martes, 19 de junio de 2012

Un romain portugais


Carlos Pott

(Perdonen esta vez el contenido. No esperen de mí aquí la frescura y ligereza acostumbradas).


Madame tel quel.
Con frecuencia acudo a mi vulgar edición de La princesse de Clèves, de Madame de Lafayette, por comprobar si su frase final era cierta. Y allí sigue, tan obtusa en su insultante transparencia:

Elle passait une partie de l’année dans cette maison religieuse et l’autre chez elle; mais dans une retraite et dans les occupations plus saintes que celles des couvents les plus austères; et sa vie, qui fut assez courte, laissa des exemples de vertu inimitables.

¡Ejemplos de virtud inimitables!, ¿pueden creerlo ustedes? Pues sepan que lejos de quedar la tal novela dispareja, la gloriosa Princesa de Clèves tendría, pasados dos siglos, un remake inconfeso en Middlemarch, de George Eliot, quizá, y junto a La educación sentimental, la novela más perfecta del siglo XIX. El novelón de la Eliot termina, a su vez, con un recordatorio para el bronce: que las cosas, nos dice, podrían habernos ido mucho peor a usted y a mí si no hubiera sido por todos aquellos que vivieron fielmente una vida oculta y hoy descansan en tumbas que nadie visita. ¿Notaron el alto vuelo de la expresión (la high sentence o, si se me permite, el “fraseo elevado”) de las dos últimas líneas? No se extrañen, no hago en ellas mucho más que parafrasear a Eliot: “who lived faithfully a hidden life”, escribiera.
Una madame de ocasión.

Supongo que si alguno de mis viejos lectores viera películas de Manoel de Oliveira habría recordado en cascada estas referencias cuando una aristócrata portuguesa y fea, Camila, le dice en O princípio da incerteza a su inmemorial criada que “las personas que no tienen personalidad múltiple son las llamadas figuras heroicas”. La frase se acerca a ser digna de Flaubert, o al menos llega a emular la electricidad de un sentido del humor clandestino que tiene por fundamento la irredenta acedía. Una vez desbrozado el mundo de las personalidad múltiples, aquello que queda es el grupo de los héroes: la heroicidad es un signo unívoco.

¡Portugaaal!
La escena transcurre en un cementerio, lugar incapacitado para la neutralidad. Y no puedo recordar muy bien, aun cuando apenas acabo de verla, a santo de qué viene esa disquisición de la protagonista: sí recuerdo, y me siento como recién despertado de un delirio, las líneas generales de la historia que se marca Oliveira, tomadas de una novela que, como imaginan, no he leído. Se trata de la historia de Camila, malcasada con el apuesto Antonio. Antonio, avieso, pasa el tiempo cortejando al mismo demonio encarnado en la temible Vanessa, alcahueta y usurera, que amenaza a Camila con arrebatarle marido y posición social cobrándole las ingentes deudas de juego que dejara pendientes su padre tras su muerte, y que amenazan a su vez con contaminar a Camila mediante vínculos de consanguineidad con cuya legitimidad se especula toda la película.

Creo que el que no haya visto una película de Manoel de Oliveira no puede llegar a imaginar lo que allí se cuece. Valgan algunos apuntes: la película comienza con la llegada de una experimentada niñera a la casa de la poderosa familia para encargarse de Camila, que acaba de nacer; al entrar en la salita, y ver el amoroso cuadro que conforman madre e hija, el personaje recordará la humilde imagen de la virgen con niño que tenía en su habitación-as-a-poor-portuguese-woman: “¡Dios mío, parece la estampa de nuestra señora!”, exclama sin decoro ante la indiferencia de los presentes. Mucho después, la scelerata Vanessa nos dirá en un aparte burlón durante una conversación con una Camila en éxtasis de mojigatería: “Se diría que conoció a la virgen María”.  

Aun con todo lo que flirtea el director con la picantona Vanessa, la película tiene por empeño reflejar la santidad de Camila frente a la opinión torturada que esta tiene de sí (ella habla con espanto de los "lugares santos" de Vanessa -se refiere a los prostíbulos y casas de juego-, pero es incapaz de reconocer los propios porque, como santa que es, ha sido expulsada de ellos): su opinión grisácea sobre la heroicidad tiene por fin excluirse de la nómina de los líderes espirituales al considerar esquizofrénica su bondad, pues no nace, dice, de la pureza del pensamiento, sino de la disciplina adquirida (“no soy buena: no hago nada malo a nadie por disciplina.”).

Detrás de todo hombre santo...
Por supuesto, y con Eliot y Dorothea Brooke, Oliveira cree que la santidad se cifra en la fidelidad disciplinaria que ha de mantenerse respecto de una vida cualquiera que, eso sí, ha de experimentar alguna forma de apartamiento respecto de la comunidad; y cree también que solo será el descubrimiento de las señales de Dios o el diablo lo que podrá determinar, sobre un cuerpo ya sin vida, si aquella reclusión fue en verdad santa. La santidad es una forma de simplificación, en la que el cuerpo que es tránsito de conocimiento se contamina y transforma según avanza en su entendimiento de Dios o, dicho de otra forma, según lo unifica. El santo parodia con la vida y el cuerpo el ser de Dios: la unidad. Por eso solo la ascesis, el abandono de sí, pero también la intensión de sí (el reconcentramiento, la íntima inclinación: y es que el narcisismo y la sexualidad son caminos hacia lo santo) conducen hacia allí, aunque de manera nunca infalible, siempre ciega.

No importa en suma lo que Camila piense y diga mientras la representación nos la ofrezca monolítica y tenazmente mohína. Como mucho podemos estar seguros de su resistencia y entereza frente al mal, que Oliveira llega a subrayar con un gesto de una ridiculez que solo imagino que pueda permitirse un director de su talante garboso: Camila nunca mira a Vanessa cuando hablan. Pero también solo él, entre tan pocos, podría hacer de las escenas en que actúa Camila signos tan pregnantes: solo el quietismo avasallador de su puesta en escena puede convocar así la inmutabilidad del signo.


