Carlos Pott
(Practico hoy un modelo de entrada más breve, acaso también más fresco y juvenil, siguiendo las exigencias de un público -ni fresco ni juvenil- educado en los ajetreos de la revolución industrial.)
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¿Conseguirá Manuel eludir las
traiciones de los archivistas?
Thomas Pynchon no pudo. |
No sé, ya les digo, lo que ha podido ocurrir con Manuel;
hace mucho, como saben (y celebran), que no escribe, pero a mí no me ha dado
ninguna explicación, y empiezo a sospechar que ha abandonado el país, quizá
alarmado ante mi urgencia por publicar ya de una vez la primera entrega de
nuestro videoblog. Él, que imagina su nombre googleado every day all over the world, teme una tal exposición pública. Yo
la anhelo, pues la tengo por el primer paso para alcanzar el único objetivo que
pudiera hacerme partícipe de alguna praxis: presentar un late night en una televisión generalista.
Además me han despedido del trabajo, simpar victoria (if the victory is pyrrhic, I haven’t won it,
que escribió John Ashbery). En pocos días, y aun rumiando la ceniza de mi
humillación a manos del mundo real (otra vez él), he recuperado mi soberanía y,
gracias a ello, he anulado las preocupaciones que en las largas horas y
desvelos que me robaba el afuera me habían hecho más consciente de mi cuerpo,
más concernido por mis sufrimientos, más cercano a declarar que tenía
intimidad, sentimientos… ¡y que me importaban! Solo la escrupulosa auto-gestión
de uno mismo nos libra, como sabía Fray Luis, del amor y la esperanza.
Pero arrastro el signo de tantas servidumbres… Yo también,
¡no solo Europa!, estoy enfermo de mí mismo; o, mejor dicho, soy todo mi bien
y, por ello, mi mayor mal… y me dejo guiar por la melancolía que tiene, en
materia audiovisual (no descuiden el tema de este blog), un síntoma evidente:
ver aquello que uno no quiere ver arrastrado por una idiotez sin nombre; la
metodología que impone el seguimiento de series de televisión nos exime de
procurarnos nuestras propias disciplinas.
Pero no puedo más, ni un capítulo, ni un minuto más de ese
engendro que es Mad men. ¿Cómo he llegado
hasta mediada la quinta temporada? No importa; es esa una parte de mi historia
personal (del relato épico de mi yo)
que es hoy ya inexplicable y brumosa, y es que no todo es vigilia la de los
ojos abiertos.
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Allá donde esté, Thomas Pynchon
no está viendo Mad men. |
Como saben quienes la han visto, la serie es, además de
necia y progre, tacaña y morosa y, no obstante, irritantemente enfática. El
único motor creativo que parece activado en ella es la puesta en circulación de los signos de los tiempos dentro del doble espacio de relaciones (personales y laborales) de los
personajes: los acontecimientos históricos (la
serie responde, como si tuvieran un interés de primer orden, a preguntas like: ¿cómo vivieron los individuos de a
pie la muerte de Kennedy?, ¿qué aspectos engloba la experiencia del consumo de
drogas?, ¿cómo se lleva lo de ser mujer en un mundo de hombres?... Denme el
tiro de gracia) y los discursos sociales que son sancionados con una severidad
desencajada y risible (aquí ni el racismo, ni el machismo ni el clasismo son
bienvenidos), confirmando que no hay una forma más retrógrada (más progre,
quiero decir) de juzgar el pasado, que el humanismo (y la posición de victoria
moral que garantiza, como mostraron The
great dictator o Schindler’s list).
Se acabó, les decía, la convivencia con todas esas
psicologías pacatas y elipsis vanidosas; con la soberanía de los atrezzistas
(que son los que más se lucen y los que más quieren llamar nuestra atención:
ese énfasis estético -la reconstrucción como fin bastardo- es la serie;
pero también el énfasis estilístico de sus medias palabras, sus sentimientos
soterrados, sus miradas esquivas… todo lo gris y desierto, todo lo banal y
pequeño-burgués que hay en el mundo)… Volver a ver Lost, volver a ver Lost…
(apunto en la agenda justo antes de tachar aliviado el claustro general del 3
de septiembre).
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Él es un lostie. |
Thomas Pynchon es un lostie y tú eres mi bestie. Sin embargo, creo que esta vez has patinao. Que no digo yo que esto no esté muy bonito, pero Mad men rules. A mí no hay nada que me interese más que saber cómo vivió el galante Don la muerte de Kennedy.
ResponderEliminarTodo lo que pierden tus alumnos lo ganamos tus pupilos.
Un nuevo acierto. Seguiré una necesidad similar: seguir con Fringe, volver a Lost.
ResponderEliminarAgradecido, como siempre, a vuestros comentarios.
ResponderEliminarLa verdad, Cristina, es que el futuro del canon debería pasar por mi criba: no es que yo me equivoque más o menos, es que yo decido.
Por lo demás, Luis Miguel, es cierto lo que apuntas: nuestras vidas con Abrams han cambiado para bien, aun cuando todavía sea difícil determinar qué papel cumplió la impar Felicity en su carrera como creador.
Y por cierto, Lost no reflexiona, solo empuja. Para mí es un bodrio.
ResponderEliminarVaya... ¡disensiones!, ¡quién os esperara! Creo que confundes "empujar" con "huir hacia adelante" que, obviamente, es lo que hace Lost.
ResponderEliminarNo quisiera que "reflexionar" se entienda como algo más que "poner en juego" (unas comillas más y este mensaje se autodestruirá), pero ya sabes que el lenguaje hablado nos traiciona a placer. Por supuesto, la combinación de la referencia erudita y el exceso folletinesco que componen el cuerpo serrano y meduseo de Lost no permiten que la reflexión sea accesible. Es normal que no te guste Lost, de la misma manera que es sospechoso que nos guste a algunos porque, al fin y al cabo, Lost fue una serie esquizoide (consecuencia natural de su desmesurada generosidad narrativa) empeñada en hacer imposible la convivencia con cualquier modelo de espectador (porque todo modelo de espectador está dominado por un ideal de pureza estética). Para la historia (del amor) queda la ciega tenacidad de todos aquellos fanáticos que, en el curso de su humillación, contribuyeron también a que a la narración le quedara una última esperanza. Esta.