jueves, 8 de marzo de 2012

Cada día es mejor que el anterior: La muerte de Robert M. Sherman.


Carlos Pott


Usted, lector, dado a la carne.


Robert B. Sherman y Richard M. Sherman, de los cuales el primero ha muerto (y es acicate de esta entrada-obituario), fueron los responsables de mi tardío reconocimiento a unas de las grandes películas Disney, The jungle book. Muy en concreto, “The bare necessities (Busca lo más vital)”, la canción manifiesto de Baloo, me producía en la infancia un rechazo temeroso: yo, por entonces, no entendía que se diera una tal discontinuidad entre los valores que eran celebrados en las películas y los que a mí me parecía que debían regir una vida ordenada. Pensaba más bien que el arte y la vida habrían de tener una relación orgánica (y, entonces, como hoy, me era ajena la impostura), ilusión que comparto (tampoco mucho más) con el vanguardismo de principios del siglo XX. Madrugador impenitente, me era difícil asumir que a la felicidad pudiera tenerse acceso desde la holgazanería, aunque reconozco que el pensamiento dominante (ya no sé si de izquierdas o de derechas) me obligó a identificar la felicidad con el hedonismo y a hacerme creer que mi continuo alborozo era el puro misreading de una vida de penuria.

Pero, ah, Mary Poppins en cambio. Yo creo, les digo ya, que Mary Poppins es la otra gran película de la historia del cine norteamericano (Vertigo y Mary Poppins, sería la cosa) y, en gran medida, las canciones de los Sherman ayudan a elevarla a un cenit que parece inalcanzable.

¡Devuélvele su polonio, Aurora Bautista!
Su excelencia deriva, en gran medida, de no ser (como parece) un tratado de pedagogía, sino la historia de una mujer condenada prematuramente a ser espectadora de las vidas de los otros. Por eso debemos cuidarnos, si es que nos parece que los métodos educativos de Mary son, en el caso de los niños Banks, efectivos. No es la planificación y el compromiso laboral lo que le lleva a adoptar la actitud pasiva y expectante con la que parece alinearse con Pestalozzi y Rousseau; el secreto del éxito de su trabajo es más prosaico: es el padre quien consigue componérselas (en un fuera de plano que es toda otra película) para reorganizar sus prioridades, tras lo cual los niños responderán a su postrer cariño sin pestañear. Por su parte, es más bien una negligencia que Mary permita al Bert de Dick Van Dyke (personaje al que su banal simpatía siempre me hizo tener en poco) introducir en la vida serena de los niños un ímpetu lúdico cuya pertinencia ella parecía negar solo con el fin de evitarse un esfuerzo. A pesar de la desacreditación formal y los gestos mohínos, el corazón de Mary (de solterona, de tieta) se ve momentáneamente ablandado por aquella figura peterpanesca a la que aún desea, aunque con una tal desafección que casi no deja lugar a que el espectador pueda pensar en alguna posibilidad de amor presente o futura.

Todas las mujeres que aparecen en la película (las mujeres de la casa) son modelos que Mary Poppins, en el desfallecimiento emocional de la noche, ha de envidiar, aun cuando solo porque representan formas de vida, intensiones, modos de afecto, inclinaciones vivientes... o al menos así lo ve Mary en su delirio.
Me pido la que está sentada.

El gozo con que la criada (e incluso la agria cocinera) reciben las inteferencias del exterior, o su vida derrotada, son despreciados por Mary, pero envidiados al empezar a sentirse asediada por la frustración. La frívola participación política de la señora Banks es un tema más peliagudo: Mary parece preguntarse por qué si ella ha elegido una tan sobria rectitud (que es la que quizá le ha hecho crecer los centímetros necesarios hasta llegar a aquella sonorosa definición del metro: “Prácticamente perfecta en todo”) para configurar su postura (y con ella su espíritu), la señora Banks -flor menos valiosa, pero en mejor jardín- se entrega a una despreocupación en los gestos y en la capacidad de asombro definitivas sin que parezca que haya hecho ningún mérito para gozarlas (sin siquiera ser inteligente). La descalificación es feroz (aunque la señora Banks es digna de todo amor), y se configura a partir del más oscuro resentimiento: solo una vez que la señora Banks se ha convertido en una mujer florero, se lanza a la vindicación de los derechos de la mujer. Mary, ciega al grácil atractivo de la señora, no ve las acciones o los efectos, solo el irritante ensamblaje de las causas.

