Carlos Pott
El chándal de mi padre (principalmente). |
La
familia, el espacio de la funcionalidad y de la asignación de roles, lo es
también de su error mecánico. Aunque sus corrupciones suelen ser internas, la
familia (su irreductible núcleo móvil) sueña con confirmar que su mal viene de afuera,
como la voz que acosa al loco. Y el terror, claro, nace en el alma. Esta estructura neurótica es la explicación
última de dos constructos
contemporáneos: el teatro burgués y el psicoanálisis, donde el afuera, identificado por error como el espacio de lo disfuncional, amenaza el adentro, lo enclaustra (en la
neurosis o en la casa diseñada sobre el escenario) y hace del principio de
realidad una certeza inestable y de las relaciones de amor una prisión.
Un cuento de Navidad (Un conte de
Noël, 2008), de Arnaud Desplechin, trata la historia de una familia que se
enfrenta a la corrupción de su sangre: una leucemia con alto componente
hereditario, que funciona a un tiempo como metáfora (y así la tratan los
personajes en su exquisita formación clásica) y como certeza
escatológica. Donde hay familia habrá desastre, la oclusión del contenido
lúdico de la representación (por eso el pato Donald tenía sobrinos, y no hijos)
y la repetición incesante de un modelo de posturas enquistadas y rivalidades.
Los órdenes estructurales familiares son su propio simulacro, y el teatro burgués que los tiene en su centro transita un camino que conduce a la
parálisis y aleja del juego de la representación (y sus desdoblamientos
barrocos): quienes actúan son los personajes y la familia es ya la obra.
LE THÉÂTRE! |
A
la familia es difícil pedirle alguna trascendencia en los valores. Esta es una
de las formas (y todas ellas son escurridizas e inciertas) en que puede describirse la pérdida del espíritu trágico (o la impertinencia progresiva de sus temas). El canon clásico se
inserta en un espacio moral de desconcierto y creciente agnosticismo donde
empieza a ensordecer el ominoso silencio de los dioses, y donde el eco de sus acciones revelan a los hombres su superioridad moral sobre aquellos. Por
eso Antígona, que no está poseída por los dioses ni tiene ningún
conocimiento infuso de su voluntad, decide al enterrar a su hermano, en contra
de las leyes civiles, actuar en consideración a los valores que siente en
armonía con su propio ámbito familiar, con su comunidad de amor.
En la era del melodrama, parece imposible concebir a la familia como una esfera de protección moral; antes bien, en sus escenarios se suspende todo aquello que se ha construido afuera para obligar a cada miembro a una representación vieja y ajena que concede muy pocas
alegrías y muy parciales libertades. La familia es en el teatro contemporáneo
lo que fueron los dioses para el teatro clásico: el referente en proceso de desahucio;
es también lo que obliga a los personajes a asumir el alcance de su fortaleza
moral al convertir sus intenciones y objetivos (su razón, inútil en Navidad) en destino y fatalidad (en sangre contaminada).
Información subliminal: August Strindberg y sus tres hijos. |
Volvamos
a Un cuento de Navidad y a su
planteamiento escénico: una familia obligada a compartir algunos días por los
caprichos del calendario que anda, además, enredada en ver quién de los hijos es
compatible para el trasplante de médula que necesita la matriarca. Aquella casa
es, por supuesto, el purgatorio. Hablando de las viejas faltas, los burgueses
de diverso pelaje que han poblado el teatro desde el siglo XVIII, se instalan
en un estado de vagancia que debe de ser muy parecido al de quienes, ociosos, esperan
la benevolencia del Juicio Final. La vagancia, la que inauguran Lear y el bufón perdidos
en el bosque (que en la época isabelina era un escenario vacío), es el estado espiritual en que se encallaría luego el teatro burgués, y se
contagió a un diálogo laberíntico que, en su híper-expresividad emocional, no
dice nada, y a una razón que, cuando se enfrenta a las determinaciones atávicas
de la representación familiar y su inmovilidad, descarrila.
