martes, 13 de enero de 2015

El coito de Sheldon Cooper


Carlos Pott


Mientras las series dramáticas siguen contaminadas por aquella peste secular que llaman realismo, la sitcom trata infatigable de medir nuestra bajeza y sintetizar en chistes repetidos y estereotipos chirriantes el aroma de los tiempos.
La maravillosa Broad City: la sitcom ha muerto...
¡viva la sitcom!
El primer capítulo de la octava temporada de The Big Bang Theory, a la que he llegado más tarde de lo que acostumbro, incluye una declaración de intenciones por parte de Sheldon Cooper que es, probablemente, y junto a la salutación entusiasta que recibió la monstruosa vulgaridad de Boyhood, lo más horrible que ocurrió en 2014. De vuelta de su viaje iniciático en tren, Sheldon confiesa a Leonard su intención de “practicar el coito” con su novia desde hace ya tres años, Amy Farrah Fowler (Mayim Bialik).

No he visto todos los capítulos ya emitidos y acaso haya habido avances en este terreno, aunque presumo que no habrán sido muchos, y presumo también que será un tema que no renacerá hasta, más o menos, la penúltima escena de la temporada. Y que no quedará resuelto, porque, necesariamente, los guionistas saben que este coito es el tabú de representación central de su serie, no tanto inabordable por su magnitud (no es la muerte necesaria de Tony Soprano), como por el efecto de desactivación que tendría sobre la línea humorística más fructífera: la intangibilidad de Sheldon.

Ese coito es, subrayo, una amenaza planetaria. Aunque la elusión de lo sentimental no es constitutiva de su sentido del humor (digamos que no es Seinfeld ni Community), The Big Bang Theory tiene en su centro a un personaje que rechaza, humilla y menosprecia a quienes le quieren y que entiende que la coherencia intelectual y las vinculaciones sentimentales son excluyentes. No es preciso sorprenderse, pero la posibilidad de un personaje así en un producto mainstream parece reciente, aun cuando está ampliamente fundamentada en una progresiva normalización del freak, sujeto emocionalmente desclasado.


Y ningún género como la sitcom ha hecho tanto por difundir la palabra del freak ni, a la vez, por desactivar su potencia subversiva: si el freak consiguiera imponer su forma de vida atacaría los cimientos de uno de los sistemas políticos más asfixiantes, el de los afectos. Claro que no todo freak aspira a configurar un sistema de valor a partir de su habitus, pero Sheldon sí, y con razones de fortaleza infranqueable. La serie no se deja llevar por el discurso de su protagonista (ninguna sitcom lo hace: todas hablan a través de las relaciones), y nos indica con insistencia que el personaje es digno de amor a pesar de que él no sepa querernos o no nos lo sepa decir. Los chistes crecientes en torno a la funcionalidad de Penny y Leonard como padres de Sheldon es la operación más diabólica que han desplegado los guionistas, sobre todo desde la aparición de Amy: al hacer del personaje un niño, se puede entender que no nos devuelva amor en las formas previstas entre adultos (nos quiere a su manera: todo el mundo se quiere) y configura el progresivo acercamiento físico entre Amy y Sheldon (la sexta temporada se consagró al primer abrazo, la séptima al primer beso…) como si fuera una iniciación sexual tardía y Sheldon nunca hubiera tomado una decisión racional al respecto.
El programa sobre historia de las banderas
de Sheldon. Cuando era decente.
The Big Bang Theory es una serie frenéticamente ñoña, aunque su incapacidad para perder el tiempo con los lances cariñosos, muchos de ellos urgidos por el sentimiento de culpa que parece generarles a los guionistas los desaires de Sheldon, es encantadora. Además, la forma en que han hecho inofensivo el egoísmo monolítico del personaje es un ejemplo de ligereza espiritual y de amor por la criatura que la hace para mí irrenunciable. Pero el amor y el respeto son aliados solo ocasionales y la sexualización progresiva del personaje es prueba de ello: si Sheldon accede a las delectaciones del sexo, estará ya iniciado en el principal culto de nuestra época y se demostrará que su intelectualismo todopoderoso podía erosionarse con la paciencia justa.

Como se ve, para tolerar la desafección del personaje basta con una transferencia básica, pero para soportar la idea de que haya renunciado al sexo es preciso desplegar un dispositivo que atraviesa la narrativa total y señala una expectativa cuyo no advenimiento justifica la continuidad de la serie. Y es que la abstinencia de Sheldon es, de hecho, inaceptable.

El divino Niles, el fatuo Frasier, el viejo paleto.
Pero lo maligno no es que una sitcom halague los oídos de sus espectadores celebrando a sus deidades, sino la forma en que pone en representación el triunfo de esas deidades por sobre el paganismo freak de los desheredados sentimentales. Ya de los protagonistas de Frasier (los hermanos Crane), dos snobs amanerados y diletantes, se nos presentaba el intelectualismo como un defecto que, además de generar exquisitos motivos humorísticos, solo parecía servir para entorpecer sus amores y amistades. Eran cultos e inteligentes de la misma forma en que su padre era rudo y sentimental; como el abuelo pierde la memoria, el tío es un crápula de buen corazón o la madre está nerviosa porque la casa es ingobernable, eran cultos porque eran débiles y, por eso, adorables. Como ven, la maniobra de uniformización moral y la complacencia ideológica (¡que no expresiva!) de la sitcom respecto a los espectadores medios es implacable y solo cabe amarla con sensibilidad neurótica e hiperactiva y espíritu de vencido: el mismo que nos lleva a ver un capítulo tras otro. Sí y sí, de entre las relaciones compulsivas y felicísimas que me destruyen, la sitcom podría llegar a disputarle al alcohol su primacía.

También The Imitation Game, ahora en sus cines pavoneándose con seductor efectismo kitsch, tiene en su centro el problema del personaje disfuncional que, históricamente, Buster Keaton, Jacques Tati o Larry David se negaron a plantear como un conflicto de intereses con respecto a la vinculación del público, pero que ha debido de ser un tema de encendidos debates en las mesas de los productores de esta película y de los guionistas de The Big Bang Theory.
II Guerra Mundial: te salen muchos novios.

La película dramatiza, con la seriedad fantoche de los carceleros, la circunstancia de que la extrañeza variopinta de Alan Turing le granjee algunos problemas públicos menores (entre ellos: su condena judicial por homosexualidad), pero la forma estética que elige para rogar aceptación a todo espectador delata que la singularidad del personaje solo es aceptable en la medida en que sirve a un proyecto nacional; como es especial hace cosas especiales: esta es la tesis expresa de la película. Se trata del freak siendo mancillado en la plaza pública en nombre de los valores de la comunidad y a través de una siniestra celebración ritual: es Sheldon follando. Que The Imitation Game sea incapaz de entender que Alan Turing era homosexual principalmente por su deseo y solo sepa representar la homosexualidad a través de la retórica mariquita de la evocación, e incluya esta condición entre las rarezas que le convierten en ese ser singular que puede hacer cosas que nadie hace, es uno de los rasgos más amables de su totalitarismo moral. En general, su forma de redimir la excepcionalidad intelectual del personaje y su torpeza afectiva nombrándolas misteriosamente imprescindibles para determinar el carácter único del personaje y justificarlas porque son el secreto último de su utilidad social perfila sombras más oscuras. 

Fraternité

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