viernes, 20 de abril de 2012

Cómo vivir juntos: Dolor

MGV

Para Nacho, en respuesta a su compañía, en pago a su desaire.

(Para lo correcta comprensión de lo que sigue véase el comentario de Nacho a «Esas no volverán: Hugo o el insomnio».)
Pocos días alegres tan alegres en la vida de una persona como aquellos en los que uno inaugura una sección de blog, incluso cuando es una sección temeraria, destinada exclusivamente a que los lectores, motor y sentido de esta fanfarria, puedan pedir a Pundonor y recato los post que se les antojen.
Entiendo (entiendan) que no se hablará aquí del cine como vicio recreativo solitario, sino en tanto que ceremonia estética, y toda comunión, entiendo (concedan), esconde una rivalidad entre sus partes que hace precisas, para referir el encuentro entre espectador y obra,  la metáfora de la rivalidad y la dialéctica victoria-derrota.
Y esa dialéctica será adecuada, esto es, productiva, siempre que no perdamos de vista que al cine se va solo a perder (en primer lugar, el dinero). Por supuesto, es legítimo ir a la sala y salir de allí reconfortados de nuestros pesares, vigorizados en nuestro impulsos, aliviados de nuestras dudas o, incluso, realizados en nuestras pretensiones, siempre y cuando el espectador tenga claro que entonces habrá sido, no ya derrotado, sino ninguneado por el cine.


 Legitimidad, a quién le importa lo que tú digas.
Viles consejeros son los que nos llevan en esos casos hasta la película. Por ejemplo, la voluntad de comprender. Comprender es la síntesis noble de dos impulsos criminales: simplificar y poseer. Desconfiemos del cándido que, en realidad, no, cariño, yo solo te lo pregunto porque quiero comprenderte. Es el diablo camuflado y lo que quiere es tu alma.
Y esto sirve al cine pero sirve, como el ejemplo lo pretende, a todo lo demás. Traigo aquí las acusaciones que en tantos foros recibió Pundonor y recato de ininteligibilidad (unos post más que otros, digamos). Lo sorprendente no es que un lector entienda o no un post, cosa que al fin y al cabo depende de múltiples variables, sino la rabia con que ese lector se siente atacado por la opacidad. ¿Por qué ese mismo lector en la sala de cine, cuando algo escapa a su control, se ofende y sentencia que el director en cuestión es un pelanas modernillo y su película  una tomadura de pelo? Pues posiblemente porque se ha sentido agredido en uno de sus más íntimos derechos: el derecho a la propiedad privada.

-¿Entonces te gustó la película?
-¡Era real como la vida misma!
Pero el mal absoluto no está en la comprensión; a fin de cuentas esta no es más que el paso previo a la necesidad de identificación, la verdadera villana de esta historia.  Es por ella que la obra deberá renunciar a su discurso en virtud del del espectador, que exige convertir lo que sucede en la pantalla en caja de resonancia de sus desventuras cotidianas (porque con su vida no le basta, digo yo). Y al resto que le zurzan. Una sentencia late en el subconsciente de ese espectador: los nueve euros de la entrada me dan derecho a comprar el alma de la película.

¿Y no os habéis preguntado por qué siempre
se hace una pelotilla en el ombligo?
El paso último e hipertrofiado de este impulso sería convertir el cine en una prolongación del  género por excelencia más proclive a la identificación: el monólogo cómico.
El diseño sería a las artes plásticas lo que el monólogo a a las formas narrativas.
Estos dos discursos conllevan la exigencia de reducir a cero sus fuerzas de resistencia. Son todo asimilación. Justamente lo contrario que el cine, el arte y, en la medida de sus posibilidades, Pundonor y recato. Decía mi estimado señor Pauls que sólo hay un asunto que debería obsesionaros y es cómo ser contemporáneos. Para ello, dice haber encontrado tan solo una solución: volverse decididamente anacrónico (y, por favor, no vean aquí una boutade).

