sábado, 28 de enero de 2012

2011, you too?: A Dangerous Method



Carlos Pott

 (Porque toda historia del origen es una historia de violencia, habrán observado que los autores ejercen en estos días el expolio de sus propios archivos. El que esto escribe lo hará siempre -vivir del pasado en que escribía y del pasado en que pensaba-, pues atraviesa tiempos convulsos y tiene el intelecto en ruinas y el alma en pena).

El triunfo de la muerte. Si afinan el ojo, me encontrarán.


El psicoanálisis coresponde a un estadio desarrollado del ímpetu teórico de la sociedad europea (lo propio del siglo XIX) y, a su vez, es un puro desmadre de la praxis: un retablo de las maravillas (lo propio del siglo XX del que aún, a duras penas, nos recuperamos). Un método peligroso no parece querer aclararnos a qué siglo corresponden sus hechuras; es esta una obra que renuncia a enunciar sus temas y opta también por la representación: nada más pudiéramos decir aquí que lo que indique la atención prestada a la particularidad de las caracterizaciones de personajes y conflictos. Transcurre la historia en el tiempo de las epístolas, que aparecen como una forma privilegiada de la creación retórica de las relaciones personales. Con o sin ellas, no hay nada nuevo bajo el sol, porque no hay técnica que una vez revelada sea capaz de modificar sus efectos, pues que no hay técnica que no sepa ya siempre de sí. Pero el psicoanálisis se superpone por sobre esta profusión verbal (esta dispersión de los enunciados que multiplica las promiscuidades) buscando cambiar el sentido de la representación de las relaciones desvelando su funcionamiento interno: su oscura motivación, su motor inmóvil. El poder erótico del psicoanálisis es su capacidad para proponerse como posible referencia de todo drama, opacando con la disposición espacial de la psique y sus movimientos todos los otros espacios de representación. La primera celebración a que nos convoca Un método peligroso es haber adjuntado a su núcleo dramático su perversión, la fuerza de atracción de sus márgenes. La percepción no nos engaña, ni las categorías de los premios: esta no es una película sobre Freud, sino una película en la que, de repente, aparece Freud.
La claridad expositiva de Un método peligroso proviene, así, de su modelo narrativo (uno que pertenece al pasado, donde se tenía acceso a toda la correspondencia) pero, sobre todo, de la forma en que se relaciona con sus representaciones: mecanizándolas, dejando caer, junto a la decepción que conlleva toda revelación, los obvios, primitivos sentidos. Se diría que la película rechaza todo misterio y que sus tentativas de reencontrarlo en otro umbral (el lugar más propicio para la aparición) o en otra fricción entre lenguajes (ya no solo la del sujeto y el objeto del discurso clínico o la del actor y el director de escena) son infructuosas, porque la disposición de la representación psicoanalítica nunca encuentra el escenario vacío, la huelga de los actores o la no vinculación significante de los fantasmas. La aparición de la soberanía intelectual de Freud como cuerpo ajeno al conflicto dramático (no hay tal cosa como un triángulo amoroso, él solo va hasta allí para tomar pacientes) impone la luminosa terquedad de sus estructuras, frente a las cuales todo es signo en lamentable desnudez (a Jung y, por descontado, a los espectadores, se nos empieza a caer el alma a los pies).

Aquí Jung (no me pidan sutilezas).

Su coqueteo con el misterio es, pues un fracaso. Sin ayuda, Jung expone su cuadro clínico. La película nunca amaga, en verdad, con decir lo impensado o pronunciar lo imposible (con negar la psicología, esa obviedad); Jung asiste a la irrefutable representación de sus conflictos: la escisión entre el cuerpo y la mente se torna violenta, o la oposición entre la interioridad y la exterioridad (en sus muchas formas. Por ejemplo, la exterioridad funcional: el adulterio, y la interioridad funcional: la vagina de casa), aunque los figurines se fingen sorprendidos. Jung casi no se mueve: atiende. Incluso demasiado, porque ¿quién le manda pararse a escuchar a Otto Gross?, ¿por qué permite, de tan perplejo y expectante, que la película, llegada a un punto, haga un eslogan de sí, visite su propia banalidad? La aparición de este mensajero de la insatisfacción, mesías de la liberación pulsional, sería un grave error estructural si Jung y Fassbender no fueran capaces de anularla pensando a cada instante en otra cosa. Y si no fuera porque la película es en todo momento (y también) su propia banalidad.
Quizá hayamos perdido la costumbre de asistir tan solo al ejercicio dramático, pero se nos pide aquí (yo les pido) que vivamos de los diálogos (anunciados, tan pocos), entre Sabina y Jung y entre Jung y Freud; de un lado la puesta en práctica, del siguiente su parálisis. La película dispone, sitúa, dice querer volver a empezar una vez más y difícilmente, a estas alturas, acciona (es, en rigor, una histérica). La evidencia de la doctrina de Freud no es apodíctica, sino que está signada por la potencia tiránica de su capacidad de persuasión: no ve más, sino mejor que nadie, con la suficiente nitidez para iniciar en la contemplación a sus acólitos, sean quienes fueren (Freud era un gnóstico, claro, y una bacante). Jung, como el soldado en la batalla, calla tanto porque empieza a acompasar sus movimientos con la visión de sus movimientos; mientras Freud, que siempre corre más que la fuerza disgregadora de su inteligencia, le deja rebozarse en la bajeza, o humanidad, de su neurosis.


