miércoles, 15 de agosto de 2012

Zodiac y el caos


MGV

Yo no tengo ni idea de números, así que disculpen si toco de oídas, pero creo que será a través de ellos la mejor manera de empezar a hablar de Zodiac.
Supongamos que yo les propongo que continúen la siguiente serie: 2, 4, 6, 8…Como ustedes captan el modelo que subyace, pueden ampliar la serie indefinidamente, aun cuando  conozcan solo unos pocos números. Esto se lo leí yo a una señora que se llama Katherine Hayles en su libro La evolución del caos: «La información que tiene un modelo puede ser comprimida en formas más compactas». Según este razonamiento, mientras más aleatorio o caótico es un mensaje, más información contiene.

O no.
Zodiac es una película policiaca, género obsesionado con la búsqueda de la verdad, la lógica de la pista y la dosificación de la información. Zodiac, además, desde la primera escena, donde se recrea en los tópicos de los asesinatos a pobres diablos —coqueteando casi con las teen movies— promete jugar a ese juego.
Luego la cámara sigue de cerca el recorrido de una carta anónima hasta llegar a la redacción de un periódico. Jake Gyllenhaal (ay), Robert Downey Junior (ayay) y Mark Rufallo (ayayay) en la misma película ¿y quién es el protagonista? Todos ellos juegan a la carrera de relevos y, tras su exasperante metraje, el espectador solo puede acabar volviendo los ojos hacia el testigo que se pasan de uno a otro: la carta, es decir, las pistas, es decir, la información.
Siempre me pareció una cursilada decir que el verdadero
protagonista de una novela es la ciudad, o la casa, o una mesa,
  pero la carta tiene qué se yo, que solo lo tiene la carta.
La información prolifera a medida que avanza la película, constantemente aparecen nuevos detalles que clausuran, reabren y reorientan la investigación, esto es, la propia información acaba obturando la posibilidad de conocer. La estructura de Zodiac, a través desvíos y callejones sin salida, es una estructura ciega, cuyo sentido es inmolar el orden en virtud de un sentido ulterior. Quien quiera entender, tendrá que asumir primero la ausencia de descubrimiento.
No es país para viejos (también «La parte de los crímenes» de la novela 2.666) hacía cosas parecidas. Allí el que se presentaba con todos los honores (códigos) del héroe-investigador-solucionador era Woody Harrelson. Entra en la película mediado el metraje y es introducido, como todos los grandes, de espaldas.  Dos escenas más tarde estaba muerto. Era un señuelo, un falso protagonista introducido para corroborar que ningún héroe podría con el malo. El mal de aquella bestia bardémica era azarosa, solo una estructura medianamente azarosa podía dar cuenta de él y solo una tontuna azarosa, como un coche imprudente en un cruce, podían detenerlo.
Los héroes no matan por la espalda,
ni se presentan de frente.
No es país para viejos y Zodiac y 2.666 hablan de sus recelos con el orden y la causalidad. Las dos últimas, además, nos cuentan sus problemas con la verdad. En ellas, y de ahí la importancia de la series numéricas, la estructura cognitiva de la obra es la obra.
158 minutos de película que se marca el Fincher. Perfectamente podían haber sido 100 y aún así hay días en los que me levanto y solo le pido a Dios una versión extendida.

El "Vuelva usted mañana" de Larra, lo kafkiano de Kafka y la lógica
investigativa de Zodiac se dan la mano en esta prueba de Astérix.

jueves, 2 de agosto de 2012

The Wire


[TÉ Y SIMPATÍA]

MGV
Carlos Pott

Siguiendo la imprudente voluntad de compartirlo todo con ustedes, lectores, damos nuestros cuerpos, posturas e inflexiones a esta pequeña discusión que esperamos que genere preguntas innúmeras que han de pasar esta vez a colapsar los comentarios. 



Ahora sabemos: a) que se necesita más luz para estas cosas; b) que el gris en una camisa no luce en cámara (al menos no con esta luz); c) que no hay tantas cosas que decir de las cosas que uno no conoce como en principio se pudiera pensar.

martes, 24 de julio de 2012

La lucha de clases (en Louise-Michel y Mammuth)


Carlos Pott

Nadie puede saber qué es un obrero, pues no habiendo sido visto ninguno en la ópera ni en las carreras, no se puede saber a qué dedican el tiempo libre. Si pudiéramos llegar a escuchar a alguno (si yo no estuviera irremediablemente separado de ellos por una marea de tiempo y buen gusto) quizá nos arrastraran con sus identificaciones ciegas, que son las que les llevan a buscar su nombre no en la excedencia de su labor (desde donde bien pudieran llamarse ociosos), sino en la certeza de esta (que es la que decide, siendo justos, las transformaciones del cuerpo y los afectos). Pero es que no solo se denuncian obreros (¡miren en lo que me han convertido!), sino que algunos se solazan, celebran su condición y hacen de ella el principio de su ideología (siguiendo una fatal recomendación marxiana); en ocasiones, incluso, convocan bajo su alón maltrecho a tantos pequeño-burgueses que luchan incansablemente por olvidar cada noche en el lecho las penurias de la jornada.

