Carlos Pott
Mientras las series
dramáticas siguen contaminadas por aquella peste secular que llaman realismo, la sitcom trata infatigable de medir nuestra bajeza y sintetizar en
chistes repetidos y estereotipos chirriantes el aroma de los tiempos.
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La maravillosa Broad City: la sitcom ha muerto... ¡viva la sitcom! |
El primer capítulo de la
octava temporada de The Big Bang Theory,
a la que he llegado más tarde de lo que acostumbro, incluye una declaración de
intenciones por parte de Sheldon Cooper que es, probablemente, y junto a la
salutación entusiasta que recibió la monstruosa vulgaridad de Boyhood, lo más horrible que ocurrió en
2014. De vuelta de su viaje iniciático en tren, Sheldon confiesa a Leonard su
intención de “practicar el coito” con su novia desde hace ya tres años, Amy
Farrah Fowler (Mayim Bialik).
No he visto todos los
capítulos ya emitidos y acaso haya habido avances en este terreno, aunque
presumo que no habrán sido muchos, y presumo también que será un tema que no
renacerá hasta, más o menos, la penúltima escena de la temporada. Y que no
quedará resuelto, porque, necesariamente, los guionistas saben que este coito
es el tabú de representación central de su serie, no tanto inabordable por su
magnitud (no es la muerte necesaria de Tony Soprano), como por el efecto de
desactivación que tendría sobre la línea humorística más fructífera: la
intangibilidad de Sheldon.

Y ningún género como la sitcom ha hecho tanto por difundir la palabra del freak ni, a la vez, por desactivar su potencia subversiva: si el freak consiguiera imponer su forma de vida atacaría los cimientos de uno de los
sistemas políticos más asfixiantes, el de los afectos. Claro que no todo freak aspira a configurar un sistema de
valor a partir de su habitus, pero
Sheldon sí, y con razones de fortaleza infranqueable. La serie no se deja
llevar por el discurso de su protagonista (ninguna sitcom lo hace: todas hablan a través de las relaciones), y nos indica
con insistencia que el personaje es digno de amor a pesar de que él no sepa
querernos o no nos lo sepa decir. Los chistes crecientes en torno a la
funcionalidad de Penny y Leonard como padres de Sheldon es la operación más
diabólica que han desplegado los guionistas, sobre todo desde la aparición de
Amy: al hacer del personaje un niño, se puede entender que no nos devuelva amor
en las formas previstas entre adultos (nos quiere a su manera: todo el mundo se
quiere) y configura el progresivo acercamiento físico entre Amy y Sheldon (la sexta
temporada se consagró al primer abrazo, la séptima al primer beso…) como si
fuera una iniciación sexual tardía y Sheldon nunca hubiera tomado una decisión racional
al respecto.
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El programa sobre historia de las banderas de Sheldon. Cuando era decente. |
The Big Bang Theory es una serie frenéticamente ñoña, aunque su
incapacidad para perder el tiempo con los lances cariñosos, muchos de ellos urgidos por el sentimiento de culpa que parece generarles a los guionistas los desaires de Sheldon, es encantadora. Además, la forma en que han hecho inofensivo el egoísmo
monolítico del personaje es un ejemplo de ligereza espiritual y de amor por la criatura que la hace para mí irrenunciable. Pero el amor y el respeto son aliados
solo ocasionales y la sexualización progresiva del personaje es prueba de ello:
si Sheldon accede a las delectaciones del sexo, estará ya iniciado en el
principal culto de nuestra época y se demostrará que su intelectualismo
todopoderoso podía erosionarse con la paciencia justa.
Como se ve, para tolerar
la desafección del personaje basta con una transferencia básica, pero
para soportar la idea de que haya renunciado al sexo es preciso desplegar un
dispositivo que atraviesa la narrativa total y señala una expectativa cuyo no
advenimiento justifica la continuidad de la serie. Y es que la abstinencia de
Sheldon es, de hecho, inaceptable.
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El divino Niles, el fatuo Frasier, el viejo paleto. |
Pero lo maligno no es
que una sitcom halague los oídos de
sus espectadores celebrando a sus deidades, sino la forma en que pone en
representación el triunfo de esas deidades por sobre el paganismo freak de los
desheredados sentimentales.
Ya de los protagonistas de Frasier
(los hermanos Crane), dos snobs
amanerados y diletantes, se nos presentaba el intelectualismo como un defecto
que, además de generar exquisitos motivos humorísticos, solo parecía servir
para entorpecer sus amores y amistades. Eran cultos e inteligentes de la misma
forma en que su padre era rudo y sentimental; como el abuelo pierde la memoria,
el tío es un crápula de buen corazón o la madre está nerviosa porque la casa es
ingobernable, eran cultos porque eran débiles y, por eso, adorables. Como ven,
la maniobra de uniformización moral y la complacencia ideológica (¡que no
expresiva!) de la sitcom respecto a
los espectadores medios es implacable y solo cabe amarla con sensibilidad
neurótica e hiperactiva y espíritu de vencido: el mismo que nos lleva a ver un
capítulo tras otro. Sí y sí, de entre las relaciones compulsivas y felicísimas
que me destruyen, la sitcom podría
llegar a disputarle al alcohol su primacía.
También The Imitation Game, ahora en sus cines
pavoneándose con seductor efectismo kitsch,
tiene en su centro el problema del personaje disfuncional que, históricamente,
Buster Keaton, Jacques Tati o Larry David se negaron a plantear como un
conflicto de intereses con respecto a la vinculación del público, pero que ha debido
de ser un tema de encendidos debates en las mesas de los productores de esta
película y de los guionistas de The Big Bang Theory.
La película
dramatiza, con la seriedad fantoche de los carceleros, la circunstancia de que
la extrañeza variopinta de Alan Turing le granjee algunos problemas públicos
menores (entre ellos: su condena judicial por homosexualidad), pero la forma
estética que elige para rogar aceptación a todo espectador delata que la
singularidad del personaje solo es aceptable en la medida en que sirve a un
proyecto nacional; como es especial hace cosas especiales: esta es la tesis
expresa de la película. Se trata del freak siendo mancillado en la plaza pública
en nombre de los valores de la comunidad y a través de una siniestra celebración ritual: es Sheldon follando. Que The Imitation Game sea incapaz de
entender que Alan Turing era homosexual principalmente por su deseo y solo sepa representar la homosexualidad a través de la retórica mariquita de la evocación, e incluya
esta condición entre las rarezas que le convierten en ese ser singular que
puede hacer cosas que nadie hace, es uno de los rasgos más amables de
su totalitarismo moral. En general, su forma de redimir la excepcionalidad
intelectual del personaje y su torpeza afectiva nombrándolas misteriosamente
imprescindibles para determinar el carácter único del personaje y justificarlas
porque son el secreto último de su utilidad social perfila sombras más
oscuras.
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Fraternité |
Truly espostacular
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