayor poder subversivo, les pongo aquí algunas opciones para sus guiones futuros:

a)    la protagonista podría haber declarado su homosexualidad;
     b)   la protagonista podría haber declarado alguna pasión zoófila;
c)    la protagonista podría haber declarado su pasión amorosa por algún miembro de la familia;
d)   la protagonista podría haber declarado la voluntad de romper los tabúes del incesto (y el incesto mismo) estableciendo una floreciente comunidad de amor inter-familiar;

     e)    la protagonista podría haber declarado su intención de usar el sexo exclusivamente en beneficio propio, excluyéndolo de los ciclos sentimentales y sus instituciones reguladoras;

     f)     la protagonista podría haber declarado su oposición a toda forma de sexualidad.



Como han advertido, desde a hasta d nos enfrentamos a opciones tradicionalmente criminalizadas. La criminalización, como se ve en a, es reversible (aunque nos tememos que a la pedofilia o al incesto les quedan algunos siglos de ostracismo). Por su parte, las opciones e y f esconden una tal fuerza a-normativa que solo han sido parcialmente asimiladas (aunque de forma necesaria, pues representan formas esenciales, por fronterizas, del comportamiento sexual) a través de la profesionalización, que puede ser más fácilmente controlada. Quizá a nadie se le escape que los nombres más comunes que se les ha dado a e y a f son los de prostituta y monja.





¿Cómo podría ponerse en primer plano de una película familiar (entiéndase formativa) un tal sujeto que, como sucede con la monja y la prostituta, ha decidido una apropiación completa de su sexualidad y que, por tanto, impide que su deseo sea absuelto merced a su socialización (su uso social)?


Una vieja película, en la que es probable que también ustedes piensen cada día, se daba cuenta como yo de que la prostituta y la monja, aun cuando degradaciones conceptuales, solo pueden tener cabida en experiencias cinematográficas extremas. No es difícil apreciar que el segundo número de The sound of music (Sonrisas y lágrimas, 1965), “Maria” y, más concretamente, su embriagador ritornello –“How do you solve a problem like Maria?”- es tanto la presentación de un conflicto exquisito como un comentario sobre el palimpsesto que yace bajo la película resultante: otra película que-no-puede-ser-pensada que ofrecía a la monja como modelo épico de consumo familiar. 


Reticentes...
El estado monjil es balbuceante (Maria todavía está decidiendo entre el amor mundano y el celestial), y si bien cuenta a lo largo del metraje con símbolos a-sexuantes de su lado (el pelo corto, la ominosa ausencia de estampados en sus tejidos campestres), es puesto en cuarentena por motivos inequívocamente erotizantes (la música, la infancia). Aquel tema musical introducía el cuestionamiento de un tabú de representación que se suspende a los 10 minutos de metraje para someter a Maria a una prueba de fuego que es puro reality: ¿podrá la aspirante a monja resistirse a los particulares modos de socialización y sexualización de la institución familiar?
...erotizados.

La tensión formal (el pelo que nunca crece como prueba de una virginidad que amenaza con ser indeleble, la irrupción de Eleanor Parker como baronesa híper-oxigenada) se hace, como recordarán, casi insoportable.


Ni prostituta ni monja, la protagonista de Brave es una niña-bien llamada a tomar una decisión que salve a los niños de la loca extravagancia mediante su ejemplo sacrificial y su asqueroso sentido de la responsabilidad. La incapacidad del cine familiar-formativo de hablar de sujetos que no ostenten poder, para mejor poner a prueba la toma de decisiones del individuo en aras del bien común (como Juanjo Puigcorbé en Felipe y Letizia) podría ser confundida por el español medio con una cierta filiación con el despotismo ilustrado, pero se trata de otra muestra de post-comunismo: una superación asimilativa que descubrió en el seno de la industria cinematográfica que el ascetismo cenizo de la iglesia protestante (al parecer demasiado ocupada para encargarse de la opresión de sus fieles, que delegó en ellos) y el miedo patológico del comunismo a todo excedente (a toda imaginación) podían ser una misma cosa y quedar contenidos en el cuerpo de una princesa Disney (condenada, en el mejor de los casos, a ver cómo el mundo florece a su alrededor, los animales son sorprendidos por festivas plasticidades, todo vibra y se transforma… y ella no).

