martes, 19 de junio de 2012

Un romain portugais


Carlos Pott

(Perdonen esta vez el contenido. No esperen de mí aquí la frescura y ligereza acostumbradas).


Madame tel quel.
Con frecuencia acudo a mi vulgar edición de La princesse de Clèves, de Madame de Lafayette, por comprobar si su frase final era cierta. Y allí sigue, tan obtusa en su insultante transparencia:

Elle passait une partie de l’année dans cette maison religieuse et l’autre chez elle; mais dans une retraite et dans les occupations plus saintes que celles des couvents les plus austères; et sa vie, qui fut assez courte, laissa des exemples de vertu inimitables.

¡Ejemplos de virtud inimitables!, ¿pueden creerlo ustedes? Pues sepan que lejos de quedar la tal novela dispareja, la gloriosa Princesa de Clèves tendría, pasados dos siglos, un remake inconfeso en Middlemarch, de George Eliot, quizá, y junto a La educación sentimental, la novela más perfecta del siglo XIX. El novelón de la Eliot termina, a su vez, con un recordatorio para el bronce: que las cosas, nos dice, podrían habernos ido mucho peor a usted y a mí si no hubiera sido por todos aquellos que vivieron fielmente una vida oculta y hoy descansan en tumbas que nadie visita. ¿Notaron el alto vuelo de la expresión (la high sentence o, si se me permite, el “fraseo elevado”) de las dos últimas líneas? No se extrañen, no hago en ellas mucho más que parafrasear a Eliot: “who lived faithfully a hidden life”, escribiera.
Una madame de ocasión.

Supongo que si alguno de mis viejos lectores viera películas de Manoel de Oliveira habría recordado en cascada estas referencias cuando una aristócrata portuguesa y fea, Camila, le dice en O princípio da incerteza a su inmemorial criada que “las personas que no tienen personalidad múltiple son las llamadas figuras heroicas”. La frase se acerca a ser digna de Flaubert, o al menos llega a emular la electricidad de un sentido del humor clandestino que tiene por fundamento la irredenta acedía. Una vez desbrozado el mundo de las personalidad múltiples, aquello que queda es el grupo de los héroes: la heroicidad es un signo unívoco.

¡Portugaaal!
La escena transcurre en un cementerio, lugar incapacitado para la neutralidad. Y no puedo recordar muy bien, aun cuando apenas acabo de verla, a santo de qué viene esa disquisición de la protagonista: sí recuerdo, y me siento como recién despertado de un delirio, las líneas generales de la historia que se marca Oliveira, tomadas de una novela que, como imaginan, no he leído. Se trata de la historia de Camila, malcasada con el apuesto Antonio. Antonio, avieso, pasa el tiempo cortejando al mismo demonio encarnado en la temible Vanessa, alcahueta y usurera, que amenaza a Camila con arrebatarle marido y posición social cobrándole las ingentes deudas de juego que dejara pendientes su padre tras su muerte, y que amenazan a su vez con contaminar a Camila mediante vínculos de consanguineidad con cuya legitimidad se especula toda la película.

Creo que el que no haya visto una película de Manoel de Oliveira no puede llegar a imaginar lo que allí se cuece. Valgan algunos apuntes: la película comienza con la llegada de una experimentada niñera a la casa de la poderosa familia para encargarse de Camila, que acaba de nacer; al entrar en la salita, y ver el amoroso cuadro que conforman madre e hija, el personaje recordará la humilde imagen de la virgen con niño que tenía en su habitación-as-a-poor-portuguese-woman: “¡Dios mío, parece la estampa de nuestra señora!”, exclama sin decoro ante la indiferencia de los presentes. Mucho después, la scelerata Vanessa nos dirá en un aparte burlón durante una conversación con una Camila en éxtasis de mojigatería: “Se diría que conoció a la virgen María”.  

Aun con todo lo que flirtea el director con la picantona Vanessa, la película tiene por empeño reflejar la santidad de Camila frente a la opinión torturada que esta tiene de sí (ella habla con espanto de los "lugares santos" de Vanessa -se refiere a los prostíbulos y casas de juego-, pero es incapaz de reconocer los propios porque, como santa que es, ha sido expulsada de ellos): su opinión grisácea sobre la heroicidad tiene por fin excluirse de la nómina de los líderes espirituales al considerar esquizofrénica su bondad, pues no nace, dice, de la pureza del pensamiento, sino de la disciplina adquirida (“no soy buena: no hago nada malo a nadie por disciplina.”).