Cayo Lara con pashmina.
Recientemente, un grupo de mineros recibió con indignación (y la indignación es el consuelo imbécil de quien no sabe odiar con humildad) la noticia del fin de su penosa tarea. La prensa escrita del país recopilaba sus opiniones, mistéricas, en las que cundía la identificación entre un estado psicológico necesariamente ilusorio (la dignidad) y la abrasiva realidad de su trabajo. Desfallecí con ademán victoriano; ante una tal aridez ideológica me arrebataron bruscos deseos de volver a casa. Ya estaba en ella: decidí no salir más, o al menos hasta que no dejaran de manifestarse los mastuerzos.

Yo, cual hombre sensato, aborrezco la idealidad conceptual y soy tenido por liberal porque creo que la libertad no se cifra en ningún principio de identidad, sino de negación: la libertad se da (para mí, pero también para Hobbes, que la inventó mientras defendía el más fiero absolutismo monárquico) en la posibilidad de exceder la ley. El obrero es idealista (¡qué si no!) cuando elige para nombrarse la fuerza de su costumbre en lugar de las seducciones de sus delirios (si es que todavía le visitan); lo es también en sus ideologías históricas (el comunismo, el anarco-sindicalismo…), en las que inventó una libertad bastarda (ya irreconocible) que habría de sostenerse en la sola fuerza afirmativa de la construcción social al identificarse con la ley que constituye a esta (una ley vigente pero no significante, que no necesitaría de una autoridad estatal que la pusiera en circulación). Lo que dice la izquierda clásica es que hay que hacer coincidir el deseo del pueblo con la ley, y así todo el mundo se pensará libre (y se dará una función ineludible a la educación socializadora); también los mineros dan muestra de esta retórica siniestra cuando se aparecen fantasmáticos en la capital, todavía vigorosa en su creciente tristeza, con su desoladora cantinela: “I really wanna be a coal miner”, y dan carta de naturaleza a su brutal condena. Retiremos a estos hombres la potestad sobre su destino.
Verismo y espectáculo: the perfect couple.

Pero, claro ¿qué es un obrero? Porque de ellos, a pesar de esta opereta reciente, poco queda. Un obrero hoy, más que por sus identificaciones, se caracteriza por asistir (por haber asistido) a la crisis de todas ellas: es un ser descacharrado, ajeno e inútil al cuerpo social (que no a sus desagües), que ha sido desahuciado de toda convicción, excluido del mundo (que no incluye a nadie) por su ignorancia funcional y la monstruosa estupidez de la vida mecánica. Así, al menos, en el ocaso de su sentido, lo ve la gloriosa pareja de cineastas Benoît Delépine y Gustave de Kervern en dos películas que son dos luminosas catedrales: Louise-Michel y Mammuth.

Las dos parten de la idea de que un obrero, y sobre todo en su forma más común: un obrero idiota, es alguien que ha vivido en suspenso amparado en la identificación con su labor, y que se enfrenta a una libertad por hacer cuando, por una u otra fortuna, le es dado el tiempo libre. Y solo el deseo, la más poderosa fuerza individualizante (y, por tanto, el primer enemigo de toda distopía comunitarista), podrá servirle de guía en su nueva tarea.

En Mammuth (2010), al protagonista le sorprende la jubilación, y en su peregrinación para recabar los documentos necesarios que atestigüen sus largos años de trabajo, se habrá de enfrentar, desde la soledad de una motocicleta y la rotundidad de su cuerpo inmenso, a la violenta irrupción de un deseo aletargado que llama a puntuales comunidades de amor, de las que uno sale tan solo y tan libre como cuando entró, si ha sabido inventar en ellas el origen, la guerra y el apocalipsis (las tres formas de todo mundo). Así es como Gérard Depardieu, que solo conocía la forzosa comunidad laboral, folla sin temor con su sobrina retrasada después de masturbar a su hermano o llora con ternura acompañando el desvelo de un desconocido que vive lejos de su hijo.

Louise-Michel (2008) tiene, por su parte, un reverso tenebroso. La protagonista es despedida de su trabajo cuando cierran su fábrica al ser comprada la empresa a la que pertenece. La decisión inmediatamente consensuada con sus compañeras es el asesinato del patrón, el comienzo de una escalada de crímenes que habrá de llegar al máximo responsable de la corporación empresarial. Pronto, el deseo criminal de Louise (llamado por un odio reluciente y puro) se une al loco impulso del mercenario que contrata, Michel, y con el que configura una sociedad asesina en la que se confunden el odio iluminador, el amor creciente y la alegría que va aparejada a una ocupación libremente elegida. Que finalmente Michel sea quien dé a luz a un niño (cuyo sexo, dice el cura, habrán de decidirlo los patrones), y Louise comience a lucir un discreto bigotito, no es sino una última desidentificación que hace más fácil (incluso posible) el triunfo del amor, que supone a un tiempo (y es que son estas a veces expresiones sinónimas) el abandono final de su condición obrera.