Alguna miradita de reojo sí que le echa.

Este no es un tema menor; es, de hecho, el tema al que me dirijo: el poder, la esclavitud del pecado, la depravación y el nudo bien son colocados en el centro de O princípio da incerteza merced al diálogo o la voz narrativa (presente en los artificiosos insertos heredados del cine mudo que, como venidos de un afuera, aprovechan para apuntalar la imagen con la irrupción de una voz en posesión de un poderoso -no omnisciente pero sí abrasador- conocimiento de lo que ocurre en pantalla): tocan a la película, se aparecen, rehúyen la diluyente representación, no participan de ningún movimiento dramático.

A third and bigger madame.
Oliveira sabe que el cine sirve de prótesis a la literatura en su inmemorial incapacidad para delimitar el signo: su uso invasivo de la palabra parecería reducir sus imágenes a la nada, pero les asigna una labor que cualquier movimiento de cámara podría poner en solfa. Se trata de su reconversión en santuarios, en los espacios de salvación de los viejos acontecimientos literarios (amor, olvido, soledad, muerte) que la literatura se limita a representar y nunca todavía nos ha mostrado. Como yo les quería hacer notar, Lafayette misma dedicaba su novela a poner en extensión las íntimas torturas devocionales de su protagonista y dejaba la indicación de la virtud moral para un gesto tan pobre como esa, por otro lado, chorreante frase final; si ustedes, como yo y Madame, creen en la inspiración divina del bien, sabrán que no hay manera de departir sobre él, y que no queda más que asentirlo mientras se le busca un nombre. No les retengo más el dato: el mismo Manoel de Oliveira adaptó La princesa de Clèves en A carta/La lettre (1999).


Aimer.
Y estremece, a fe, la radical pobreza de recursos visuales en los principales movimientos narrativo-espirituales tomados de la novela: la decisión final de reclusión monástica, el amor por un hombre de ridícula compostura que un día arrebata a la de Clèves, la muerte de la madre en la que le previene contra este amor y le recuerda la necesidad de preservar la virtud en el matrimonio… No se trata, ya decía, de adaptar, sino de rescatar la nitidez de la significación moral de algunos eventos literarios a los que las condiciones estructurales de la novela amansan y desactivan. Por eso sus éntasis narrativos son tan dispares respecto a esas imágenes esquivas y esas significaciones ambiguas del drama cinematográfico: ni el amor ni la muerte tienen para Oliveira causas físicas, ni puede decirse que tengan su origen en el interior -ya biológico, ya espiritual- de los personajes (pues sus almas son las posturas en que se colocan, y su interior está sustraído a nuestra mirada), sino que son eventos que vienen a encontrarse con sus cuerpos y los ponen en circunstancia de significar. Son instantes sostenidos de posesión y transformación, acontecimientos a-psicológicos: significatividades religiosas.

No existe un tal objeto como una novela religiosa. No son los temas los que configuran la religiosidad de una narración, sino la disposición de los signos y una determinada manera de darse el sentido. No hay signos religiosos en la literatura porque ella no detenta ningún poder mostrativo; la novela no puede decir, porque la suspensión de la temporalidad del lenguaje en la escritura inhabilita la deixis (yo no puedo escribir “estoy escribiendo” sin estar mintiendo ahora). La fuerza de la imagen es la misma que la del nombre en el lenguaje hablado: el poder del cine y la pintura es nominativo. “He aquí” (et lux fuitecce homo) es la primera frase de toda religión y la que habrá de acompañar a cualquier visita mesiánica que ustedes aguarden del tiempo futuro, pero es un modo de representación que la literatura no alcanza. Por el contrario, la pintura llegó a somatizar la estructura indicativa de la revelación y, ya en el barroco, se llenó de dedos que apuntan, señalan y que le elevarán a usted, si es que es amante piadoso.




La irrupción salvífica del verbo viene a detener definitivamente otras fútiles cadenas de significación que no atienden a la estricta continuidad de las imágenes rocosas. Oliveira nos da los signos con inédita alegría. “Esto es amor”, dice aquel personaje o esta voz en off, “aquí llega el bien”, “el mal es malo”, pudiera decírsenos incluso. La representación de la intimidad, que siempre es un vacío (miren al personaje, seguro que algo le recorre las mientes) o una falsedad (las imposturas imitativas del monólogo interior), queda como el oficio de los cobardes, pues ¿qué nos dice la representación?: este llanto, estos sacrificios, este tono ocre que anuncia el otoño... ¡son amor! –o tienen al amor por causa o consecuencia-; o, aun peor, la interpretación de este personaje (sus inflexiones tonales, sus gestos anómalos) denota el bien (y ustedes tan contentos) o el mal (y ustedes lo mismo)… ¡Especulación y sofismo!

Vayan ya ustedes solos...
El verbo, experimentado por algunos espectadores de cine como una intromisión, es un modo insustituible de darse la verdad en la imagen, pues opera como clausura (piensen en cómo Bresson glosa el significado de los gestos de esperanza o desilusión de su curé de campagne: “Quedé tan desilusionado que tuve que apoyarme contra el quicio”, dice la voz narrativa mientras el protagonista se apoya contra el quicio... thanks, Susan) de los procesos psicológicos, de la arbitrariedad de las conexiones sentimentales, de la respuesta emocional (la disolución del acontecimiento) al acontecimiento, y abre la puerta a que estos personajes petrificados y sin ventanas (los de Bresson, los de Oliveira, los de Wes Anderson) se suman con fidelidad en su vida oculta para devenir, cual revelaciones, signos unívocos, ¡que no descifrables! y, eso solo el tiempo lo dirá, acaso también santos.


La esperanza.

viernes, 1 de junio de 2012

Moneyball vs. Guardiola


MGV

Hoy me he levantado bastante preocupado al darme cuenta de que, en lo que va de año, solo he visto una película. Eso sí, la he visto cada día.

