miércoles, 14 de marzo de 2012

Hoy se cuece en mí: Like a door.


Carlos Pott



Meryl Streep, una y muchas.
No habría yo llegado al parvulario cuando, a razón de un comentario de mi madre, irrecuperable en su forma, sobre las magias parciales de la cosmética, me convencí de que todas las protagonistas de Las chicas de oro (The golden girls) eran, en verdad, actrices jóvenes y bellas transformadas para la ocasión. La tesis era (es) irresistible por dos razones: añadía misterio y fascinación a la que fue, y junto a Apartamento para tres (Three's company), la serie fetiche de mi fase anal; pero, sobre todo, convertía el aún para mí ajeno oficio de actor en un culto del que solo podría participarse, pensaba yo, en un instante de embriaguez e inocencia. El actor, me dije, está condenado a una muerte inmediata (como lo está el niño, o todo ser religioso), tanto como a la desaparición bajo un maquillaje impío, porque él solo (y su alma celeste) ha de representar todas las edades, todas las degeneraciones y renacimientos del mundo.

Y, claro, yo siempre y desde entonces he querido ser actor de teatro (no hubiera soportado que el montaje cinematográfico opacara mi trabajo), menester del que me ha mantenido alejado, no solo mi presumible (y, seamos justos, nunca probada) falta de talento, sino sobre todo mi odio visceral hacia el teatro (y sus actores). Pero esta sí que es otra historia.

Cómo no recordar estos viejos sentimientos al ver J. Edgar.

En ella, solo hay tres elementos vinculantes o, dicho de otra forma, capaces de producir sentido: el guion (brioso, aunque con innúmeras dificultades de cara a la puesta en escena), Leonardo DiCaprio (egregio, marcando un tercer hito en su carrera, tras Celebrity y The aviator) y el maquillaje. Como saben, ha sido el último, y aun cuando su guionista ha decidido peinarse tal que así:

el que ha generado los más vivos comentarios. Tengan una prueba (y comenten también si gustan):
Ante la enunciación de lo imposible...
Por lo que ha de importarnos este trabajo lastimoso no es por lo que pretende (fines del orden de la narración, esa costumbre demodé), sino por lo que postula (que un actor es todos), aunque también por lo que genera: monstruosidades, instantes de una tensión formal inasumible. Así por ejemplo aquel, cercano al final, en que J. Edgar Hoover, sentado, asiste a los reproches del hombre al que ama, que se tambalea y perora junto a la mesa. La escena es magnífica por la escritura (el amado desgrana la vida pública de Edgar para denunciar las imposturas de su intimidad), ¡por la dirección! (el plano medio sostenido y el ángulo inusual irrumpen con una luz inesperada en una película hecha con la desidia habitual en Eastwood, que ya solo alcanza la excelencia mediante lo intempestivo [los zooms de Gran Torino]) y, muy sobre todo, por la locura y la estupefacción que el maquillaje provoca.

A pair of two
Todos los índices de sentido allí conjurados apuntan a la transparencia, pero la puesta en práctica tiene muy otra forma: el pliegue, la envoltura, lo falso y opaco (todo aquello que produce inquietud, significado y belleza). Se nos recuerda que el cine podrá tener a la quimérica imagen primitiva (o documental) como autoctonía (como conexión con lo terrestre: la imagen desnuda es lo que el cine está condenado a arrastrar por el suelo, su nacionalidad), pero que su esfinge (su misterio y, como tal, su continua aspiración), está más bien del lado de la cosmética (o de Cecil Beaton).

Porque la verdad tampoco es de piedra.
La escena de J. Edgar me recordó al punto aquel frontal, salido de la habitación de al lado, de Erland Josephson en Saraband. Ya todos ustedes saben que Bergman articuló su carrera de la forma más sabia: cada película suya es mejor que la anterior y, de hecho, las buenas no llegaron hasta 1978. No es mal apogeo el cuerpo desnudo y tembloroso de Josephson pidiéndole a su antigua mujer un poco de calor nocturno. El contenido de verdad de esa escena es abrumador: la derrota de un agreste guerrero del razonamiento que solo en esa noche empieza a convivir con lo que hasta entonces tuvo por baldón: su afeminamiento especulativo (se trata de Bergman arrodillándose ante el altar de Schopenhauer).

Ahora bien, sería una debilidad por nuestra parte (y esas ya no nos las permitimos) creer que el párkinson real de Josephson al rodar la escena, la desnudez entera de un anciano de 80 años, ese pene soberano cuyo encogimiento no contradice su pregnancia... toda esa verdad (todo ese aparato de verdad), hacen mejor la escena del sibilino Bergman frente a las descacharradas conjunciones del destartalado Eastwood. Porque si dijéramos así, si nos valiera para sobrevivir el amparo bajo un ideal de pureza (aunque ya siempre nos haya condenado a él la forma misma del discurso), ¿podríamos quedar satisfechos y desvergonzados?, ¿no habríamos sido infieles a lo que habíamos construido con tanto ahínco, infieles al lugar donde dejábamos reposar, no ya nuestra convicción (¡tan fútil!), sino nuestro más tenaz deseo (que ha sido educado en la desviación de la mirada, en el trampantojo)?; ¿podríamos decir “he aquí la verdad”, “he aquí el cine” sin merecer una somanta de palos? Las preguntas de siempre, alas!

Porque yo amo, ¡amo!, a ese viejo tarumba, y amo su pene y su voz ceniza (que tantas veces he escuchado en el cine, al menos, como las Gymnopédies)... pero amo también a esos viejos latentes y falsarios que el actor (y solo ella, solo entonces) puede ser y también es.
Te querremos vieja, pero siempre maquillada.

2 comentarios:

  1. Aunque es difícil encontrar las palabras adecuadas, quiero con este agradecer a los autores sus comentarios: tecleo cada día en Google “Pundonor y recato” para beber en sus nítidas aguas, donde se encuentran en perfecta solución la sagacidad, la agudeza, la perspicacia y el ingenio. Gracias a Manuel (en última instancia por decirle a Boyero lo que muchos barruntábamos sobre él y no nos atrevíamos a explicitar) y a Carlos, por la intensidad, la originalidad y la inteligencia de sus entradas (y no me refiero esta vez a las capilares); aunque caiga sobre su conciencia que mi visión de la Streep, una vez incluida ella entre las edades de Baldung, no volverá a ser la misma…

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    1. Mentiría si dijera que no me reconozco en sus palabras.

      Y ya sé, ya sé que a estas alturas de la semana ya deberían contar con una nueva entrada mía, ¡pero han sido unos días tan difíciles!

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