Carlos Pott
(La severa depuración que he hecho de
este mi último texto ha sido, a todas luces, insuficiente, si el fin era
hacerlo pasar por algo mínimamente interesante. Es curioso que haya
desaparecido tanto de lo que más me gustaba de las dos películas que comento: el retrato de esas sabandijas populacheras y
sanchopancescas que rodean a Jasmine en Blue Jasmine, y que están
dibujadas con inesperadas sutilezas que asaltan al espectador con la apariencia
de lo humano, o la comicidad etérea de Frances Ha, que transita de puntillas planos perfectos.)
Condenado
como he sido, por la errancia sentimental de mis contemporáneos, a la
irritabilidad y la suspicacia, no siempre me muestro capaz de dar salida a las
corrientes de amor que me sustentan. Así es que, viendo en el cine Blue Jasmine, pude combinar mi estado de
éxtasis, arrebatado por el genio de Cate Blanchett, con un fastidio altivo provocado por las decisiones narrativas que tomaba su guionista, Woody Allen. Dirán los
más ingratos que la estructura en dos tiempos de Blue Jasmine resulta, en efecto, fastidiosa, pues la parte de ella
que corresponde al pasado de la protagonista incluye muy escasas rugosidades y,
en ocasiones, parece no más que un cuerpo inerte de evidencia (la de la
felicidad y riqueza perdidas).
Cate Blanchett, en la interpretación más relevante de los últimos quinientos o seiscientos años, hace de Jasmine un personaje tenso y sobre-producido imbuido en un lance terminal de voluntad y en progresiva descomposición moral; abierto en canal hasta la impudicia pero casi del todo ausente e inaccesible, incapaz de rescatar sus impulsos de la paradoja e incapaz también de solicitar piedad a quienes la rodean (y también al espectador, que tiene como deber urgente el amarla, si es que sabe desprenderse de su presumible resentimiento de clase). Pero la opacidad de Jasmine no es mayor que la de cualquier alma desconcertada y penitente, obligada como está a entablar diálogo casi únicamente con su propio pasado.
Una escena montada con los pies, pero con Cate domando una escalera. |
Jasmine
se siente consternada en su relación con su “yo” anterior, pues acaso, como
aventuró John Locke (al que, como a sus colegas empiristas, la búsqueda del
rigor conceptual no impidió el deslizamiento hacia sonadas extravagancias), no
haya razón para decir que somos los mismos que los que fuimos en aquellas
posturas y circunstancias, ya que, dada la independencia lógica entre el cuerpo
y la conciencia, solo la memoria puede garantizar nuestra identidad con
Tú sí que eres un yo. |
Aunque para todo yo cae la noche. |
Los
primeros planos de Jasmine parecen una necesidad impuesta por los inagotables recursos expresivos de Cate Blanchett (como también parece imponer con su control del tempo de las escenas soluciones mucho más secuenciales que las que acostumbra Woody Allen), aunque en el más
eminente de todos (la exposición de sus traumas a sus sobrinos pequeños) la
incapacidad del director de renunciar a una comicidad primaria y a un estilo
inofensivo le lleve a contrapuntear el rostro de Jasmine con el desconcierto de
los niños.
Muy
distinto a este primer plano es, pues, el que prepara Noah Baumbach para Greta
Gerwig en la beatífica Frances Ha,
donde el director ha alcanzado un virtuosismo que seguro será invisible para
muchos. Que Greta Gerwig sea, quizás, una actriz menos dotada que Cate
Blanchett (pero, después de empalmar Greenberg,
Damsels in Distress y esta Frances Ha, mi persona favorita en todo
el mundo) es un asunto menor a la hora de valorar los resultados de su trabajo.
En una cena nefasta con amigos de segundo grado y donde solo ella parece comprometida con la producción y gestión de los temas (porque podemos decir, ya sin miedo a equivocarnos, que todos habéis descuidado todo lo que importa), Frances empieza a recorrer durante un breve monólogo en primer plano el camino que está reservado a cualquiera al que se le concede la posibilidad de responder a una pregunta durante más de dos o tres minutos; camino que pasa por la contradicción primero para, poco a poco, describir el perfil de una conducta perfectamente esquizoide. Cuando, al ser escuchados, nos convertimos en
sujetos reales puestos en escena, revelamos nuestra insoslayable
demencia. La entrevista (que es el modelo dialógico que subyace a estos
dos primeros planos) es solo la versión extrema de la extorsión a la que nos
somete la vida junto a los otros, que solo puede ser sobrevivida escudándose en la vanidad o entregándose a
una servidumbre voluntaria. En la soledad, en cambio, el “yo” puede entregarse al
apartamiento de sí, a la inconsciencia y la irrealidad.
No
hay nada que pueda condenarnos de una forma más inmediata a los pecados más inmundos
que la necesidad de construirnos para los demás porque, hasta entonces, toda la
seguridad que teníamos de nuestro “yo” provenía de una vulgar tiranía de la
enunciación y de una facultad tan esquiva como la memoria (el particular
martirio de Jasmine), pero entonces, lanzados al vacío de estar solos entre los
otros, cometemos los errores de los que luego tendremos que dar cuenta sin
acertar a reconocernos en ellos. Por eso, hay algo que me entristece sobremanera
en la evolución de Frances: es doloroso (y con ello quiero decir: obstruye mi
delirante deseo de reconocimiento) que el personaje haga cada vez menos ruido, parezca sosegar la disonancia de su espíritu con el de quienes la rodean, y parezca poder colocarse sin extrañeza en sensatos planos generales como los tres o cuatro en los que saca adelante sus proyectos soñados como bailarina y que sirven de preludio al cierre de la película.
Hasta
entonces, ya casi al final, hasta que Frances es dada a la felicidad de la
aceptación socio-económica, y robada de mis manos, refrescada de mi fiebre, Frances
era una inconstancia, y solo un sujeto en virtud de sus vicios expresivos, sus
ligeras contorsiones (unos movimientos cuya desidia no resta precisión), su
adorable tendencia a arrepentirse de sus chistes y explicarlos (como si eso no
fuera a ponerlos aun más en primer plano), y su vivencia humilde de la
hostilidad de los territorios (y todos lo son, excepto el hogar familiar en
Sacramento durante una Navidad en que yo fui mucho más feliz que en cualquiera
de las mías). Como también ocurre con la Adèle de La vie d’Adèle (probablemente nunca fue mayor la distancia entre la
excelencia de una obra y el grado de desahucio intelectual de su protagonista),
Frances es un trozo de simpleza e irrealidad, un centro de percepción al que
todo, menos ella, parece definitivo.
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