miércoles, 15 de agosto de 2012

Zodiac y el caos


MGV

Yo no tengo ni idea de números, así que disculpen si toco de oídas, pero creo que será a través de ellos la mejor manera de empezar a hablar de Zodiac.
Supongamos que yo les propongo que continúen la siguiente serie: 2, 4, 6, 8…Como ustedes captan el modelo que subyace, pueden ampliar la serie indefinidamente, aun cuando  conozcan solo unos pocos números. Esto se lo leí yo a una señora que se llama Katherine Hayles en su libro La evolución del caos: «La información que tiene un modelo puede ser comprimida en formas más compactas». Según este razonamiento, mientras más aleatorio o caótico es un mensaje, más información contiene.

O no.
Zodiac es una película policiaca, género obsesionado con la búsqueda de la verdad, la lógica de la pista y la dosificación de la información. Zodiac, además, desde la primera escena, donde se recrea en los tópicos de los asesinatos a pobres diablos —coqueteando casi con las teen movies— promete jugar a ese juego.
Luego la cámara sigue de cerca el recorrido de una carta anónima hasta llegar a la redacción de un periódico. Jake Gyllenhaal (ay), Robert Downey Junior (ayay) y Mark Rufallo (ayayay) en la misma película ¿y quién es el protagonista? Todos ellos juegan a la carrera de relevos y, tras su exasperante metraje, el espectador solo puede acabar volviendo los ojos hacia el testigo que se pasan de uno a otro: la carta, es decir, las pistas, es decir, la información.
Siempre me pareció una cursilada decir que el verdadero
protagonista de una novela es la ciudad, o la casa, o una mesa,
  pero la carta tiene qué se yo, que solo lo tiene la carta.
La información prolifera a medida que avanza la película, constantemente aparecen nuevos detalles que clausuran, reabren y reorientan la investigación, esto es, la propia información acaba obturando la posibilidad de conocer. La estructura de Zodiac, a través desvíos y callejones sin salida, es una estructura ciega, cuyo sentido es inmolar el orden en virtud de un sentido ulterior. Quien quiera entender, tendrá que asumir primero la ausencia de descubrimiento.
No es país para viejos (también «La parte de los crímenes» de la novela 2.666) hacía cosas parecidas. Allí el que se presentaba con todos los honores (códigos) del héroe-investigador-solucionador era Woody Harrelson. Entra en la película mediado el metraje y es introducido, como todos los grandes, de espaldas.  Dos escenas más tarde estaba muerto. Era un señuelo, un falso protagonista introducido para corroborar que ningún héroe podría con el malo. El mal de aquella bestia bardémica era azarosa, solo una estructura medianamente azarosa podía dar cuenta de él y solo una tontuna azarosa, como un coche imprudente en un cruce, podían detenerlo.
Los héroes no matan por la espalda,
ni se presentan de frente.
No es país para viejos y Zodiac y 2.666 hablan de sus recelos con el orden y la causalidad. Las dos últimas, además, nos cuentan sus problemas con la verdad. En ellas, y de ahí la importancia de la series numéricas, la estructura cognitiva de la obra es la obra.
158 minutos de película que se marca el Fincher. Perfectamente podían haber sido 100 y aún así hay días en los que me levanto y solo le pido a Dios una versión extendida.

El "Vuelva usted mañana" de Larra, lo kafkiano de Kafka y la lógica
investigativa de Zodiac se dan la mano en esta prueba de Astérix.

jueves, 2 de agosto de 2012

The Wire


[TÉ Y SIMPATÍA]

MGV
Carlos Pott

Siguiendo la imprudente voluntad de compartirlo todo con ustedes, lectores, damos nuestros cuerpos, posturas e inflexiones a esta pequeña discusión que esperamos que genere preguntas innúmeras que han de pasar esta vez a colapsar los comentarios. 