Si el National Geographic fuera así en la siesta soñaríamos
con Dios.
En esas resistencias se cifra precisamente el dolor de la experiencia estética y la clave de este post. Aquel 2011 nos brindó un buen puñado de ellas: la escena del tigre en La piel que habito; la secuencia, bautizada por los apóstatas como National Geographic, de El árbol de la vida, la felicidad militante de Le havre o la primera mitad de Melancholia (escojo estos elementos de cada uno porque entiendo que hay consenso en que todo lo demás en ellas es indiscutible). Algunos espectadores se revuelven e intentan evitar su inexorable derrota: Almodóvar no sabe dirigir actores, Malick nos quiere dar gato por liebre, Kaurismaki se ha vendido a la lisergia, l’enfant terrible ya no sabe ser original y empieza a repetirse. Estas son las tentaciones anestesiantes que nos acosan en semejantes disyuntivas, los atajos para evitar el conflicto, y es ahí donde debemos afrontar que al cine, si es que vamos con honestidad, acudimos para despojarnos de la última certeza, para impugnar nuestras afinidades, para desembarazarnos de nuestros gustos, ya obsoletos desde la última vez que entramos a una sala. Pero claro, toda renuncia es sufrida y es ahí donde aparece el dolor.
¿Debemos deshacernos pues de nuestro juicio para la experiencia estética? Jamais.  Si hay que condenar el insensato acento brasileño de Roberto Álamo, hágase; si hay que reprobar a Von Trier por esa boda interminable, así sea; pero no sin antes habernos cuestionado nuestras creencias estéticas, renunciando a nosotros mismo si fuera necesario. Enajenémonos. Suspendamos el gusto y difiramos el criterio.

"El pensamiento debe ser duro de cabeza y
ligero de pies" (E. Trías).
¿Cómo? ¿Qué actitud tomar entonces en el camino que separa el hogar de la sala?
Para responder a esto, amigo Nacho, permíteme que parafrasee a aquel rector, luego ministro, de tobillos estrechos: al cine —y digo al museo y digo a Pundonor y recato—, se viene llorado de casa.

Y cito a un amigo que citaba a Maupassant: mon cher, le bonheur, n’est pas gai.

5 comentarios:

  1. Me surgen mil ideas, claro y no quiero dar la impresión de ser perezoso y sustraerme al debate provocado, que si a nadie más parece interesarle continuaré de forma privada para no seguir contaminando este espacio común. Sin embargo quería aprovechar el comentario para agradecer a Manu y Carlos el esfuerzo que dedican a responder a quienes comentamos el blog. Es un gusto participar en un espacio tan cuidado.

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  2. A mi me interesa el debate! Venga Nacho no seas egoísta y comparte esas mil ideas con todos los seguidores del blog. Después de haber provocado un post tan... guapo como este, es lo menos que puedes hacer.
    Yo voy a leerlo más despacio para sacarle todo el jugo, no porque no se entienda, y así me doy tiempo a que aparezcan mis creencias estéticas para cuestionarlas, aunque el concepto de por sí me inquiete. Sólo se me vienen a la cabeza Rocío y Raphael.
    Buenas noches

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  3. Hágase el tuteo, si la loca del comentario así lo propone.
    Traes, querido Charlie, dos nombres que no podían por más tiempo estar ausentes en este blog ni en un debate sobre las creencias estéticas. Me tomaré la licencia de convertir tu alusión en reclamo y me comprometo ya mismo a elaborar un post sobre, al menos, Raphael, ya que las incursiones cinematográficas de Rocío me son, imperdonablemente, ajenas todavía.