La mirada de Mary hacia ella detenta no pocas de las paradojas de lo feminino: la necesidad de someterse a la servidumbre del trabajo para escapar de otras formas de sumisión que podrían dar mucho mayores alegrías, y que algunos deseamos con fervor (la vida social de la señora Banks, aprovechada mañana y tarde, se adivina espléndida), o el recalcitrante deseo de maternidad, que puede llegar a visitar incluso a quienes, como a Mary, la sola visión de un niño hace olvidar la propia infancia (que es el primer paso para odiar la de los demás).

Detrás de las risas.


Un villano como ya no quedan.
De hecho el final, dificilísimo y tristérrimo, no provoca mi congoja (¿cuántas veces he podido llorarlo?) porque sea el comienzo de un nuevo peregrinaje, o por haber Mary sido abandonada a las puertas de un nuevo ciclo sentimental (ya plentamente edípico) en la vida de la familia, que ha restablecido con entusiasmo sus vínculos (lo que Mary no sabe, y que a mí me descompone, es que ni siquiera ha sido gracias a ella, a quien la película desahucia de toda virtud hasta el punto de hacernos pensar que nosotros tampoco querríamos ser sus maridos -¡y sí de la señora Banks!), en la misma forma en que Moisés fue dejado a las puertas de la tierra prometida (Moisés también quedó, claro, para vestir santos), sino por su mayor derrota: por haber acabado deseando aquello que tanto había desestimado (Michael y Jane, una vida junto al señor Banks...). Cuánta y cuán bella fragilidad hay en esa mujer que tendrá que enfrentar su irreversible decisión (¿podría Bert volver a amarla?, o más aún, ¿sabría ella volver a amar?) a tantas inclemencias, y cuánta mala baba la de ese paraguas parlanchín que le recuerda con aquella feísima palabra (¡"ingratitud"!) que la soledad no es un estado metafísico, sino un lugar donde a veces se estancan los cuerpos.

De entre las canciones de los hermanos Sherman no hay forma de elegir una, pero ahí va esta:


3 comentarios:

  1. Espero que no entienda por pobreza formal lo que los cyberlectores veteranos entendemos por pureza moral. No sé cuán asiduo será usted de los blogs, pero ¡se ve cada cosa en estos años de aúpa a la distracción! Nada se agradece tanto como un post extenso vacío de enlaces de neón que intentan demostrar cada paso del discurso.
    En cuanto a Mary, ¡qué alivio ayer mismo, cuando de nuevo vi hacerse pequeña su figura en el horizonte! No había entendido yo hasta ahora el porqué; hoy dormiré más tranquilo (y así es como el día de la muerte de Sherman se convierte en mejor que el anterior).

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    1. Pero si, seguramente, yo solo quería desviar el descontento que sentía por el texto. Siento que he escrito con esta mi peor entrada, y no puedo dejar de desear que quede relegada por una nueva, ¡aun cuando fuera de Manuel!

      Yo es que el único blog que leo es el de Félix de Azúa que, como usted comprenderá, tiene más bien pocas distracciones.

      Entiendo que si le tranquilizan mi opiniones sobre Mary es porque usted había resuelto la desazonadora extrañeza de su comportamiento con tesis más violentas que las mías.

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  2. ¡¡bravo!!

    (aunque la terrible imagen que identifica a la mujer de detrás de las risas con mary deja tocada mi infancia)

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