martes, 13 de noviembre de 2012

Robert Pattinson y Ana Botella... ¡juntos!


Carlos Pott

(A nadie se le escapará que elijo este título para convocar algunas visitas desnortadas, de la misma manera que el propio Robert Pattinson ha debido de arrastrar a algunas jovencitas a sus salas de barrio a ver una película como CosmopolisPero, ¿ha cerrado ya el blog?, ¿es este el último post? Es solo la tentativa de un nuevo renacer).

Chaqueta con flores
y señora dentro.
Veamos: Cosmopolis. Aquí está más claro que nunca, vuelve a estarlo, que la película es mejor que la novela. La película no es, después de todo, más que una lectura dramatizada que requiere una menor dedicación y genera similar aburrimiento. A pesar de su ansiedad por referir el presente, en la novela todo transcurre en el pasado átono que es propio del género y que solo puede tener a un personaje en su centro: el joven intelectual burgués más o menos malgré lui que, heureusement, vive, sans être heureux, gracias a una renta anual familiar, u otra alternativa al trabajo. 



Ella también tiene
sus revenantes.
La novela está condenada a una cierta vacuidad que la película sabe esquivar a ratos. Cuando leí en ella la variación sobre la frase de apertura del Manifiesto Comunista (ya saben: “Ein Gespent geht um in Europa –das Gespenst des Kommunismus”; o, en el querido inglés: “A specter is haunting Europe – the specter of Communism”) para decirnos que lo que “se cierne” –según la traducción clásica de Wenceslao Roces– sobre el mundo es “el fantasma del capitalismo”, solo pude pensar que Marx y Engels ya incluyeron, descartándola, una tal frase en el texto original, y que la versión de DeLillo no va más allá de la asimilación banal del capitalismo con las potencias del mal. Por su parte, en la película de Cronenberg, las letras de los marcadores informativos de Times Square que sirven de glosa a las revueltas callejeras, parecen decir otra cosa al decir lo mismo, y me llevan a pensar que la traducción del francés para la frase de Cronenberg no habría sido espectre, pero tampoco fantôme, sino revenant. Sin saberlo, los revolucionarios se alzan para excitar el advenimiento del capitalismo, que nunca ha llegado todavía, porque el capitalismo es aún un simulacro (un espectro).


Mientras la Historia siga reproduciendo sus viejas formas de ilusión (las revoluciones comunitaristas) seguirá alimentando la lógica voraz del concepto: la Historia ha llegado a su fin –San Juan da conferencias en Georgetown–, pero fingirá moverse aunque siga apartada de las condiciones de posibilidad de su transformación: ¿o es que alguien piensa que a Occidente le está dado, en un futuro mediano, llegar a ver el rostro de Oriente (o es que tenemos una lectura alternativa para la “primavera árabe” que no sea la de “la mayoría de edad de Facebook”?)?
Esparciendo la primavera
por todos los rincones.

Parece improbable que mi desprecio por la frase en la lectura y el limitado provecho que le saqué cuando la leí en pantalla se deba a mi desatención. Sería muestra de su imprudencia que propusieran un tal diagnóstico, y no cayeran en la cuenta de que son las condiciones de enunciación de la novela lo que me condujo a la actitud primera. Digamos que el viejo y pueril profetismo de aquella es tornado por Cronenberg, con nada más que espíritu guiñolesco, dicción exasperada, parsimonia ominosa y una puesta en escena tan cuidada y pinturera que llega a parecer que a alguien le importa, en una cierta perplejidad frente a la incapacidad del “darse” el presente en los diálogos expoliados. El distanciamiento es, en la película, mucho más infranqueable, porque afecta también a su material de partida.



Chevalier Louis de Jaucourt,
mi enciclopedista favorito.
¿Qué muestra la película –decir, dicen lo mismo– que no podría captar el pasado monocorde de la novela? Que nuestro presente está escindido entre el ansia que lleva a sus moradores a entender que todos los signos de sus técnicas son indicios del futuro (señales ciertas de un porvenir que se puede tocar con los dígitos), y el ansia (no menor) por afirmar la legibilidad redentora del pasado (sustrato cierto del presente) merced a la certeza del progreso. De ello concluyamos que el utopismo futurista y el enciclopedismo (más o menos iletrado) son las dos principales corrientes espirituales que nos dominan.



Y aquí, mi tacto rectal favorito.
Así, el protagonista de Cosmopolis está desencajado por esta angustia de doble rección, que le lleva a follar y desear por fuera de los cuerpos (y no tengo que ser yo quien les explique que la ampliación protésica del organismo humano es uno de los rasgos del nuevo clasicismo futurista) y a amar como si nada de todo esto (el capitalismo: el fin de la fe, el compromiso y la culpa) hubiera ocurrido. Y no me refiero a la manera en que se casa en los albores de su relación de noviazgo, sino más bien a cómo se lanza a la destrucción confundiendo el dolor con la verdad –lo que llamaríamos pasión, si tuviéramos memoria-, y a cómo el viaje a través de Nueva York articula, en sordina, un viaje al encuentro del alma infantil y los orígenes humildes (convención iconológica transcultural: dado que el niño está liberado de la ambición material, se le representará como pobre-pero-feliz) que confirma que DeLillo y Cronenberg han acabado por hacer sendos remakes de Citizen Kane.


La Viena decimonónica finisecular...

...y la Galilea evangélica y gibsoniana,
¿alguien conoce algún otro lugar?

Las escenas finales, que reducen sustancialmente la hostilidad previa, con el show de Paul Giamatti, tan exquisito pero tan de los 90, con el discurso del barbero sobre las formas obsoletas –pero todavía destructivas– del miedo y la violencia, parecen avisarnos de que Cronenberg avanza hacia la piedad; que nunca como aquí (¡precisamente!) había olvidado la certeza que fue uno de los centros de la egregia A dangerous method: que el yo es la forma correspondiente de capitalización psíquica (y las epifanías son movimientos bursátiles). Conclusión previsible: Cosmopolis es la película más acogotada de David Cronenberg. ¿Y tiene la culpa Don DeLillo? Le diré, señora.

Fotos que ilustran...
...que no todo me lo invento.

En fin, al caso: yo creo que solo Robert Pattinson es digno de mención. David Cronenberg lo eligió, parece ser, por la misma razón por la que Bresson elegía a sus actores o a sus burros: porque no estaba tocado por la técnica. No le auguro ningún futuro en el mundo del cine de personajes, porque los directores tienden a hacer trabajar a sus actores, y no parece que la autonomía del muchacho sea su mayor virtud, pero es difícil que yo deje de apreciarle, y no desaprovecho la ocasión para brindarle mi apoyo en su reciente crisis con Kristen Stewart. Es ya un amigo, como lo han sido para mí Michel Simon, el grupito de burros que intepreta a Balthazar en Au hasard Balthazar o Emma Thompson. Su interpretación, en cualquier caso, y su capacidad para tematizar su falta de recursos (de manera análoga en la que Nicolas Cage tematizaba su exceso en Bad lieutenant) es una fiesta brechtiana. ¿Podrá la academia polonesa resistirse a este vendaval? 

Lovely Baltahazar.