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  4. ¡¡Que alegría!! Estoy impaciente por ese post, pero te animo a no olvidar en el homenaje a Rocío (la más grande se queda corto) con un post(umo)que nos recuerde a esa especie en peligro de extinción, la aRtista made in Spain dentro y fuera del escenario. Vale que sus pinitos en el cine no han hecho historia (aunque tampoco me perdono el no haber visto una película suya), pero nadie como ella interpretaba desde las tripas con esa garra descarada de sentimientos extremos que algunos ignorantes llaman sobreactuación.
    Me permito despedirme con un link que lo resume todo, y que es la canción de amor más cruda y directa que jamás se ha cantado, en esa época en que no existían los videoclips y las actuaciones eran puras y arriesgadas. http://www.youtube.com/watch?v=LeMX8UJdrQA

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  5. Empiezo disculpándome por la morosa actitud de hacerme esperar, tan desdichadamente contemporánea. Más aún si la confronto con la pulcritud con que los autores del blog responden a los comentarios, que ya he elogiado en otras ocasiones pero de la que no puedo dejar de admirarme -con independencia de si ese tiempo se le hurta a la maltrecha investigación española y de si eso sirve como arma arrojadiza en según qué circunstancias.

    Me temo que tengo muy en valor la función comunicativa del lenguaje. Quizá porque en su momento me lo enseñó una profesora de lengua y cometí el error de comprender el mensaje, decidiendo aplicarlo a mi vida aun a riesgo de quedar demodé y puede que por la pereza intelectual de no encontrarle otros usos, sea como pipa o como canción de flamenco. Dicho lo cual por supuesto no es función de quien pregunta robarle el alma al preguntado, o al menos no lo entendí yo así en aquella clase de colegio desde que la que no he desarrollado el mensaje que me fue transmitido, pese a que el longevo Habermas y el irónico Muguerza hayan tenido a bien rodearlo de palabras para dotarle de mayor entidad. Cierto es que entre quienes en su momento nos dimos a sin acritud poner en duda la oscuridad de algunos pasajes de este blog, quizá haya conductas típicas del pasivo-agresivo, como Manu tiene a bien denunciar. Sin embargo, igual que comparto el derecho de la Condesa de Belflor a decir lo que le venga en gana y como decididamente le plazca, espero que no se ponga en duda que los que (sin robarle tiempo a la investigación española) leemos y comentamos el blog también podamos hacerlo; con el objetivo (o no) de hacer más placenteras las horas que unos y otros dedicamos a esto y con independencia de los títulos nobiliarios o literarios que respectivamente detentemos.

    Pero creo que hablábamos de cine y del derecho de los espectadores a sentirse identificados con la película por el mero hecho de pagarla. Me sumo a la idea de que por pagar la película los espectadores no tienen derecho a exigirle consuelo a la misma, y que su ámbito de reclamaciones debería restringirse a la comodidad de la butaca o a la sempiterna y sobrecodificada molestia de las palomitas. En ese sentido identifico a quienes se quejan de la falta de claridad de un determinado artista con aquellos que denuncian que el cuadro que tienen ante las narices podría haberlo hecho su sobrino de tres años, lo que no viene a demostrar sólo su estulticia sino sobre todo la falta de conocimiento que tienen de su sobrino, cuya única aptitud es la de seguir comiéndose los mocos a escondidas de su madre. Supongo entonces que ambos otorgamos la legitimidad (y ésa es una palabra gruesa) de criticar a una película a quién a dedicado al menos dos segundos de su vida a pensarla y evita el manido me mola hasta la cuarta frase de su argumentación: el resto de requisitos serán los que cada uno queramos y tan repugnante tolerancia será un elemento propio a la civilización como lo es, por ejemplo, la hipocresía. Por ello, si me aseguras que al cine vas a sufrir precisamente para evitar que el cine te ningunee y liberado de atávicas (Boyero’s way) resistencias, desgraciadamente nada tendré que decirte, excepto contraponer a tu Maupassant con Borges, que explicó que si bien muchas veces en su vida emprendió el estudio de la metafísica, siempre acabó interrumpido por la felicidad. Ah, y yo nunca lloro.

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