Decíamos que hay, sin embargo, algunas tinieblas en su historia. Para eludir toda responsabilidad penal, Michel convence a sujetos aun más desclasados que él y Louise (enfermos terminales, seres de los que ya la sociedad se niega a hacer uso) para que se inmolen. La película parece que acabará apuntalando una lúcida enseñanza: que toda actuación como sujeto de clase (toda actuación social) está condenada a repetir la dominación que se da estructuralmente entre las clases pero que, dada la incomunicación entre estas, tiende a transformarse en violencia efectiva solo entre iguales. O, como lo diría Fin de partida: que cuando todo sentido social se haya disipado pervivirá (entre cada par) la dialéctica amo-esclavo, que siempre estuvo vacía de contenido, pero habitada por hombres y mujeres desconcertados y vidas necias.

Pero Louise y Michel (ya entonces Louise-Michel) saben que la culpa es un concepto contrario a la libertad y al deseo que poco a poco están conquistado, y que solo serán capaces de disiparla encargándose personalmente de la masacre final. Tras ella, bailarán sin más referencias rítmicas que su embriaguez, inspirados por la conciencia de un tiempo del que ya saben cómo sacar provecho y que ahora podrán consagrar al amor (si hubieran conseguido ser un poco menos idiotas, quizá hubieran encontrado ocupaciones más refinadas que el amor y el odio, pero... ¿dónde buscarlas?).

sábado, 14 de julio de 2012

A la mierda el esfuerzo


MGV

El otro día, mientras paseaba por un muelle, me puse a imitar los andares de Michael Corleone en su paseo con Kay a lo largo de una calle arbolada. Michael ha regresado de Italia y, sin avisar, acude a buscarla al trabajo. Durante el camino, él revela haber aceptado formar parte de su familia, pero habla como si no lo hubiera hecho o, más bien, como si no supiera lo que hace. Kay no soporta los eufemismos ni su fingida ignorancia y le confronta la realidad. Michael abandona los rodeos para esgrimir su argumento final: la verdadera ignorancia estaría en pensar que el mundo es peor que su familia.
Pero no quiero desviarme. Lo que me interesa no son los requiebros éticos de la conversación, ni el sinuoso renacer de la historia amorosa sino, precisamente, los andares de Michael. Puedo ponerme paralelista y decir que las medias circunferencias que describen sus piernas son reflejo de las medias palabras con las que pretende deslizar su entrada en el lado oscuro, pudo afirmar también que la variación que suena del vals de Nino Rota abre con unos bucles melancólicos y arrastrados que se enredan en el discurso hipócrita del personaje, pero estaría traicionando lo único de lo que sigo queriendo hablar y que es, sin duda, lo que más me gusta del la trilogía: la manera en la que Al Pacino mueve sus piernas en esta escena, menos interesado en avanzar que mecerse (Vean a partir de 0:40 y recuerden, si gustan, el desenlace de Un profeta).


Entonces fui débil y pensé que el Coppola que habría especificado la distancia a la que el coche debía seguirlos, el mismo Coppola que decidió que el carácter naif de la conversación se encarnaran un extra con cuerpo de niño en bicicleta y su perro, ese mismo Coppola, habría recorrido él mismo minutos antes por ese camino, enseñándole a Pacino exactamente con qué ángulo y qué velocidad debía zarandear sus piernas, y luego habría ordenado repetir la toma hasta la extenuación del actor para conseguir el efecto deseado, como si en el arte existiera una necesaria correlación entre esfuerzo y hallazgo.
Ande yo caliente, ríase la gente.
Nos encanta, como espectadores o lectores, afirmar aquello de que precisamente lo más sencillo, exige un trabajo colosal. Sentenciamos que los diálogos más naturales de una novela, aquellos con una impresión de oralidad más notable, que parecen calcados de la calle, exigieron en realidad horas y horas de notas, apuntes y pulimientos hasta parecer reales. Y supongo que, en ocasiones fue así y, en otras tantas, no. Hubo una vez un escritor orfebre encerrado en su cuarto, encajando y tachando palabras durante meses, pero también hubo un señor que salió a la calle y plantó una grabadora en una mesa de café o, sencillamente, un señor con facilidad para ponerse a encadenar frases sin pensar y que sonaran bien. Este señor, este último, es la madre de todas nuestras pesadillas porque amenaza con hacernos sentir ridículos. ¿Y si una obra maestra apenas exigió esfuerzo, no nos estará tomando el pelo? La velocidad y el tocino, again.
Pero ojo, Mariscal, que una cosa es
una cosa y otra es aliviarse siempre
con cuatro garabatos. 
Duchamp, con su invento del ready-made, aquellos cacharritos que montaba sin ton ni son y que querían ser aestéticos (brillante intento, feliz fracaso), redujeron a cenizas el valor del esfuerzo y la orientación de la voluntad autoral, desestabilizando nuestro esquema de valores, pero hemos conseguido olvidarlos.
Explican los críticos, cuando hablan del cine de José Luis Guerín, que aunque parezca el hombre se ha dejado la cámara encendida en cualquier calle y nos esté cascando por la cara un plano fijo de gente paseando durante dos minutos, en realidad son composiciones cuidadísimas, en las que el director decide qué extra tiene qué pasar por dónde, si en bicicleta o a pie y cada cuánto habrá un donnadie entrando o saliendo de escena. Si ellos lo dicen, será así. Lo que me preocupa es que necesitemos reafirmarnos en que hay un trabajo laborioso detrás, para no sentirnos estafados. Si Guerín pone una cámara a grabar e, improvisando, pone allí a desfilar a un puñado de mindundis y la película le queda maja, chapó.
Y si a Rosales le da por hacer una película con actores no profesionales y sin repetir ni una sola escena, habrá que preocuparse por el resultado, pero no por si Rosales, lo que quiere en realidad es ahorrarse el dinero o escatimarnos esfuerzos.