Quizás en los 90 uno aún podía pensar que
sería mejor profesor de lo que fueron con él.
Hace un par de años, corrompido el espíritu por Robin Williams (más por el El indomable Will Hunting que por el El club de los poetas muertos) y dispuesto a ser un profesor molón aunque tuviera que dejarme la dignidad en el camino, les dije a los alumnos que teníamos mucho que aprender de Cervantes, entre otras cosas, porque en vida había sido un fracasado (su vocación frustrada de poeta, encarcelado por asuntos fiscales y una mano entregada en vano). Un alumno me interrumpió al punto para preguntarme que si Cervantes era un fracasado a santo de qué teníamos que estudiarlo. Sus compañeros se rieron de él y yo me escandalicé. No me pasaré ahora de humilde para darle la razón, pero sí diré que aquel chaval le aplicó una conveniente dosis de corrección a mi romanticismo de la derrota.
No quiero decir con esto que a Moneyball le falten virtudes para ser la mejor película desde El árbol de la vida (la presencia de Brad Pitt en ambas no es coincidencia), pero sí que quiero, a través de este  excurso biográfico, denunciar de antemano mis debilidades con el tema (y con un consejero gordo y con una niña que, pertrechada de una guitarra, lleva a su padre al llanto).

Quizás en los 90 uno aún podía arengar a las tropas.
Sería facilón decir que Moneyball da una vuelta de tuerca al subgénero deportivo (la sola expresión ya da escalofríos). No obstante, su principal hallazgo —un tono espiritual mate, mediotíntico y de permanente casi— se hace especialmente visible en los momentos en los que lanza guiños (que no puyas, porque Moneyball es una película que incluso en chándal sabe ir elegante) al género. Así nos encontramos ante una revisión de diversos iconos del cine deportivo, como el discurso de motivación  del míster. Cumpliendo con su papel, ante la mala racha del equipo, Pitt entra al vestuario:
Billy Beane: Escuchadme todos [escupe en un vaso]. Puede que no parezcáis un equipo ganador, pero lo sois. Así que [pausa, alza el pulo a media altura], jugad como tal.
Los jugadores intercambian miradas de desconcierto. El vestuario se queda en silencio. Pitt se marcha.

Quizás en los 90 se podía dar consejos.
Otra cosa por la que le deberemos eterna reverencia a Moneyball es por habernos enseñado que «pedagógica» puede ser un piropazo que echarle a una película. Como les decía, las enemigas de Sorkin no son Evasión o victoria, Carros de fuero, Alí o Space Jam (¿se imaginan?), sino El discurso del rey y Yo, también (película que de haber producido o distribuido Harvey Weinstein seguro que se hacía, por lo menos, con las estatuillas de interpretación) y aquellas películas de superación que pueden hacer estragos entre quienes no alcancen a hacerles frente.

La medida de las cosas.

Las loas a la cultura del esfuerzo y los consejos de el que la sigue la consigue, o alcanza el que no se cansa, son frases repentinamente envejecidas. El liberalismo quiso convencernos de que el triunfo estaba al alcance de la perseverancia de cualquiera; su hipertrofia actual, en cambio, nos ha mostrado que el fracaso ya no es nominativo ni vinculante, sino que es social y predestinado. Nunca pensó el capitalismo que esta sería su última lección a la ciudadanía: fracasar ya no es un motivo de exclusión, ni un logro personal, sino un derecho casi constitucional.

Pero ven lo que les decía. En cuanto me dejo ir, me sumo aquellos que subliman o romantizan el fracaso. Otra debilidad  imperdonable. Fracasar da asco. Y por eso Moneyball es pedagógica, sin dejar de ser una paráfrasis del Beckett que afirmaba: Poco a poco. Hasta por fin levantarse. Ahora fracasa mejor…Ahora fracasa mejor… Peor. No hay futuro en esto… Por desdicha. Sí.

Cuando me hablan de Induráin, yo
me acuerdo de aquel que no salía en la
foto: Fernando "el sufridor" Escartín.
Moneyball es una película sobre el arrinconamiento de la dignidad  —peor, sobre su futilidad—. Su final no está punteado por un cronometro agonizante o un home run in extremis,  sino por tres frases escritas que sellan, no ya un fracaso, que vale, sino la circularidad y perpetuidad de ese fracaso, que ya jode más.
Por nada del mundo me gustaría que renunciáramos a la narrativa del deporte, pero habrá adaptarla a los tiempos, desarmar su lógica del esfuerzo y despojarla de reduccionismos que nos imponen.  Si hay que elegir en la lógica guerravicilista que enfrenta a  Guardiola y Mourinho quizás me quede con la panza enfundada en un chándal gris de Bielsa o con el espíritu desincero y melancólico de un Emery despreciado por los suyos.
Oh capitán, mi capitán
(reloaded and unfashioned)
Corren malos tiempos para  la épica y el lenguaje del éxito. Billy Beane no es carismático, no viste diseños de Disquard2 o Toni Miró, no lee a Miquel Marti i Pol y no pone vídeos de Gladiator a sus jugadores pero, sobre todo, no defiende el  tiqui-taca, el savoir faire ni el talento. Más bien al contrario: Beane asfixia la creatividad con un método matemático que ni siquiera es idea suya; se limita a encontrar un cerebrín, que a su vez copia un libro, y defender el modelo, pero incluso en eso  fracasa cuando cede a la superstición y abandona el campo en plena racha de triunfos de su equipo. Con esta renuncia Beane abdica de la racionalidad de su sistema y de lo único que lo ha venido manteniendo a flote: su fe en él. 