Dicho todo esto, quizá se haga evidente por qué hay quien ha hablado de su frialdad o inefectividad en cuanto drama. En primer lugar, porque su representación y sus conflictos son especulativos; en segundo, porque Un método peligroso es una comedia. Presentada la disfunción (la más vulgar, la más idiota, la de usted mismo: la no coincidencia de la realidad y el deseo), el maestro y figura tutelar la desestima, el conflicto queda desplazado, revelado a vista de pájaro en todas sus (pocas) aristas: y lo que queda relegado como misterio, el impulso primero (la libido), es un secreto a voces. Eso ya es, de por sí, bastante gracioso.
La única diferencia entre la comedia y el drama es que la disfunción a lo largo del segundo se enfrenta a la rápida aparición y desaparición de disfunciones en la primera: cuando Freud empieza a observar, el drama de Jung tiende hacia el sketch. Un método peligroso, cuyo título esconde el aroma de lo disparatado, es una comedia por dos razones: porque se nos recuerda que la armonía no es más que un efecto de superficie (en eso basaron todo su potencial cómico Quevedo, Swift y Voltaire: el desorden liberado, la escatología en sus muchos grados: un señor muy estirado golpea en las nalgas a una señora en corsé) y después, más sencillamente, por venir henchida de chistes que explotan el desajuste entre la expectativa y la aparición (la letra de más o de menos, las respuestas descreídas de Freud ante la pasión de Jung...) o el fracaso operativo de un lenguaje científico (el médico en Flaubert, no olviden). Un método peligroso es feroz a la hora de empequeñecer (o humanizar, lo mismo da) a Jung: es despiadado el plano en que, desde el techo del despacho de Freud, se espera el segundo chasquear de un viejo mueble. Y sin querer hacer sangre, se podría recordar cuántas veces vemos a Jung en la cama, y que Freud siempre parece que lleve despierto dos días; que es el cocainómano que todos querríamos ser, y Jung apenas alguien a quien esporádicamente se le va la mano con la bebida.

Indice bourgeois et charme certain.

Se empieza a entender el porqué del dibujo caricaturesco que se hace de Freud (las réplicas farfulladas, la interpretación desabrida, los puros ladeados...). Impasible hasta el ridículo, detenta la ambivalencia de las figuras divinas pre-cristianas: el uso caprichoso del conocimiento absoluto que tiene de sus criaturas, el frívolo humorismo de la crueldad, la felicidad que nunca parece dispuesto a compartir. Claro que esta condición suya no oculta, sino que subraya, la crudeza de su visión del mundo: un ligero pesimismo que, si se conoce algo su obra, se sabrá que reside en el doble filo de la sublimación/represión con el que lamenta la sociedad toda a la vez que asiente ante ella, la confirma. Ya se sabe que el psicoanálisis engrasa el conflicto y que nunca hace ningún esfuerzo por superarlo (purifica la moralidad del pecado original para mantener su estructura): reordenar las apariciones, hacer más compleja la vida de la psique... en fin, la preocupación de Freud es, como la de todo gran creador, poder vivir en paz entre sus creaciones (o más bien, frente a sus creaciones). No hay otros mundos ni hay otros sueños, pero siempre puede haber más mundos en este y más sueños aún no magreados.
Al lector de Freud le está reservada una revelación estremecedora que se hace carne cuando descubre que la descripción de la neurosis coincide con la descripción de la dialéctica esencial de la conciencia: la relación del yo y el super-yo. Todos menos Freud (y quien esto escribe, cabría decir), son unos neuróticos. El levantamiento sardónico de Freud, amparado en esta cínica consideración que tiene de los otros, es el único tema también de esta película, el más sustanciado. Quizá alguno de ustedes llegue a reconocerlo: se trata de la severidad moral y la alegría incontenible de la aristocracia intelectual o, en su defecto, del díos judío.

Y al final, Jung se preguntará con nosotros a qué siglo hemos asistido en la hora y media anterior. Parecería estar pensando lo que hoy también nos concierne: ¿cuántos años, acabado ya el siglo que antecede, hay que esperar para reconocer los signos del próximo? La práctica, la experiencia clínica, ya ha empezado a arrasar las construcciones intelectuales del siglo XIX como la práctica bélica y los comunistas arrasarán sus construcciones políticas; en un último momento de debilidad (la cámara le observa con una expectación verdaderamente emocionante) advierte el meollo de su opereta: sus pasos cada vez más armonizados con la arquitectura teórica que, según la película (doctrinalmente injusta, pero tan chispeante...), él ha desviado para salvaguardar su identidad amorosa. En esa silla vive con la intensidad de un individuo lo que Freud despreciara como la mera vulgaridad de la individualización: un proceso único cada vez, pero que se repite con simétrico aburrimiento. Es la última jugarreta del destino contra quien no cejara en demostrar que la psique se asentaba en principios y simbologías compartidas: vivir las cosas como si se fuera el primero. Por si fuera poco, la Historia se avecina en magnitud desproporcionada. La resolución es algo más que brillante (es, nuevamente, de una comicidad secreta y arrebatadora): Jung, de pronto, ha vivido un amor, parece a punto de superar el mutismo de su prolongada adolescencia (casi se diría que va a volver a ser freudiano en diez minutos). Intenso, quieto, peinadísimo, parece que ya no ve más que hacia adentro, despide a Sabina Spielrein y Freud se carcajea al otro lado. Después de tanto lío, delante precisamente de quienes han visto el teatrillo del dormitorio, se le escapa la sublimación de su amor adúltero y un coche de caballos que juraríamos victoriano (y que es austriaco) se aleja, desgarradoramente, hacia otra película (supongo).

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