Rosales hubiera hecho el mundo en un día. Y le sobraban seis.
Eso sí, sería un mundo sin diálogos.

Ningún artista nos debe el sudor de su frente y estará bien que lo emplee solo en la medida en que lo necesita para hacer algo decente. Aflojemos las envidias: los artistas y los funcionarios, cuanto menos trabajen, como todo el mundo, pues mejor para ellos. Por mi parte, estupendo si Pacino improvisó aquel balanceíto tan mono, o si ni siquiera fue consciente de lo que hacía y, desde luego, bravo por los que puedan parir una obra maestra de buenas a primeras, sin haber leído demasiado, en media hora, sin despeinarse y mientras consultaban compulsivamente el estado de su maltrecha economía por internet.

sábado, 7 de julio de 2012

Mad Men caca


Carlos Pott

(Practico hoy un modelo de entrada más breve, acaso también más fresco y juvenil, siguiendo las exigencias de un público -ni fresco ni juvenil- educado en los ajetreos de la revolución industrial.)


¿Conseguirá Manuel eludir las
traiciones de los archivistas?
Thomas Pynchon no pudo.
No sé, ya les digo, lo que ha podido ocurrir con Manuel; hace mucho, como saben (y celebran), que no escribe, pero a mí no me ha dado ninguna explicación, y empiezo a sospechar que ha abandonado el país, quizá alarmado ante mi urgencia por publicar ya de una vez la primera entrega de nuestro videoblog. Él, que imagina su nombre googleado every day all over the world, teme una tal exposición pública. Yo la anhelo, pues la tengo por el primer paso para alcanzar el único objetivo que pudiera hacerme partícipe de alguna praxis: presentar un late night en una televisión generalista.

Además me han despedido del trabajo, simpar victoria (if the victory is pyrrhic, I haven’t won it, que escribió John Ashbery). En pocos días, y aun rumiando la ceniza de mi humillación a manos del mundo real (otra vez él), he recuperado mi soberanía y, gracias a ello, he anulado las preocupaciones que en las largas horas y desvelos que me robaba el afuera me habían hecho más consciente de mi cuerpo, más concernido por mis sufrimientos, más cercano a declarar que tenía intimidad, sentimientos… ¡y que me importaban! Solo la escrupulosa auto-gestión de uno mismo nos libra, como sabía Fray Luis, del amor y la esperanza.

Pero arrastro el signo de tantas servidumbres… Yo también, ¡no solo Europa!, estoy enfermo de mí mismo; o, mejor dicho, soy todo mi bien y, por ello, mi mayor mal… y me dejo guiar por la melancolía que tiene, en materia audiovisual (no descuiden el tema de este blog), un síntoma evidente: ver aquello que uno no quiere ver arrastrado por una idiotez sin nombre; la metodología que impone el seguimiento de series de televisión nos exime de procurarnos nuestras propias disciplinas.

Pero no puedo más, ni un capítulo, ni un minuto más de ese engendro que es Mad men. ¿Cómo he llegado hasta mediada la quinta temporada? No importa; es esa una parte de mi historia personal (del relato épico de mi yo) que es hoy ya inexplicable y brumosa, y es que no todo es vigilia la de los ojos abiertos.