Si a Educación Física nos hacían ir en chándal era por algo.
Y me dirán que había flashbacks redundantes y les 
daré la razón, aunque apostando a que la culpa es más de la propia noción de flashback que del guion de Sorkin. Pero por favor no me interrumpan ahora, que ya termino. No pude hablar de cómo Jonah Hill condensa en cada gesto el espíritu retenido de la película, ni de cómo su personaje es todo caballero que se precia de no molestar a la trama con conflictos personales o epifanías privadas. No tuve tiempo. Ahora es tarde. Ya no queda tiempo más que para hablar de esa canción que cierra la película, en la que la niña varía la letra del original para acabar diciendo lo único que se le puede cantar a  un padre, lo que yo le cantaría al mío y lo que ya le oigo a mi hijo cantarme a mí: you’re such a looser dad, you’re such a looser dad.

sábado, 5 de mayo de 2012

Contra el público de Woody Allen


MGV

Hoy seré festivo, casi imperceptible y liviano, no tanto para compensar la desastrosa recepción del último post, aquel en el que puse mi alma y que hundió los registros de pyr—así bautizado por un participante de esta su casa—, como para mimetizarme con el objeto de estudio. Así será esta sección, con su poquito de aquí te pillo, aquí te mato. Esta es una crítica en exclusiva de To Rome with Love. No se preocupen que a buen seguro les digo que no habrá spoilers. 

¿Quieres Roma? He's your man.
La última película de Woody Allen antes que divertida o aburrida, consistente o inconsistente, buena o mala —y adivinen cuál será la tríada—, es una película perezosa, mucho más mecánica y adocenada que John Carter, por poner un infortunado blockbuster. Fotografía Roma no ya desde la estereotipia, algo que no tendría por qué sentarle mal precisamente a Roma, sino con desidia; sobrevuela los diálogos con prisas, como si quisiera llegar a algún lugar que, al final, se descubrirá inexistente y los chistes desfallecen en la boca de los protagonistas antes incluso de que acaben de ser pronunciados.
Todo esto podría ser perdonable, sino fuera porque está al servicio de la mayor de las tropelías del último Woody Allen: se ha vuelto didáctico. En sus últimas películas el neoyorquino se ha empeñado en revelarnos una idea, una sola y, aún peor, ingeniosa y en mostrárnosla hasta la extenuación (la de la idea y la nuestra).
Dice que ahora rueda fuera porque en Europa le cuesta menos conseguir financiación: nada que reprocharle a la industria de Hollywood (salvo el Oscar a mejor guion de la pasada campaña).
On permanent vacation.
Ya se ha vuelto un lugar común afirmar que Match point fue su última obra maestra. Desde allí hemos ido de mal en peor. Scoop se aferraba a dos chistes y lo último que tenía que ofrecer la señorita Johansson antes de abandonar el mundo de la actuación (sigue trabajando, pero es ya es otra historia); El sueño de Casandra, en cambio, resucita con el paso del tiempo: en su día fue catalogada de pequeña y correcta, pero hoy, a la luz de lo que vino después, sabemos que allí al menos había aún actores, trama y escenarios.
De Vicky Cristina Barcelona me cuentan que había una película, —mala al parecer pero yo no la recuerdo— alrededor de Penélope Cruz, presencia única y divina que puso disparate y desbordamiento donde Allen solo quería –y bien que lo entendieron Bardem y Johansson— arquetipo y desierto. Si la cosa funciona, por justa cronología del guion pertenece a otra época, aunque no se ahorró el director su regalito final en forma de simplismo cuasihomofóbico. Conocerás al hombre de tus sueños era un agujero negro de hora y media. Y llegamos a la que ha sido acaso la peor de todas por más impostada y condescendiente. Midnight in Paris es un monumento al kitsch que golpea nuestra cabeza con una idea —la máxima “cualquier tiempo pasado fue mejor” es un error de perspectiva— que, como mucho, haría parecer ingenioso al tipo que se sienta a nuestro lado en una comida aburrida con desconocidos. Era irritante además oírle pregonar que consideraba a su público tan inteligente como a él mismo, cuando resultaba más que evidente que las referencias culturales estaban talladas a la medida del exacta del middlebrow


Y aún así es un gesto de rabia infantil, injusto y ridículo, criticar el trabajo de un señor que asegura que no le importaría hacer una obra maestra siempre que no interrumpa sus planes para cenar esta noche o que afirma sin remilgos que hace películas para que la ansiedad no lo devore y que trata de hacer coincidir sus rodajes en el extranjero con las vacaciones de sus hijos para pasarlas todos juntos en familia.


The untouchables.
Woody Allen utiliza la misma tipografía en todas sus películas para no gastar dinero en títulos de crédito y escogió al desconocido grupo Gulio y los Tellarini como banda sonora para Vicky Cristina Barcelona porque estos le deslizaron un disco bajo la puerta de su hotel y no le cobraban derechos de autor. Ha dicho hasta la saciedad que París, Barcelona y Roma le traen sin cuidado si no es más para darse un garbeo por sus calles, tan pintorescas ellas. Cuando sus actores acuden a él en busca de instrucciones, Allen les tranquiliza diciéndoles que si los ha contratado es porque le gusta su trabajo y les anima a que lo dejen en paz. Tampoco le gustan las segundas tomas: con una basta (y acaso sobra).

Con estas premisas artísticas, que lo acercan alegremente al funcionario que pasa más tiempo tomando el café de la mañana que en la silla de trabajo y que, precisamente vez por eso lo vuelven más envidiable que criticable, Allen nos recuerda que el problema no lo tiene él sino nosotros, que acudimos a ver sus películas.
Reprocharle su pereza o su desidia creativa es una pataleta nuestra que a él ni le va ni le viene. Y llego al final de la crítica, con la promesa cumplida de no introducir spoilers (supongo que a estas alturas a nadie se les escapa que un servidor no ha visto el filme) y no querría marcharme sin proponerse un compromiso, tal vez por colectivo más fiable, de que esta vez seremos fuertes y no iremos ninguno a ver To Rome with love.
Repitámoslo todos a una: nada esperamos de ella, nada queremos de ella.
Eso sí, y doy por hecho que en esto también estemos juntos en esto ustedes y yo: a Penélope no me la pierdo.
Escrito está en mi alma vuestro gesto.



sábado, 28 de abril de 2012

Thérèse philosophe (c'est moi)


Carlos Pott

Para Theodor W. Adorno, que cambió mi vida in so many ways.

Les diré que he estado próximo a abandonar el blog, y que no sé cuántas más veces podré recuperarme de periodos febriles como este. Y no es justificación menor el que no sea capaz de asistir santamente (con dolor y ascesis) al compromiso que quedó establecido (ustedes no se enteraron de aquello) y a cuya observancia me debo y creo que merecen (aun en su indiferencia y su torpeza). Me abochorna cómo la irrupción en mi vida de deberes ajenos ha arrasado con la costumbre impuesta y ha llegado a pervertir mi entereza.