Detrás de todo hombre santo...
Por supuesto, y con Eliot y Dorothea Brooke, Oliveira cree que la santidad se cifra en la fidelidad disciplinaria que ha de mantenerse respecto de una vida cualquiera que, eso sí, ha de experimentar alguna forma de apartamiento respecto de la comunidad; y cree también que solo será el descubrimiento de las señales de Dios o el diablo lo que podrá determinar, sobre un cuerpo ya sin vida, si aquella reclusión fue en verdad santa. La santidad es una forma de simplificación, en la que el cuerpo que es tránsito de conocimiento se contamina y transforma según avanza en su entendimiento de Dios o, dicho de otra forma, según lo unifica. El santo parodia con la vida y el cuerpo el ser de Dios: la unidad. Por eso solo la ascesis, el abandono de sí, pero también la intensión de sí (el reconcentramiento, la íntima inclinación: y es que el narcisismo y la sexualidad son caminos hacia lo santo) conducen hacia allí, aunque de manera nunca infalible, siempre ciega.

No importa en suma lo que Camila piense y diga mientras la representación nos la ofrezca monolítica y tenazmente mohína. Como mucho podemos estar seguros de su resistencia y entereza frente al mal, que Oliveira llega a subrayar con un gesto de una ridiculez que solo imagino que pueda permitirse un director de su talante garboso: Camila nunca mira a Vanessa cuando hablan. Pero también solo él, entre tan pocos, podría hacer de las escenas en que actúa Camila signos tan pregnantes: solo el quietismo avasallador de su puesta en escena puede convocar así la inmutabilidad del signo.


Alguna miradita de reojo sí que le echa.

Este no es un tema menor; es, de hecho, el tema al que me dirijo: el poder, la esclavitud del pecado, la depravación y el nudo bien son colocados en el centro de O princípio da incerteza merced al diálogo o la voz narrativa (presente en los artificiosos insertos heredados del cine mudo que, como venidos de un afuera, aprovechan para apuntalar la imagen con la irrupción de una voz en posesión de un poderoso -no omnisciente pero sí abrasador- conocimiento de lo que ocurre en pantalla): tocan a la película, se aparecen, rehúyen la diluyente representación, no participan de ningún movimiento dramático.

A third and bigger madame.
Oliveira sabe que el cine sirve de prótesis a la literatura en su inmemorial incapacidad para delimitar el signo: su uso invasivo de la palabra parecería reducir sus imágenes a la nada, pero les asigna una labor que cualquier movimiento de cámara podría poner en solfa. Se trata de su reconversión en santuarios, en los espacios de salvación de los viejos acontecimientos literarios (amor, olvido, soledad, muerte) que la literatura se limita a representar y nunca todavía nos ha mostrado. Como yo les quería hacer notar, Lafayette misma dedicaba su novela a poner en extensión las íntimas torturas devocionales de su protagonista y dejaba la indicación de la virtud moral para un gesto tan pobre como esa, por otro lado, chorreante frase final; si ustedes, como yo y Madame, creen en la inspiración divina del bien, sabrán que no hay manera de departir sobre él, y que no queda más que asentirlo mientras se le busca un nombre. No les retengo más el dato: el mismo Manoel de Oliveira adaptó La princesa de Clèves en A carta/La lettre (1999).


Aimer.
Y estremece, a fe, la radical pobreza de recursos visuales en los principales movimientos narrativo-espirituales tomados de la novela: la decisión final de reclusión monástica, el amor por un hombre de ridícula compostura que un día arrebata a la de Clèves, la muerte de la madre en la que le previene contra este amor y le recuerda la necesidad de preservar la virtud en el matrimonio… No se trata, ya decía, de adaptar, sino de rescatar la nitidez de la significación moral de algunos eventos literarios a los que las condiciones estructurales de la novela amansan y desactivan. Por eso sus éntasis narrativos son tan dispares respecto a esas imágenes esquivas y esas significaciones ambiguas del drama cinematográfico: ni el amor ni la muerte tienen para Oliveira causas físicas, ni puede decirse que tengan su origen en el interior -ya biológico, ya espiritual- de los personajes (pues sus almas son las posturas en que se colocan, y su interior está sustraído a nuestra mirada), sino que son eventos que vienen a encontrarse con sus cuerpos y los ponen en circunstancia de significar. Son instantes sostenidos de posesión y transformación, acontecimientos a-psicológicos: significatividades religiosas.