Ahora sabemos: a) que se necesita más luz para estas cosas; b) que el gris en una camisa no luce en cámara (al menos no con esta luz); c) que no hay tantas cosas que decir de las cosas que uno no conoce como en principio se pudiera pensar.

martes, 24 de julio de 2012

La lucha de clases (en Louise-Michel y Mammuth)


Carlos Pott

Nadie puede saber qué es un obrero, pues no habiendo sido visto ninguno en la ópera ni en las carreras, no se puede saber a qué dedican el tiempo libre. Si pudiéramos llegar a escuchar a alguno (si yo no estuviera irremediablemente separado de ellos por una marea de tiempo y buen gusto) quizá nos arrastraran con sus identificaciones ciegas, que son las que les llevan a buscar su nombre no en la excedencia de su labor (desde donde bien pudieran llamarse ociosos), sino en la certeza de esta (que es la que decide, siendo justos, las transformaciones del cuerpo y los afectos). Pero es que no solo se denuncian obreros (¡miren en lo que me han convertido!), sino que algunos se solazan, celebran su condición y hacen de ella el principio de su ideología (siguiendo una fatal recomendación marxiana); en ocasiones, incluso, convocan bajo su alón maltrecho a tantos pequeño-burgueses que luchan incansablemente por olvidar cada noche en el lecho las penurias de la jornada.

Cayo Lara con pashmina.
Recientemente, un grupo de mineros recibió con indignación (y la indignación es el consuelo imbécil de quien no sabe odiar con humildad) la noticia del fin de su penosa tarea. La prensa escrita del país recopilaba sus opiniones, mistéricas, en las que cundía la identificación entre un estado psicológico necesariamente ilusorio (la dignidad) y la abrasiva realidad de su trabajo. Desfallecí con ademán victoriano; ante una tal aridez ideológica me arrebataron bruscos deseos de volver a casa. Ya estaba en ella: decidí no salir más, o al menos hasta que no dejaran de manifestarse los mastuerzos.

Yo, cual hombre sensato, aborrezco la idealidad conceptual y soy tenido por liberal porque creo que la libertad no se cifra en ningún principio de identidad, sino de negación: la libertad se da (para mí, pero también para Hobbes, que la inventó mientras defendía el más fiero absolutismo monárquico) en la posibilidad de exceder la ley. El obrero es idealista (¡qué si no!) cuando elige para nombrarse la fuerza de su costumbre en lugar de las seducciones de sus delirios (si es que todavía le visitan); lo es también en sus ideologías históricas (el comunismo, el anarco-sindicalismo…), en las que inventó una libertad bastarda (ya irreconocible) que habría de sostenerse en la sola fuerza afirmativa de la construcción social al identificarse con la ley que constituye a esta (una ley vigente pero no significante, que no necesitaría de una autoridad estatal que la pusiera en circulación). Lo que dice la izquierda clásica es que hay que hacer coincidir el deseo del pueblo con la ley, y así todo el mundo se pensará libre (y se dará una función ineludible a la educación socializadora); también los mineros dan muestra de esta retórica siniestra cuando se aparecen fantasmáticos en la capital, todavía vigorosa en su creciente tristeza, con su desoladora cantinela: “I really wanna be a coal miner”, y dan carta de naturaleza a su brutal condena. Retiremos a estos hombres la potestad sobre su destino.
Verismo y espectáculo: the perfect couple.

Pero, claro ¿qué es un obrero? Porque de ellos, a pesar de esta opereta reciente, poco queda. Un obrero hoy, más que por sus identificaciones, se caracteriza por asistir (por haber asistido) a la crisis de todas ellas: es un ser descacharrado, ajeno e inútil al cuerpo social (que no a sus desagües), que ha sido desahuciado de toda convicción, excluido del mundo (que no incluye a nadie) por su ignorancia funcional y la monstruosa estupidez de la vida mecánica. Así, al menos, en el ocaso de su sentido, lo ve la gloriosa pareja de cineastas Benoît Delépine y Gustave de Kervern en dos películas que son dos luminosas catedrales: Louise-Michel y Mammuth.

Las dos parten de la idea de que un obrero, y sobre todo en su forma más común: un obrero idiota, es alguien que ha vivido en suspenso amparado en la identificación con su labor, y que se enfrenta a una libertad por hacer cuando, por una u otra fortuna, le es dado el tiempo libre. Y solo el deseo, la más poderosa fuerza individualizante (y, por tanto, el primer enemigo de toda distopía comunitarista), podrá servirle de guía en su nueva tarea.