Pero no valen estas excusas: siempre me he sentido muy limitado para toda disciplina que tuviera por fin la producción. A mí siempre me ha parecido que la rentabilidad era una expropiación de las funciones del trabajo, que tenían que ser, necesariamente, intransferibles (acaso clandestinas). Nunca he podido establecer ninguna regla de escritura, ni horaria, ni sintáctica, ni gestual (yo, que tengo maniere para casi todos los acontecimientos que preveo: tan pocos); lo cual contrasta con mis innúmeras reglas de lectura que, si bien llegan a dibujar la faz de una anarquía, sustentan un orden férreo (y, claro, intransferible, acaso clandestino), y cuya soberanía, junto a mi incapacidad reciente para ejercerla, es lo que me ha conducido a este estado de excepción (que incluye este blog). En fin, decía, que apenas sé escribir; quiero decir, sobre todo, que me duele y es extraño y que no basta con que quiera escribir o necesite hacerlo para que pueda hacerlo. Pero también, digo, que no sé articular un texto escrito: jamás lo que me leen proviene de un proceso de síntesis, sino de una progresiva hinchazón con la que resuelvo estancamientos (o embelecos). 

No puedo, por tanto, hacerles partícipes de unos procesos intelectuales que ya no existen; vagamente conservo algunas ideas sobre Beckett y sobre Platón y, de manera inédita, necesito ver películas para hablar de ellas, prueba definitiva de mi pobreza espiritual. Es también el precio de aquello de lo que siempre me enorgulleciera, revirtiéndose en infortunio: de no sostener ninguna idea sobre el cine (porque no creo que aún exista). Así que hoy siento que no podía haber un asunto que me fuera más lejano (la aeronáutica, tal vez) para iniciar un blog (cuanto más para mantenerlo) que este del cine, o este del cine, al menos, en forma tan vanidosa.

Si hoy vuelvo es porque el otro día vi una película (La pianiste, de Michael Haneke, que emitieron en La2) y porque volviéndola a ver (y eso que yo me había propuesto acostarme muy temprano) se me vinieron a las mientes reflexiones que, además de cerrar algunos temas iniciados en mi anterior post (Nicole Kidman, santa), inciden sobre un asunto que mucho tiene que ver con esta dificultad que les digo, les decía, que me atenaza: mi relación con lo real, espacio tiránico y artificioso, constructo débil pero pregnante (machacón, grosero, ajeno a toda sutileza). 

Les contaré que hasta entonces yo había sido un espectador sereno y reflexivo de la película, pero que el lunes rompí a llorar desconsolado durante su escena central: aquella en la que la profesora de piano es humillada por su amante, pero no en la forma sadomasoquista en que ella desea (él le dice que no podría tocarla ni con un guante), sino a razón de su deseo, cuya revelación, precisamente, llama a esta humillación. ¿Me explico?

La escena es esencial porque sirve de ejemplo para el que es el tema primero de la película: la relación del imaginario individual con la realidad. Es lo que se pone en juego en la exposición epistolar del desmadrado erotismo de Erika que tiene lugar entonces, pero también antes en sus exquisitas observaciones como profesora, en las que, por ejemplo, vincula la fealdad de Schubert a la anarquía reinante en los tempi de sus sonatas. Curiosamente, había leído yo en el periódico de la mañana, que el drama de la protagonista revelaba no sé qué aspectos de una sociedad enferma. Supongo que al escriba en cuestión le fue imposible aceptar el peso de una individualidad (tanto más verdad que la del escriba mismo) capaz de poner en jaque al mundo, de revocar la realidad toda. Si probáramos aquí (si lo probara Manuel, que tiene peor gusto) a establecer conexiones entre las películas y las lógicas de lo real, acabaríamos por ofrecer desmontada e inútil la estructura interna de los relatos, más en este caso en que el relato habla de esta resistencia, o de esa incomunicación. Un comentario (este) sirve, en cuanto apéndice cultural, para configurar realidad, mientras que un relato (digno) sirve para suspenderla. Así, por aquel lado, el amor del alumno; así, por el de acullá, el deseo de la maestra.

Digamos incluso que esta es la relación de todas las películas de Haneke con su exterioridad. Si bien los nexos pueden estar apuntados, las cerrazones se mantienen sólidas, y la relación es de oposición (o de agresión: la de Funny games; película que, definitivamente, supera el marxismo). Aunque quizá esto, la imposibilidad de las películas de Haneke de servir como imitaciones de la textura de lo real o de detentar cualquier valor simbólico, no sea tan cierto en la que es, seguramente, su peor película, la cansina y perfumada Das weisse Band, pero es una tensión (un amago y su suspensión, una relación histérica), que compone el alma de sus dos obras mayores: La pianiste y Caché

Lo diré en una forma más personal: yo apenas podría soportar que La pianiste fuera una película sobre la represión y sus estragos; que se mostrara algún vínculo causal (en alguna fórmula, movimiento de cámara o giro de guion) entre la represión del personaje (los modos en que esta represión ha sido ejercida sobre su cuerpo y se muestra en su apostura) y su imaginación sexual. He aquí que lo niego, y no encuentro evidencias que lo sustenten.

La psique amenaza a toda hora con su irrealidad (en primer término, amenaza a la psicología), y no por su arbitrariedad, sino por su capacidad (misteriosa) para sostener una lógica estricta pero que es, en cuanto imaginante (o delirante), inasimilable por el mundo de lo real. Lo que no podemos saber es si el delirio responde al absurdo y el caos, o es una intensificación deformante (en ocasiones irónica, en ocasiones contestataria, en ocasiones completamente independiente) de los atributos que se consideran propios de la racionalidad, y que llevaría a sus últimas consecuencias: la evidencia, el orden, la verdad, la capacidad de demostración (sí podemos llegar a entender que en el origen de algunos delirios -los neuróticos- se encuentra la imagen utópica de la racionalidad en cuanto falso reflejo de lo real, y que estos son imitativos). Por eso es tan amenazador. 