No existe un tal objeto como una novela religiosa. No son los temas los que configuran la religiosidad de una narración, sino la disposición de los signos y una determinada manera de darse el sentido. No hay signos religiosos en la literatura porque ella no detenta ningún poder mostrativo; la novela no puede decir, porque la suspensión de la temporalidad del lenguaje en la escritura inhabilita la deixis (yo no puedo escribir “estoy escribiendo” sin estar mintiendo ahora). La fuerza de la imagen es la misma que la del nombre en el lenguaje hablado: el poder del cine y la pintura es nominativo. “He aquí” (et lux fuitecce homo) es la primera frase de toda religión y la que habrá de acompañar a cualquier visita mesiánica que ustedes aguarden del tiempo futuro, pero es un modo de representación que la literatura no alcanza. Por el contrario, la pintura llegó a somatizar la estructura indicativa de la revelación y, ya en el barroco, se llenó de dedos que apuntan, señalan y que le elevarán a usted, si es que es amante piadoso.




La irrupción salvífica del verbo viene a detener definitivamente otras fútiles cadenas de significación que no atienden a la estricta continuidad de las imágenes rocosas. Oliveira nos da los signos con inédita alegría. “Esto es amor”, dice aquel personaje o esta voz en off, “aquí llega el bien”, “el mal es malo”, pudiera decírsenos incluso. La representación de la intimidad, que siempre es un vacío (miren al personaje, seguro que algo le recorre las mientes) o una falsedad (las imposturas imitativas del monólogo interior), queda como el oficio de los cobardes, pues ¿qué nos dice la representación?: este llanto, estos sacrificios, este tono ocre que anuncia el otoño... ¡son amor! –o tienen al amor por causa o consecuencia-; o, aun peor, la interpretación de este personaje (sus inflexiones tonales, sus gestos anómalos) denota el bien (y ustedes tan contentos) o el mal (y ustedes lo mismo)… ¡Especulación y sofismo!

Vayan ya ustedes solos...
El verbo, experimentado por algunos espectadores de cine como una intromisión, es un modo insustituible de darse la verdad en la imagen, pues opera como clausura (piensen en cómo Bresson glosa el significado de los gestos de esperanza o desilusión de su curé de campagne: “Quedé tan desilusionado que tuve que apoyarme contra el quicio”, dice la voz narrativa mientras el protagonista se apoya contra el quicio... thanks, Susan) de los procesos psicológicos, de la arbitrariedad de las conexiones sentimentales, de la respuesta emocional (la disolución del acontecimiento) al acontecimiento, y abre la puerta a que estos personajes petrificados y sin ventanas (los de Bresson, los de Oliveira, los de Wes Anderson) se suman con fidelidad en su vida oculta para devenir, cual revelaciones, signos unívocos, ¡que no descifrables! y, eso solo el tiempo lo dirá, acaso también santos.


La esperanza.

4 comentarios:

  1. !!!Madre del amor hermoso!!!

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  2. Carlos Muñoz Somolinos22 de junio de 2012, 14:31

    Tiene usted toda la razón, anónimo lector, y le agradezco que deje usted a las claras su sentir más hondo con esos salerosos signos de exclamación.

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  3. Mucho dudo, mi querido exégeta, de vuestra aparentemente inéquivoca interpretación de mi exclamación, que, como sabeis, tantas lecturas comprende.
    Y como el lenguaje del equívoco nunca me acompañó,y muy cómoda no me siento ante el temor de la lectura errónea, decido en este momento autoaclarar lo que tan sintéticamente quise transmitir con esa expresión tan ambivalente. y, precisamente de eso querría tratar con ambos autores de este blog, con pundonor y con recato, con orgullo y con prejuicio, o con Mortadelo y Filemón, porque aquí, parece que todo cabe. Pues bien,Sres. creadores o creativos, tiempo ha que vengo pensando en lo de "transmitir", como objetivo del uso de cualquier red social, en las que confieso no ser nada experta, pero que intuyo que incluyen esa finalidad expansiva y comunicativa como parte de sus esencias. Y hete aquí,que tropiezo de modo accidental, como ambos sabeis,( que no por mi afán de conocimiento) con este proyecto (o asunto, que por genérico sirve de mas ajustada denominación, dado que los proyectos se acompañan de objetivos, y un asunto denomina mejor aquéllo que no conduce a ninguna parte).
    Y desde mis capacidades de observación( limitadas, sin duda, pero todavía lúcidas), contemplo ésta, vuestra experiencia, como un juego de pedantería autocomplaciente, que, partiendo de una premisa endogámica, permite el acceso falsamente democrático a terceros, con lo cual, de puta madre, para seguir jugando a los "divinos". Ahora bien, hay algo que he de reconocer,( regla sagrada del liberalismo bastardo) quien no quiera, puede permitirse el derecho a ignoraros .Pero yo, todavía aspiro a entender, lo que, quizás, no soy capaz de comprender. ¿ Hay algo que se me escapa?
    Espero modestamente, después de este esfuerzo,una respuesta común, o individualizada, si mejor os parece, por si algo no fuí capaz de ver, y , si no es mucho pedir, añadiría que en el supuesto de que vuestro asíduo seguidor Nacho, me lea, opinara al respecto, puesto que comparte conmigo la condición "ad extra" y el conocimiento, muy superior al mío, "ad intra" de vuestras mercedes.
    Huelga deciros que profundizaré con el máximo respeto en vuestra ansiada respuesta.