En Mammuth (2010), al protagonista le sorprende la jubilación, y en su peregrinación para recabar los documentos necesarios que atestigüen sus largos años de trabajo, se habrá de enfrentar, desde la soledad de una motocicleta y la rotundidad de su cuerpo inmenso, a la violenta irrupción de un deseo aletargado que llama a puntuales comunidades de amor, de las que uno sale tan solo y tan libre como cuando entró, si ha sabido inventar en ellas el origen, la guerra y el apocalipsis (las tres formas de todo mundo). Así es como Gérard Depardieu, que solo conocía la forzosa comunidad laboral, folla sin temor con su sobrina retrasada después de masturbar a su hermano o llora con ternura acompañando el desvelo de un desconocido que vive lejos de su hijo.

Louise-Michel (2008) tiene, por su parte, un reverso tenebroso. La protagonista es despedida de su trabajo cuando cierran su fábrica al ser comprada la empresa a la que pertenece. La decisión inmediatamente consensuada con sus compañeras es el asesinato del patrón, el comienzo de una escalada de crímenes que habrá de llegar al máximo responsable de la corporación empresarial. Pronto, el deseo criminal de Louise (llamado por un odio reluciente y puro) se une al loco impulso del mercenario que contrata, Michel, y con el que configura una sociedad asesina en la que se confunden el odio iluminador, el amor creciente y la alegría que va aparejada a una ocupación libremente elegida. Que finalmente Michel sea quien dé a luz a un niño (cuyo sexo, dice el cura, habrán de decidirlo los patrones), y Louise comience a lucir un discreto bigotito, no es sino una última desidentificación que hace más fácil (incluso posible) el triunfo del amor, que supone a un tiempo (y es que son estas a veces expresiones sinónimas) el abandono final de su condición obrera.

Decíamos que hay, sin embargo, algunas tinieblas en su historia. Para eludir toda responsabilidad penal, Michel convence a sujetos aun más desclasados que él y Louise (enfermos terminales, seres de los que ya la sociedad se niega a hacer uso) para que se inmolen. La película parece que acabará apuntalando una lúcida enseñanza: que toda actuación como sujeto de clase (toda actuación social) está condenada a repetir la dominación que se da estructuralmente entre las clases pero que, dada la incomunicación entre estas, tiende a transformarse en violencia efectiva solo entre iguales. O, como lo diría Fin de partida: que cuando todo sentido social se haya disipado pervivirá (entre cada par) la dialéctica amo-esclavo, que siempre estuvo vacía de contenido, pero habitada por hombres y mujeres desconcertados y vidas necias.

Pero Louise y Michel (ya entonces Louise-Michel) saben que la culpa es un concepto contrario a la libertad y al deseo que poco a poco están conquistado, y que solo serán capaces de disiparla encargándose personalmente de la masacre final. Tras ella, bailarán sin más referencias rítmicas que su embriaguez, inspirados por la conciencia de un tiempo del que ya saben cómo sacar provecho y que ahora podrán consagrar al amor (si hubieran conseguido ser un poco menos idiotas, quizá hubieran encontrado ocupaciones más refinadas que el amor y el odio, pero... ¿dónde buscarlas?).

sábado, 14 de julio de 2012

A la mierda el esfuerzo


MGV

El otro día, mientras paseaba por un muelle, me puse a imitar los andares de Michael Corleone en su paseo con Kay a lo largo de una calle arbolada. Michael ha regresado de Italia y, sin avisar, acude a buscarla al trabajo. Durante el camino, él revela haber aceptado formar parte de su familia, pero habla como si no lo hubiera hecho o, más bien, como si no supiera lo que hace. Kay no soporta los eufemismos ni su fingida ignorancia y le confronta la realidad. Michael abandona los rodeos para esgrimir su argumento final: la verdadera ignorancia estaría en pensar que el mundo es peor que su familia.
Pero no quiero desviarme. Lo que me interesa no son los requiebros éticos de la conversación, ni el sinuoso renacer de la historia amorosa sino, precisamente, los andares de Michael. Puedo ponerme paralelista y decir que las medias circunferencias que describen sus piernas son reflejo de las medias palabras con las que pretende deslizar su entrada en el lado oscuro, pudo afirmar también que la variación que suena del vals de Nino Rota abre con unos bucles melancólicos y arrastrados que se enredan en el discurso hipócrita del personaje, pero estaría traicionando lo único de lo que sigo queriendo hablar y que es, sin duda, lo que más me gusta del la trilogía: la manera en la que Al Pacino mueve sus piernas en esta escena, menos interesado en avanzar que mecerse (Vean a partir de 0:40 y recuerden, si gustan, el desenlace de Un profeta).