También es la vagancia lo que hace que parezcan
llenos de contenido enunciados huecos. Básicamente dos:
“te quiero” y “te odio”. De estos están superpobladas las películas de
Desplechin. Un cuento de Navidad retrata el repudio de la madre (Catherine Deneuve) por uno de
sus hijos (Mathieu Amalric), y el desprecio aterrado de la hermana mayor (Anne Consigny) que exigió el destierro de aquel a cambio de ayudar a resolver un caso
judicial (trueque que todos aceptaron sin dudarlo). El dibujo de estas tensiones es de una intensidad abrumadora, pero no
está explicado en sus causas. Desplechin cifra todo ese contenido en una carta perdida que el propio hermano que hubo de escribirla no recuerda, y que la hermana se niega a explicar, aun cuando el terror ante la figura del aquel sea casi el único
tema del que habla (“Es terriblemente previsible, como el mal”, “Él es,
físicamente, la enfermedad”). Ese odio también será referido por la madre con una
dulzura siniestra que es la particular obra maestra que rubrica aquí la Deneuve.
¡Marchando dos polonios! |
Arnaud
Desplechin rechaza la pretensión de que el cine represente el alma de los personajes: prefiere que sea dicha. El alma de sus personajes es
especulativa, y ellos mismos trabajan por su interpretación que es, a un
tiempo, un proceso de construcción (y, en ocasiones, una voluntad de
transformación). Se trata de una decisión estética que está tan cerca de un
cálido y acogedor existencialismo humanista (dar a cada uno posesión sobre lo que es) como de la sátira de costumbres burguesas, pues su
verbosidad viene dada por su condición social y por su participación de un
cierto lenguaje aprendido forzosamente y que solo da salida a los problemas
que, al nombrar, inventa.
Las películas de Desplechin vibran en tanta tensión
creativa, son tan abiertas y móviles, como requiere la ansiedad expresiva de
sus personajes. Este es uno de los aspectos que, de forma definitiva, ligan su
cine con la tradición teatral: los espacios propuestos no
están elegidos
atendiendo a ningún principio de restricción, pero tienen la capacidad de caer de forma inmediata del lado de lo simbólico. En Reyes y reina (Rois et reine, 2004), Nora Cotterelle, a la que una Emmanuelle Devos abrasiva pone en
contacto directo y simultáneo con el cielo y con el infierno, le cuenta, en una larga escena, al
padre muerto de su hijo, las
penas a las que le condujo lo que luego se perfilará como un suicidio inducido
por ella (en otro cuadro tenebroso que parece transcurrir en el bosque de Lear:
“envenenas mis oídos”, le dice él). Por su parte, su padre, al que un cáncer
matará en diez días, revela, leyendo frente a la cámara una carta sin
destinatario (otra vez como objeto dramático en bruto), sus sentimientos
volcánicos por su hija al tiempo que establece la genealogía de su carácter y
explica cómo su ternura mutó en orgullo y, finalmente, en agresividad e
insolencia, transformando la textura del relato: “No soporto que me sobrevivas.
Quisiera que murieras en mi lugar para así tener tiempo de perdonarte”.
La Devos marcándose una de las dos o tres mejores interpretaciones femeninas de la historia. TE LO JURO. |
Los
personajes del cine de Desplechin son, como se ve, inteligentes, pero también
solipsistas y petardos. Todos mantienen, de forma sospechosamente simétrica,
una característica común, no tan habitual en los seres humanos fuera de la
escena: pueden hablar con descarnada verdad de los sinuosidades de sus almas.
Y, aunque un poco
repelente, es desolador y muy bello ver confesar al personaje
de Anne Consigny su incapacidad para reponerse de la tristeza (la misma que
denuncia su hermano repudiado frente al sobrino “loco y gilipollas” –según la propia definición de aquel: “Crees que estás triste por tu enfermedad. Pero fue
tu madre quien te concibió en la tristeza”) y verla hundirse en sus
razonamientos emponzoñados que le llevan a preferir que sea su propio hijo (el único otro miembro compatible) el
donante de la abuela, a pesar del riesgo que conlleva, porque teme que a su hermano se le vaya a conceder el perdón si es él quien lo hace.
Mathieu descubriendo que su sueño era tan solo la dramatización de un problema de traducción de un verso de Yeats, o: EL HOMBRE AL QUE AMO. |
"Frecuentamos el dolor porque queremos/como pudiéramos frecuentar el parque", le hubiera dicho Gloria Fuertes a Elizabeth. |
Quizá
les sorprenda a estas alturas que les diga que a estas dos películas que nombro las recorre una insólita esperanza, y que esta no siempre pasa por que los personajes se maquillen el alma a espaldas de las estrecheces
performativas a las que obliga la familia (aunque sí, como mínimo, por
refundarlas). “Tout sera réparé” es la frase con la que Elizabeh
cierra Un cuento de Navidad. Y así será, aunque para ello, como Bastian en La
historia interminable, haya que cruzar tres veces el horizonte.
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