Allá donde esté, Thomas Pynchon
no está viendo Mad men.
Como saben quienes la han visto, la serie es, además de necia y progre, tacaña y morosa y, no obstante, irritantemente enfática. El único motor creativo que parece activado en ella es la puesta en circulación de los signos de los tiempos dentro del doble espacio de relaciones (personales y laborales) de los personajes: los acontecimientos históricos (la serie responde, como si tuvieran un interés de primer orden, a preguntas like: ¿cómo vivieron los individuos de a pie la muerte de Kennedy?, ¿qué aspectos engloba la experiencia del consumo de drogas?, ¿cómo se lleva lo de ser mujer en un mundo de hombres?... Denme el tiro de gracia) y los discursos sociales que son sancionados con una severidad desencajada y risible (aquí ni el racismo, ni el machismo ni el clasismo son bienvenidos), confirmando que no hay una forma más retrógrada (más progre, quiero decir) de juzgar el pasado, que el humanismo (y la posición de victoria moral que garantiza, como mostraron The great dictator o Schindler’s list).

Se acabó, les decía, la convivencia con todas esas psicologías pacatas y elipsis vanidosas; con la soberanía de los atrezzistas (que son los que más se lucen y los que más quieren llamar nuestra atención: ese énfasis estético -la reconstrucción como fin bastardo- es la serie; pero también el énfasis estilístico de sus medias palabras, sus sentimientos soterrados, sus miradas esquivas… todo lo gris y desierto, todo lo banal y pequeño-burgués que hay en el mundo)… Volver a ver Lost, volver a ver Lost… (apunto en la agenda justo antes de tachar aliviado el claustro general del 3 de septiembre).


Él es un lostie.

martes, 19 de junio de 2012

Un romain portugais


Carlos Pott

(Perdonen esta vez el contenido. No esperen de mí aquí la frescura y ligereza acostumbradas).


Madame tel quel.
Con frecuencia acudo a mi vulgar edición de La princesse de Clèves, de Madame de Lafayette, por comprobar si su frase final era cierta. Y allí sigue, tan obtusa en su insultante transparencia:

Elle passait une partie de l’année dans cette maison religieuse et l’autre chez elle; mais dans une retraite et dans les occupations plus saintes que celles des couvents les plus austères; et sa vie, qui fut assez courte, laissa des exemples de vertu inimitables.

¡Ejemplos de virtud inimitables!, ¿pueden creerlo ustedes? Pues sepan que lejos de quedar la tal novela dispareja, la gloriosa Princesa de Clèves tendría, pasados dos siglos, un remake inconfeso en Middlemarch, de George Eliot, quizá, y junto a La educación sentimental, la novela más perfecta del siglo XIX. El novelón de la Eliot termina, a su vez, con un recordatorio para el bronce: que las cosas, nos dice, podrían habernos ido mucho peor a usted y a mí si no hubiera sido por todos aquellos que vivieron fielmente una vida oculta y hoy descansan en tumbas que nadie visita. ¿Notaron el alto vuelo de la expresión (la high sentence o, si se me permite, el “fraseo elevado”) de las dos últimas líneas? No se extrañen, no hago en ellas mucho más que parafrasear a Eliot: “who lived faithfully a hidden life”, escribiera.
Una madame de ocasión.

Supongo que si alguno de mis viejos lectores viera películas de Manoel de Oliveira habría recordado en cascada estas referencias cuando una aristócrata portuguesa y fea, Camila, le dice en O princípio da incerteza a su inmemorial criada que “las personas que no tienen personalidad múltiple son las llamadas figuras heroicas”. La frase se acerca a ser digna de Flaubert, o al menos llega a emular la electricidad de un sentido del humor clandestino que tiene por fundamento la irredenta acedía. Una vez desbrozado el mundo de las personalidad múltiples, aquello que queda es el grupo de los héroes: la heroicidad es un signo unívoco.

¡Portugaaal!
La escena transcurre en un cementerio, lugar incapacitado para la neutralidad. Y no puedo recordar muy bien, aun cuando apenas acabo de verla, a santo de qué viene esa disquisición de la protagonista: sí recuerdo, y me siento como recién despertado de un delirio, las líneas generales de la historia que se marca Oliveira, tomadas de una novela que, como imaginan, no he leído. Se trata de la historia de Camila, malcasada con el apuesto Antonio. Antonio, avieso, pasa el tiempo cortejando al mismo demonio encarnado en la temible Vanessa, alcahueta y usurera, que amenaza a Camila con arrebatarle marido y posición social cobrándole las ingentes deudas de juego que dejara pendientes su padre tras su muerte, y que amenazan a su vez con contaminar a Camila mediante vínculos de consanguineidad con cuya legitimidad se especula toda la película.

Creo que el que no haya visto una película de Manoel de Oliveira no puede llegar a imaginar lo que allí se cuece. Valgan algunos apuntes: la película comienza con la llegada de una experimentada niñera a la casa de la poderosa familia para encargarse de Camila, que acaba de nacer; al entrar en la salita, y ver el amoroso cuadro que conforman madre e hija, el personaje recordará la humilde imagen de la virgen con niño que tenía en su habitación-as-a-poor-portuguese-woman: “¡Dios mío, parece la estampa de nuestra señora!”, exclama sin decoro ante la indiferencia de los presentes. Mucho después, la scelerata Vanessa nos dirá en un aparte burlón durante una conversación con una Camila en éxtasis de mojigatería: “Se diría que conoció a la virgen María”.  