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  4. Carlos Muñoz Somolinos23 de junio de 2012, 12:36

    Gracias por conceder, aun cuando ya muy avanzado su comentario, ese "¿Hay algo que se me escapa?", que tanto contradice el tono general del mismo. Sí, sí, hay muchas cosas que se le escapan, parece ser, y parece ser también que es por todas ellas por las que nos acusa de "pedantería autocomplaciente", que es un sintagma sencillamente ridículo y de una ominosa cortedad de miras: esta es la única manera que tengo de pensar y de escribir, y estas son las luces que me guían. Lamento si vive usted más huérfana que yo de referencias, lecturas o latinajos, por no por ello voy yo a renunciar a las mías.

    Curioso que hable usted, precisamente en los comentarios a este post, de que jugamos "a los divinos"... ¡y tanto! El único que no juega a ser "divino", porque lo es lui-même es Dios. Lo demás estamos condenados a imitarle y hacer el ridículo entretanto.

    Si lo que le ha soliviantado ha sido el contenido de este post en concreto, quizá pueda ayudarla, esquematizando las líneas argumentales del mismo:

    1. la revelación es el primer acontecimiento de la religión;
    2. la revelación, un acontecimiento por fuera del lenguaje, solo puede pasar al lenguaje a través de la mostración, la indicación o la deixis (el nombre);
    3. la literatura es, paradójicamente, un arte incapaz de nombrar o decir, porque en la literatura se suspende la temporalidad del lenguaje hablado (que es lo que habilita la deixis, el hic et nunc) y, por eso, solo puede acceder a la religión a través de sus temas (mala cosa);
    4. la imagen (que también tiene una relación constitutiva con el tiempo) sí tiene capacidad de decir o indicar, empeño que está en el centro de la pintura clásica;
    5. el cine, por su parte, que podría ser como aquella, está contaminado de lenguaje: el conflicto dramático o psicológico es buena prueba (nunca es indicativo, siempre especulativo);
    6. hay directores que no se han resignado a estas formas viciadas de representación cinematográfica y han configurado un cine de carácter religioso: Manoel de Oliveira en algunas de sus películas;
    7. esa religiosidad se vale, en su caso, de preservar la significación nítida de la imagen tiranizándola mediante un uso del verbo omnipresente (también en la pintura el sistema de referencias bíblico es el lenguaje exterior que ayuda a delimitar el sentido de la imagen);
    8. esa religiosidad, garantizada por la parálisis de ciertos órdenes del sentido, ayuda a la aparición del personaje santo (aunque la santidad es un secreto a futuro), porque la espiritualidad y la pureza solo pueden ser indicadas, nunca representadas.

    Por supuesto, creo que lo que tiene más valor son los puntos de fricción y debilidad de estos argumentos, que solo pueden estar en el texto mismo, y no en este ridículo esqueleto que nunca fue guía; y que todo esto así es mucho más feo todavía.

    Lo que yo le quiero decir, y rogaría que esto sí se entendiera, es que el hecho de que usted se sienta desorientada no la legitima del todo (aunque, por supuesto, comente usted lo que sea, que aquí estaremos para contestarle agradecidos) para acusarnos de tener una voluntad esquinada que nos lleva escribir con otro fin que no sea compartir nuestras inquietudes. Yo le aseguro que no es hasta sus quejas que yo intuyo que algo ha salido mal, y no es plato de buen gusto que, en ellas, en lugar de la crítica amable y constructiva, se practique el resentimiento.

    Yo escribo para el pueblo, y quizá el pueblo a veces ande algo despistado.

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