Ya decíamos, no hay nada más intolerable que la potencia indeterminada e injustificable de un imaginario. Y entiendo que un imaginario es aquello que no tiene más legitimidad que la que él mismo se asigna: el marxismo, el freudismo, el amor compartido…, que en ocasiones tiene capacidad de seducción suficiente para hacer desear al mundo la aprehensión de su estructura ideológica. La reacción idiota del amante es canónica: el espanto. Este, el alumno estúpidamente jovial, despierta mi repugnancia (¡pero es él quien se concede la merced de despreciar!) con su egoísmo donjuanesco y la imprudencia de su amor, que contrasta groseramente con las exactas e inmemoriales mediciones que ha tomado la profesora (no son solo suyas, son de todos los deseantes excluidos) hasta que se ha decidido a confesar los modos de su imaginación erótica. Ante la enunciación de lo imposible, no queda, en el mejor de los casos, otra opción que callar, pero ese ser fatuo, de tibia y adocenada belleza, opta por la indignación (la furia de los imbéciles, que ignoran la humildad de la rabia y el odio). Lo demás es historia conocida.

El acto de comunicación abre en el centro de la alfombrita, donde ella se recuesta con una delicadeza insoportable, el abismo de un apocalipsis. Sabemos entonces que si Dios lleva tanto tiempo callado es porque dispone el fin para un futuro casi inmediato, y que, mientras tanto, lo imagina. Digamos que la profesora de piano se explicó demasiado y demasiado pronto y ante un indigno pelagatos (¿si no podía entender a Schubert, cómo iba a entenderte a ti, Erika?), aunque intuimos que cualquier momento hubiera sido prematuro. Al fin y al cabo, su psique se muestra infranqueable, como es prueba el que solo pueda manifestarse en sus facultades extremas (aquellas que sirven para obstruir la relación con la realidad) que, en ese momento, al buscar posibles satisfacciones en el mundo, se auto-enajenan y conducen a un nuevo tipo de delirio. Pero ¿alguien cree que esas satisfacciones propuestas, comunicadas en la forma banal de un manual de sadomasoquismo, conducen más allá de su propia reproducción insidiosa? No hace falta que se diga, pero si el martirio y la auto-lesión erótica son lo propiamente masoquista, la composición indestructible del deseo (y la fatiga a la que conduce) es lo propiamente, ya no sádico, sino sadiano

Y además, quizá tampoco el personaje sea exactamente heroico: el defecto principal de Erika es el ímpetu de su deseo mezclado con una cierta falta de creatividad que la lleva a someterse, para superar su mudez, a las superficies visuales (tan cutres) del porno y el bondage. También participa en la escena esta tristeza: que, a pesar de su fuerza ciega y su capacidad de destrucción, el imaginario de Erika sea tan aburrido y estéticamente poor. Pero la culpa es de la realidad, que destroza todo lo bello.

viernes, 20 de abril de 2012

Cómo vivir juntos: Dolor

MGV

Para Nacho, en respuesta a su compañía, en pago a su desaire.

(Para lo correcta comprensión de lo que sigue véase el comentario de Nacho a «Esas no volverán: Hugo o el insomnio».)
Pocos días alegres tan alegres en la vida de una persona como aquellos en los que uno inaugura una sección de blog, incluso cuando es una sección temeraria, destinada exclusivamente a que los lectores, motor y sentido de esta fanfarria, puedan pedir a Pundonor y recato los post que se les antojen.
Entiendo (entiendan) que no se hablará aquí del cine como vicio recreativo solitario, sino en tanto que ceremonia estética, y toda comunión, entiendo (concedan), esconde una rivalidad entre sus partes que hace precisas, para referir el encuentro entre espectador y obra,  la metáfora de la rivalidad y la dialéctica victoria-derrota.
Y esa dialéctica será adecuada, esto es, productiva, siempre que no perdamos de vista que al cine se va solo a perder (en primer lugar, el dinero). Por supuesto, es legítimo ir a la sala y salir de allí reconfortados de nuestros pesares, vigorizados en nuestro impulsos, aliviados de nuestras dudas o, incluso, realizados en nuestras pretensiones, siempre y cuando el espectador tenga claro que entonces habrá sido, no ya derrotado, sino ninguneado por el cine.


 Legitimidad, a quién le importa lo que tú digas.
Viles consejeros son los que nos llevan en esos casos hasta la película. Por ejemplo, la voluntad de comprender. Comprender es la síntesis noble de dos impulsos criminales: simplificar y poseer. Desconfiemos del cándido que, en realidad, no, cariño, yo solo te lo pregunto porque quiero comprenderte. Es el diablo camuflado y lo que quiere es tu alma.
Y esto sirve al cine pero sirve, como el ejemplo lo pretende, a todo lo demás. Traigo aquí las acusaciones que en tantos foros recibió Pundonor y recato de ininteligibilidad (unos post más que otros, digamos). Lo sorprendente no es que un lector entienda o no un post, cosa que al fin y al cabo depende de múltiples variables, sino la rabia con que ese lector se siente atacado por la opacidad. ¿Por qué ese mismo lector en la sala de cine, cuando algo escapa a su control, se ofende y sentencia que el director en cuestión es un pelanas modernillo y su película  una tomadura de pelo? Pues posiblemente porque se ha sentido agredido en uno de sus más íntimos derechos: el derecho a la propiedad privada.

-¿Entonces te gustó la película?
-¡Era real como la vida misma!
Pero el mal absoluto no está en la comprensión; a fin de cuentas esta no es más que el paso previo a la necesidad de identificación, la verdadera villana de esta historia.  Es por ella que la obra deberá renunciar a su discurso en virtud del del espectador, que exige convertir lo que sucede en la pantalla en caja de resonancia de sus desventuras cotidianas (porque con su vida no le basta, digo yo). Y al resto que le zurzan. Una sentencia late en el subconsciente de ese espectador: los nueve euros de la entrada me dan derecho a comprar el alma de la película.