Aun con todo lo que flirtea el director con la picantona Vanessa, la película tiene por empeño reflejar la santidad de Camila frente a la opinión torturada que esta tiene de sí (ella habla con espanto de los "lugares santos" de Vanessa -se refiere a los prostíbulos y casas de juego-, pero es incapaz de reconocer los propios porque, como santa que es, ha sido expulsada de ellos): su opinión grisácea sobre la heroicidad tiene por fin excluirse de la nómina de los líderes espirituales al considerar esquizofrénica su bondad, pues no nace, dice, de la pureza del pensamiento, sino de la disciplina adquirida (“no soy buena: no hago nada malo a nadie por disciplina.”).

Detrás de todo hombre santo...
Por supuesto, y con Eliot y Dorothea Brooke, Oliveira cree que la santidad se cifra en la fidelidad disciplinaria que ha de mantenerse respecto de una vida cualquiera que, eso sí, ha de experimentar alguna forma de apartamiento respecto de la comunidad; y cree también que solo será el descubrimiento de las señales de Dios o el diablo lo que podrá determinar, sobre un cuerpo ya sin vida, si aquella reclusión fue en verdad santa. La santidad es una forma de simplificación, en la que el cuerpo que es tránsito de conocimiento se contamina y transforma según avanza en su entendimiento de Dios o, dicho de otra forma, según lo unifica. El santo parodia con la vida y el cuerpo el ser de Dios: la unidad. Por eso solo la ascesis, el abandono de sí, pero también la intensión de sí (el reconcentramiento, la íntima inclinación: y es que el narcisismo y la sexualidad son caminos hacia lo santo) conducen hacia allí, aunque de manera nunca infalible, siempre ciega.

No importa en suma lo que Camila piense y diga mientras la representación nos la ofrezca monolítica y tenazmente mohína. Como mucho podemos estar seguros de su resistencia y entereza frente al mal, que Oliveira llega a subrayar con un gesto de una ridiculez que solo imagino que pueda permitirse un director de su talante garboso: Camila nunca mira a Vanessa cuando hablan. Pero también solo él, entre tan pocos, podría hacer de las escenas en que actúa Camila signos tan pregnantes: solo el quietismo avasallador de su puesta en escena puede convocar así la inmutabilidad del signo.


Alguna miradita de reojo sí que le echa.

Este no es un tema menor; es, de hecho, el tema al que me dirijo: el poder, la esclavitud del pecado, la depravación y el nudo bien son colocados en el centro de O princípio da incerteza merced al diálogo o la voz narrativa (presente en los artificiosos insertos heredados del cine mudo que, como venidos de un afuera, aprovechan para apuntalar la imagen con la irrupción de una voz en posesión de un poderoso -no omnisciente pero sí abrasador- conocimiento de lo que ocurre en pantalla): tocan a la película, se aparecen, rehúyen la diluyente representación, no participan de ningún movimiento dramático.

A third and bigger madame.
Oliveira sabe que el cine sirve de prótesis a la literatura en su inmemorial incapacidad para delimitar el signo: su uso invasivo de la palabra parecería reducir sus imágenes a la nada, pero les asigna una labor que cualquier movimiento de cámara podría poner en solfa. Se trata de su reconversión en santuarios, en los espacios de salvación de los viejos acontecimientos literarios (amor, olvido, soledad, muerte) que la literatura se limita a representar y nunca todavía nos ha mostrado. Como yo les quería hacer notar, Lafayette misma dedicaba su novela a poner en extensión las íntimas torturas devocionales de su protagonista y dejaba la indicación de la virtud moral para un gesto tan pobre como esa, por otro lado, chorreante frase final; si ustedes, como yo y Madame, creen en la inspiración divina del bien, sabrán que no hay manera de departir sobre él, y que no queda más que asentirlo mientras se le busca un nombre. No les retengo más el dato: el mismo Manoel de Oliveira adaptó La princesa de Clèves en A carta/La lettre (1999).


Aimer.
Y estremece, a fe, la radical pobreza de recursos visuales en los principales movimientos narrativo-espirituales tomados de la novela: la decisión final de reclusión monástica, el amor por un hombre de ridícula compostura que un día arrebata a la de Clèves, la muerte de la madre en la que le previene contra este amor y le recuerda la necesidad de preservar la virtud en el matrimonio… No se trata, ya decía, de adaptar, sino de rescatar la nitidez de la significación moral de algunos eventos literarios a los que las condiciones estructurales de la novela amansan y desactivan. Por eso sus éntasis narrativos son tan dispares respecto a esas imágenes esquivas y esas significaciones ambiguas del drama cinematográfico: ni el amor ni la muerte tienen para Oliveira causas físicas, ni puede decirse que tengan su origen en el interior -ya biológico, ya espiritual- de los personajes (pues sus almas son las posturas en que se colocan, y su interior está sustraído a nuestra mirada), sino que son eventos que vienen a encontrarse con sus cuerpos y los ponen en circunstancia de significar. Son instantes sostenidos de posesión y transformación, acontecimientos a-psicológicos: significatividades religiosas.