Entonces fui débil y pensé que el Coppola que habría especificado la distancia a la que el coche debía seguirlos, el mismo Coppola que decidió que el carácter naif de la conversación se encarnaran un extra con cuerpo de niño en bicicleta y su perro, ese mismo Coppola, habría recorrido él mismo minutos antes por ese camino, enseñándole a Pacino exactamente con qué ángulo y qué velocidad debía zarandear sus piernas, y luego habría ordenado repetir la toma hasta la extenuación del actor para conseguir el efecto deseado, como si en el arte existiera una necesaria correlación entre esfuerzo y hallazgo.
Ande yo caliente, ríase la gente.
Nos encanta, como espectadores o lectores, afirmar aquello de que precisamente lo más sencillo, exige un trabajo colosal. Sentenciamos que los diálogos más naturales de una novela, aquellos con una impresión de oralidad más notable, que parecen calcados de la calle, exigieron en realidad horas y horas de notas, apuntes y pulimientos hasta parecer reales. Y supongo que, en ocasiones fue así y, en otras tantas, no. Hubo una vez un escritor orfebre encerrado en su cuarto, encajando y tachando palabras durante meses, pero también hubo un señor que salió a la calle y plantó una grabadora en una mesa de café o, sencillamente, un señor con facilidad para ponerse a encadenar frases sin pensar y que sonaran bien. Este señor, este último, es la madre de todas nuestras pesadillas porque amenaza con hacernos sentir ridículos. ¿Y si una obra maestra apenas exigió esfuerzo, no nos estará tomando el pelo? La velocidad y el tocino, again.
Pero ojo, Mariscal, que una cosa es
una cosa y otra es aliviarse siempre
con cuatro garabatos. 
Duchamp, con su invento del ready-made, aquellos cacharritos que montaba sin ton ni son y que querían ser aestéticos (brillante intento, feliz fracaso), redujeron a cenizas el valor del esfuerzo y la orientación de la voluntad autoral, desestabilizando nuestro esquema de valores, pero hemos conseguido olvidarlos.
Explican los críticos, cuando hablan del cine de José Luis Guerín, que aunque parezca el hombre se ha dejado la cámara encendida en cualquier calle y nos esté cascando por la cara un plano fijo de gente paseando durante dos minutos, en realidad son composiciones cuidadísimas, en las que el director decide qué extra tiene qué pasar por dónde, si en bicicleta o a pie y cada cuánto habrá un donnadie entrando o saliendo de escena. Si ellos lo dicen, será así. Lo que me preocupa es que necesitemos reafirmarnos en que hay un trabajo laborioso detrás, para no sentirnos estafados. Si Guerín pone una cámara a grabar e, improvisando, pone allí a desfilar a un puñado de mindundis y la película le queda maja, chapó.
Y si a Rosales le da por hacer una película con actores no profesionales y sin repetir ni una sola escena, habrá que preocuparse por el resultado, pero no por si Rosales, lo que quiere en realidad es ahorrarse el dinero o escatimarnos esfuerzos.

Rosales hubiera hecho el mundo en un día. Y le sobraban seis.
Eso sí, sería un mundo sin diálogos.

Ningún artista nos debe el sudor de su frente y estará bien que lo emplee solo en la medida en que lo necesita para hacer algo decente. Aflojemos las envidias: los artistas y los funcionarios, cuanto menos trabajen, como todo el mundo, pues mejor para ellos. Por mi parte, estupendo si Pacino improvisó aquel balanceíto tan mono, o si ni siquiera fue consciente de lo que hacía y, desde luego, bravo por los que puedan parir una obra maestra de buenas a primeras, sin haber leído demasiado, en media hora, sin despeinarse y mientras consultaban compulsivamente el estado de su maltrecha economía por internet.