¿Y no os habéis preguntado por qué siempre
se hace una pelotilla en el ombligo?
El paso último e hipertrofiado de este impulso sería convertir el cine en una prolongación del  género por excelencia más proclive a la identificación: el monólogo cómico.
El diseño sería a las artes plásticas lo que el monólogo a a las formas narrativas.
Estos dos discursos conllevan la exigencia de reducir a cero sus fuerzas de resistencia. Son todo asimilación. Justamente lo contrario que el cine, el arte y, en la medida de sus posibilidades, Pundonor y recato. Decía mi estimado señor Pauls que sólo hay un asunto que debería obsesionaros y es cómo ser contemporáneos. Para ello, dice haber encontrado tan solo una solución: volverse decididamente anacrónico (y, por favor, no vean aquí una boutade).

Si el National Geographic fuera así en la siesta soñaríamos
con Dios.
En esas resistencias se cifra precisamente el dolor de la experiencia estética y la clave de este post. Aquel 2011 nos brindó un buen puñado de ellas: la escena del tigre en La piel que habito; la secuencia, bautizada por los apóstatas como National Geographic, de El árbol de la vida, la felicidad militante de Le havre o la primera mitad de Melancholia (escojo estos elementos de cada uno porque entiendo que hay consenso en que todo lo demás en ellas es indiscutible). Algunos espectadores se revuelven e intentan evitar su inexorable derrota: Almodóvar no sabe dirigir actores, Malick nos quiere dar gato por liebre, Kaurismaki se ha vendido a la lisergia, l’enfant terrible ya no sabe ser original y empieza a repetirse. Estas son las tentaciones anestesiantes que nos acosan en semejantes disyuntivas, los atajos para evitar el conflicto, y es ahí donde debemos afrontar que al cine, si es que vamos con honestidad, acudimos para despojarnos de la última certeza, para impugnar nuestras afinidades, para desembarazarnos de nuestros gustos, ya obsoletos desde la última vez que entramos a una sala. Pero claro, toda renuncia es sufrida y es ahí donde aparece el dolor.
¿Debemos deshacernos pues de nuestro juicio para la experiencia estética? Jamais.  Si hay que condenar el insensato acento brasileño de Roberto Álamo, hágase; si hay que reprobar a Von Trier por esa boda interminable, así sea; pero no sin antes habernos cuestionado nuestras creencias estéticas, renunciando a nosotros mismo si fuera necesario. Enajenémonos. Suspendamos el gusto y difiramos el criterio.

"El pensamiento debe ser duro de cabeza y
ligero de pies" (E. Trías).
¿Cómo? ¿Qué actitud tomar entonces en el camino que separa el hogar de la sala?
Para responder a esto, amigo Nacho, permíteme que parafrasee a aquel rector, luego ministro, de tobillos estrechos: al cine —y digo al museo y digo a Pundonor y recato—, se viene llorado de casa.

Y cito a un amigo que citaba a Maupassant: mon cher, le bonheur, n’est pas gai.

sábado, 14 de abril de 2012

Nicole Kidman, santa.


Carlos Pott

¿Qué es amarme?



Y escúchenme bien: quiero ser amado, pero no me importa quién sea el sujeto de ese amor, sino tan solo lo que constituye (las causas, las maneras) el amor por mí. Atrévanse, cuantas más personas de entre ustedes (y de entre los por descubrir) me amen, más reduciremos el margen de error, y estaremos más próximos a determinar objetivamente el sentido del amor hacia mí, ese del que ya tan poco queda.

Yo, que no puedo amarme con la ingenuidad y la pasión de ustedes, trabajaré para afinar la idealidad de otros amores. Hoy, por ejemplo, uno que ha sido sometido en los últimos tiempos a muy duras pruebas: el amor por Nicole Kidman.

Dicho en simetría: ¿qué es amar a Nicole Kidman? (pregunta deseada que aún no es maś que esto: ¿qué soy yo amando a Nicole Kidman?).



Empecemos por el principio: Eyes wide shut. No es que antes no hubiera mostrado sus dotes (no es difícil pensar que To die for [Gus Van Sant, 1995] hubiera sido una película distinta y, en casi cualquier caso, peor, de no haberla protagonizado ella), pero solo entonces su figura espigada y excelsa se transforma en el soporte de un deseo opaco e indeterminado, y su rostro, que habrá de pasar todavía por las conocidas peripecias quirúrgicas, adopta la provocación de una sexualidad desublimada e inestable. 

 
Y una monja.

El origen es, sí, Eyes wide shut y su final, con aquellas líneas resonantes en que Nicole le dice a un Tom más guapo que un San Luis que lo que toca ahora es follar. El “fuck” con el que se cierra la película es bien raro con respecto al cuerpo sinuoso de ese monumento numínico (y eleusino) que es la película de Kubrick, y en él entendemos, teniendo que ignorar la avaricia de la representación, que nadie ha follado todavía. La película quizá sea freudiana (se verá otro día), pero nunca, en cualquier caso, por juguetear con sentidos psicoanalíticos, como sí hace el muy inferior relato de Arthur Schnitzler en que se basa.

Lo que se muestra en ella es que el deseo, para sostenerse, precisa de una retórica (el erotismo) que llega a suspender (a impedir) sus supuestos fines (porque es una forma de desatención del acontecimiento). Este podría ser uno de los temas de Eyes wide shut, si poner en relación el deseo con su realización fuera algo más que una falsaria salvación discursiva; tan necesaria, empero, ante una película estrictamente religiosa o ritual como esta. Desde luego, creo yo, no hay una idea que le sea menos asignable al deseo, o acaso solo en lo que respecta al agotador mundo de lo real (que tan poco debería interesarnos), que la dicotomía liberación/represión o, aun peor, realización/no-realización. El deseo no responde a preguntas de este tipo.

Hay también, y por el contrario, una lectura pedagógica del final de Eyes wide shut: ustedes, las mujeres y los hombres, han sido expulsados del deseo (virtud creadora, propia de los dioses) y no les queda otra que consolarse con el sexo (esa práctica tan rancia).