No existe un tal objeto como una novela religiosa. No son los temas los que configuran la religiosidad de una narración, sino la disposición de los signos y una determinada manera de darse el sentido. No hay signos religiosos en la literatura porque ella no detenta ningún poder mostrativo; la novela no puede decir, porque la suspensión de la temporalidad del lenguaje en la escritura inhabilita la deixis (yo no puedo escribir “estoy escribiendo” sin estar mintiendo ahora). La fuerza de la imagen es la misma que la del nombre en el lenguaje hablado: el poder del cine y la pintura es nominativo. “He aquí” (et lux fuitecce homo) es la primera frase de toda religión y la que habrá de acompañar a cualquier visita mesiánica que ustedes aguarden del tiempo futuro, pero es un modo de representación que la literatura no alcanza. Por el contrario, la pintura llegó a somatizar la estructura indicativa de la revelación y, ya en el barroco, se llenó de dedos que apuntan, señalan y que le elevarán a usted, si es que es amante piadoso.




La irrupción salvífica del verbo viene a detener definitivamente otras fútiles cadenas de significación que no atienden a la estricta continuidad de las imágenes rocosas. Oliveira nos da los signos con inédita alegría. “Esto es amor”, dice aquel personaje o esta voz en off, “aquí llega el bien”, “el mal es malo”, pudiera decírsenos incluso. La representación de la intimidad, que siempre es un vacío (miren al personaje, seguro que algo le recorre las mientes) o una falsedad (las imposturas imitativas del monólogo interior), queda como el oficio de los cobardes, pues ¿qué nos dice la representación?: este llanto, estos sacrificios, este tono ocre que anuncia el otoño... ¡son amor! –o tienen al amor por causa o consecuencia-; o, aun peor, la interpretación de este personaje (sus inflexiones tonales, sus gestos anómalos) denota el bien (y ustedes tan contentos) o el mal (y ustedes lo mismo)… ¡Especulación y sofismo!

Vayan ya ustedes solos...
El verbo, experimentado por algunos espectadores de cine como una intromisión, es un modo insustituible de darse la verdad en la imagen, pues opera como clausura (piensen en cómo Bresson glosa el significado de los gestos de esperanza o desilusión de su curé de campagne: “Quedé tan desilusionado que tuve que apoyarme contra el quicio”, dice la voz narrativa mientras el protagonista se apoya contra el quicio... thanks, Susan) de los procesos psicológicos, de la arbitrariedad de las conexiones sentimentales, de la respuesta emocional (la disolución del acontecimiento) al acontecimiento, y abre la puerta a que estos personajes petrificados y sin ventanas (los de Bresson, los de Oliveira, los de Wes Anderson) se suman con fidelidad en su vida oculta para devenir, cual revelaciones, signos unívocos, ¡que no descifrables! y, eso solo el tiempo lo dirá, acaso también santos.


La esperanza.

viernes, 1 de junio de 2012

Moneyball vs. Guardiola


MGV

Hoy me he levantado bastante preocupado al darme cuenta de que, en lo que va de año, solo he visto una película. Eso sí, la he visto cada día.

Quizás en los 90 uno aún podía pensar que
sería mejor profesor de lo que fueron con él.
Hace un par de años, corrompido el espíritu por Robin Williams (más por el El indomable Will Hunting que por el El club de los poetas muertos) y dispuesto a ser un profesor molón aunque tuviera que dejarme la dignidad en el camino, les dije a los alumnos que teníamos mucho que aprender de Cervantes, entre otras cosas, porque en vida había sido un fracasado (su vocación frustrada de poeta, encarcelado por asuntos fiscales y una mano entregada en vano). Un alumno me interrumpió al punto para preguntarme que si Cervantes era un fracasado a santo de qué teníamos que estudiarlo. Sus compañeros se rieron de él y yo me escandalicé. No me pasaré ahora de humilde para darle la razón, pero sí diré que aquel chaval le aplicó una conveniente dosis de corrección a mi romanticismo de la derrota.
No quiero decir con esto que a Moneyball le falten virtudes para ser la mejor película desde El árbol de la vida (la presencia de Brad Pitt en ambas no es coincidencia), pero sí que quiero, a través de este  excurso biográfico, denunciar de antemano mis debilidades con el tema (y con un consejero gordo y con una niña que, pertrechada de una guitarra, lleva a su padre al llanto).

