domingo, 29 de enero de 2012

Hoy se cuece en mí: Yo he visto American horror story (y para qué quiero más).


Carlos Pott

Homeland y American horror story son quizá hoy día las dos series que más hacen por mantener a flote nuestra esperanza. Ambas llevan inscritas en el título el único tema que ha tratado toda obra norteamericana conocida: el hogar, claro. La una, a vista de todos; la otra, de forma, aunque insidiosa, velada.

El hogar de Benedicto; la casa de Dios.

        En esta segunda, el hogar pronto visita su reverso tenebroso: la casa. La casa que no se deja vender, no se deja abandonar y, por supuesto, no se deja habitar. Los personajes todos se encuentran en un estado de parálisis (la muerte, la crisis económica, la crisis matrimonial... en fin, todas ellas formas del miedo) atravesado por violentos accesos de melancolía. Desgraciadamente para ellos, la narrativa desmesurada de la serie no respeta sus tiempos, avanza desacompasada con sus respiraciones alteradas y los hace confluir (y todos acaban por contagiarse del miedo del otro) mediante un desenfreno que solo rinde cuentas con el experimento prohibido que debería ser el sueño húmedo de todo relato: la profusión ilimitada a partir del motivo narrativo mínimo (el miedo, el miedo).

        Lo peor de todo esto, nuevamente, es que la casa no es, a fe, una metáfora, sino una exquisita construcción modernista y la razón de una hipoteca pegajosa con la que se compromete una pareja en descomposición, según una forma de comportamiento muy habitual en el género fantástico (y que yo amo y espero ver siempre): la supervia ilustrada, la mezquindad del comprador que le regatea unos dólares a ultratumba. Por supuesto, el protagonista se dedica al también mezquino, también soberbio, negocio de la psiquiatría que, según la lógica del género, ocupa un espacio inverso o inversamente complementario con respecto a la confirmación (que es siempre entonces una celebración) del género fantástico. O se ven fantasmas porque los hay o se es un psicótico, vaya.

Pioneros en la denuncia de la especulación inmobiliaria.
        En ocasiones, es la resolución (Todorov encontraba en ella la delimitación de cada subgénero fantástico) la que nos descubre las entretelas del relato, acaso con dolorosísimas imposturas (la casa desvencijada que en la mañana revela como chascarrillos costumbristas los signos amenazadores de la noche; relato que configuró Friedrich Hebbel antes que los guionistas de Scooby Doo en festivas variaciones). Yo no he terminado de ver la primera temporada de American horror story (y la acaricio despacio) pero puedo asegurar que la autohumillación a la que se somete el psiquiatra, interpretado por Dylan McDermott, con su cara de pánfilo, en contraste con las miradas agudas de su esposa y su hija, es una buena prueba de que la batalla está declinada: el discurso psiquiátrico, un aburrimiento cósmico, no ganará tampoco esta vez.

        No puedo ya, pues me llaman muy otros deberes, pasar a incidir en las muchas virtudes que adornan American horror story: los diálogos, pulidos y exactos, donde se practican cada vez nuevas obturaciones, donde nada avanza si no cede previamente y se pone en contacto con su otro: la muerte, la vida; su absorción de todas las historias de todos los miedos de Norteamérica (el aborto, la homosexualidad...), Jessica Lange, la voz de Jessica Lange, Jessica Lange acariciando a sus hijos deformes, el peinado de Jessica Lange, los vestidos y la casquería cocinada a fuego lento de Jessica Lange...

Difundan la noticia.


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