Her own way.
Ya saben que después de Eyes wide shut (yo calculo que pasados tres años desde que se rodaran aquellas escenas), el matrimonio Cruise-Kidman se separó. Él acabaría teniendo una hija con la calamitosa Katie Holmes, Suri, y estamos casi seguros de que no recuerda ni por lo más remoto los que alquilara junto a Nicole. Ella inició el extraño camino que hoy reseñamos. Son muchos los datos que remiten a un mal sueño: su empastillamiento (su infeliz acento australiano) al recoger el óscar, la progresiva reducción de su nariz, su matrimonio con un cantante country... Solo en una ocasión (recuerdo bien mis erecciones) se nos dio desearla con franqueza, Dogville, aunque Lars von Trier decidiera que el precio de querer follárnosla era tornarla en víctima (despojarla de su soberanía en estas lides), y obligarnos a desear a un tiempo la sumisión de aquella mujer (y la inversión de su cuerpo en busca de la analidad) que es, como todas las protagonistas del director, heroica y necia (bíblica). Las sucesivas violaciones de Dogville son las únicas escenas de sexo (si obviamos el inciso promocional de Eyes wide shut, momento que nunca he entendido y que estaría dispuesto a rebatirle a Kubrick) que se le han visto a Nicole.

Las mujeres perfectas.
Poco después del divorcio accedía a un puesto privilegiado en el star system que desaprovecharía a la velocidad de la luz (la limitación expresiva de Bewitched es excesiva incluso para una autora de su calibre). En una impensable apuesta en forma de remake, Frank Oz acentuaría el exacto punto en que Nicole empezaba a desviar el deseo de los espectadores (a apropiarse de él y a exasperarlo), con una película tan ignorada como notable, The Stepford wives, donde empezaba a ser irónico que en su gelidez y turbiedad fuera ella la representante de lo humano encargada de desenmascarar a las perfectas mujeres robóticas de Stepford (no era poco irónico tampoco que su marido allí fuera... ¡Matthew Broderick! ¿Cómo una película en la que él aparezca puede tener aspiraciones comerciales?). Nunca una actriz supo conjugar en un mismo instante la gloria (venida de una especulación excesiva por parte de los productores que quisieron ignorar su alma de freak) y un incipiente fracaso que ha acabado por hermanarla con Nicolas Cage y Joel Schumacher (ella dijo sí).

Pero atendamos al caso de una de las grandes obras maestras de nuestro tiempo, Birth (Reencarnación), de Jonathan Glazer.

Otra forma de cine pornográfico.

Vaya el final por delante: un final en el que el planteamiento que llamaba a la signatura de lo fantástico –un niño que, por obra y gracia del montaje, sabemos que nace en el mismo instante en que muere un hombre, marido de Nicole Kidman, dirá ser la reencarnación de este aportando numerosos datos íntimos que lo confirman–, se revela como una desencajada travesura infantil cuando se descubre que el niño había encontrado una caja con todas las cartas que se enviaban la señora y su marido (¿en serio?) y había construido una farsa con un collage de sentimientos, pareceres e informaciones diversas para llevarse a Nicole a la cama. El final es traidor en su desahucio de toda mística posible, pero ofrece una osadía irrenunciable -que ese niño es un guarro-, capaz de aquilatar la desmesura de sus preguntas. Preguntas en la frontera de los lenguajes (la que visita, precisamente, por su irrespetuosa relación con el género) y las líneas rojas de la asignación de los placeres (la sexualidad infantil, todo lo prohibido). 

Este es el terreno más adecuado para la Kidman, como muestra el célebre plano sostenido de cuatro minutos mientras asiste a la ópera (en el que ella, en rigor, no mueve un músculo), solo comparable al que la simpar Barbara Stanwyck regalara a Wilder en Double indemnity (Perdición). Solo una actriz compleja, ambigua y locuela puede generar tales mareas en la quietud (puede desviar tan radicalmente la mirada al mirar de frente).

Otra forma de cine musical.


El otro momento álgido de la película, en que el niño va a visitarla mientras ella se baña, plantea cuestiones no menos atrevidas: que si puede el mundo sustraerse a la determinante disciplina del pene, o que si un niño puede ser reducido (o elevado) a la sola fuerza significante de un falo (en su lento caminar hacia la bañera, y si se mira fijamente, se puede llegar a apreciar cómo deviene genital). Birth (como Margot at the wedding, acaso su mejor interpretación, y como Eyes wide shut) elude toda complacencia y es, por ello, la película kidmaniana por excelencia. En este caso, el órdago se esconde no solo en la insinuación de sus tesis, sino también en las implicaciones de su final (que hacen del beso en la calle, de la higiénica visita, auténticas fiestas de la intención), que actúan como negación de toda serenidad, tanto genérica como moral. Y es que siempre será más aceptable un niño venido de ultratumba (opción, al cabo, lejana y coherente) que un niño que hace de un calentón una psicosis (opción amenazadoramente cierta y desastrada).


Invocación a Príapo.

Nicole y su devenir-mono.
Desde entonces, ya sí, la mirada de Nicole no volverá a ser la misma. Ella es una mujer santa: que es atravesada por el deseo y lo distribuye en formas imprevistas, quizá sin quedarse nada para sí. Y por eso en Margot at the wedding (donde el resto de personajes advierte su esquivo atractivo y especula sobre su pasada belleza) convoca a su hijo pre-adolescente al disfrute de los placeres del sexo en común (que quizá sean otra cosa, pero también Nicole ha sido engañada en esto); se trata de las confusiones que las drogas, que toma a manos llenas, imponen sobre su labor evangélica y su martirología, acuciadas además por la euforia que le provoca el encuentro con los otros, que la hostigan con su extraña costumbre de compartir el tiempo y los afectos con los demás.

¿Cómo decirte, sombrero?
Y es que Nicole Kidman (como yo) ha sido expulsada de los órdenes y las lógicas del deseo, pero no ha renunciado (tampoco yo) a sus gozos e inquietudes.