Quizás en los 90 uno aún podía arengar a las tropas.
Sería facilón decir que Moneyball da una vuelta de tuerca al subgénero deportivo (la sola expresión ya da escalofríos). No obstante, su principal hallazgo —un tono espiritual mate, mediotíntico y de permanente casi— se hace especialmente visible en los momentos en los que lanza guiños (que no puyas, porque Moneyball es una película que incluso en chándal sabe ir elegante) al género. Así nos encontramos ante una revisión de diversos iconos del cine deportivo, como el discurso de motivación  del míster. Cumpliendo con su papel, ante la mala racha del equipo, Pitt entra al vestuario:
Billy Beane: Escuchadme todos [escupe en un vaso]. Puede que no parezcáis un equipo ganador, pero lo sois. Así que [pausa, alza el pulo a media altura], jugad como tal.
Los jugadores intercambian miradas de desconcierto. El vestuario se queda en silencio. Pitt se marcha.

Quizás en los 90 se podía dar consejos.
Otra cosa por la que le deberemos eterna reverencia a Moneyball es por habernos enseñado que «pedagógica» puede ser un piropazo que echarle a una película. Como les decía, las enemigas de Sorkin no son Evasión o victoria, Carros de fuero, Alí o Space Jam (¿se imaginan?), sino El discurso del rey y Yo, también (película que de haber producido o distribuido Harvey Weinstein seguro que se hacía, por lo menos, con las estatuillas de interpretación) y aquellas películas de superación que pueden hacer estragos entre quienes no alcancen a hacerles frente.

La medida de las cosas.

Las loas a la cultura del esfuerzo y los consejos de el que la sigue la consigue, o alcanza el que no se cansa, son frases repentinamente envejecidas. El liberalismo quiso convencernos de que el triunfo estaba al alcance de la perseverancia de cualquiera; su hipertrofia actual, en cambio, nos ha mostrado que el fracaso ya no es nominativo ni vinculante, sino que es social y predestinado. Nunca pensó el capitalismo que esta sería su última lección a la ciudadanía: fracasar ya no es un motivo de exclusión, ni un logro personal, sino un derecho casi constitucional.

Pero ven lo que les decía. En cuanto me dejo ir, me sumo aquellos que subliman o romantizan el fracaso. Otra debilidad  imperdonable. Fracasar da asco. Y por eso Moneyball es pedagógica, sin dejar de ser una paráfrasis del Beckett que afirmaba: Poco a poco. Hasta por fin levantarse. Ahora fracasa mejor…Ahora fracasa mejor… Peor. No hay futuro en esto… Por desdicha. Sí.

Cuando me hablan de Induráin, yo
me acuerdo de aquel que no salía en la
foto: Fernando "el sufridor" Escartín.
Moneyball es una película sobre el arrinconamiento de la dignidad  —peor, sobre su futilidad—. Su final no está punteado por un cronometro agonizante o un home run in extremis,  sino por tres frases escritas que sellan, no ya un fracaso, que vale, sino la circularidad y perpetuidad de ese fracaso, que ya jode más.
Por nada del mundo me gustaría que renunciáramos a la narrativa del deporte, pero habrá adaptarla a los tiempos, desarmar su lógica del esfuerzo y despojarla de reduccionismos que nos imponen.  Si hay que elegir en la lógica guerravicilista que enfrenta a  Guardiola y Mourinho quizás me quede con la panza enfundada en un chándal gris de Bielsa o con el espíritu desincero y melancólico de un Emery despreciado por los suyos.
Oh capitán, mi capitán
(reloaded and unfashioned)
Corren malos tiempos para  la épica y el lenguaje del éxito. Billy Beane no es carismático, no viste diseños de Disquard2 o Toni Miró, no lee a Miquel Marti i Pol y no pone vídeos de Gladiator a sus jugadores pero, sobre todo, no defiende el  tiqui-taca, el savoir faire ni el talento. Más bien al contrario: Beane asfixia la creatividad con un método matemático que ni siquiera es idea suya; se limita a encontrar un cerebrín, que a su vez copia un libro, y defender el modelo, pero incluso en eso  fracasa cuando cede a la superstición y abandona el campo en plena racha de triunfos de su equipo. Con esta renuncia Beane abdica de la racionalidad de su sistema y de lo único que lo ha venido manteniendo a flote: su fe en él. 


Si a Educación Física nos hacían ir en chándal era por algo.
Y me dirán que había flashbacks redundantes y les 
daré la razón, aunque apostando a que la culpa es más de la propia noción de flashback que del guion de Sorkin. Pero por favor no me interrumpan ahora, que ya termino. No pude hablar de cómo Jonah Hill condensa en cada gesto el espíritu retenido de la película, ni de cómo su personaje es todo caballero que se precia de no molestar a la trama con conflictos personales o epifanías privadas. No tuve tiempo. Ahora es tarde. Ya no queda tiempo más que para hablar de esa canción que cierra la película, en la que la niña varía la letra del original para acabar diciendo lo único que se le puede cantar a  un padre, lo que yo le cantaría al mío y lo que ya le oigo a mi hijo cantarme a mí: you’re such a looser dad, you’re such a looser dad.