Carlos Pott
(Quizás me apresure, pero intuyo que pudiera haber llegado el momento de empezar a hablar de Nymph()maniac, otra película de Lars von Trier que parece demasiado buena para ser verdad. Ojalá pudieran ustedes intervenir en mi discurso como hace Seligman en el de Joe, detectando incoherencias tan sutiles que solo podría haber apreciado si estuviera viendo con nosotros la película, y no limitándose a escuchar el relato; quiero decir, que ojalá ustedes intervengan en mí con insidia y un sobre-conocimiento de los movimientos de mi espíritu que me aterre por su precisión y me convenza de la necesidad de callarme para esucharles.)
Al comienzo de Las afinidades electivas, Eduardo y
Carlota se preparan para recibir dos excitantes visitas. Casados desde hace
varios años, deciden que sería una buena idea escuchar de boca del otro los
azares de su propia vida y la materia de su personalidad para, en último
término, inventariar el estado presente del proyecto matrimonial. Goethe parece
imaginar una restricción impropia de la novela cuando idea este artificio ritual,
y prefiere hacernos imaginar un episodio imposible (un diálogo de inagotable
complejidad conceptual) antes que hacer uso de la flexibilidad del género.
Además, nos sitúa en el pórtico de la historia con un cargamento de información
asfixiante que empequeñece todo juicio que, como lectores mediocres, seremos capaces
de formular sobre los personajes en las páginas que nos quedan, que son todas. Con
la misma precocidad, en Nymph()maniac
Seligman se lanza a degüello a la historia de Joe y se desvive por
transformarla en su experiencia intelectual de la semana.
Parece que a Seligman
nadie va a aguarle la fiesta de sus desviaciones simbólicas. También Eduardo
superpone a su propia vivencia del cuadrángulo amoroso de Las afinidades electivas paralelismos entre los vaivenes amorosos
y el comportamiento de las partículas con un diletantismo científico tan
exquisito e irritante como, podríamos decir, el de Goethe. Seligman, habrá
advertido el espectador, solo dice simplezas, sobre todo por la forma decorativa
en que se relacionan con la historia de Joe, aunque no, tal vez, en la medida
en que son mediadoras del acceso a su intimidad y acaban por despertar, por su
interacción con el relato, unos fundamentos morales que él en un principio niega
(por ejemplo, su intolerable aversión por el deseo pedófilo).
Barroquismo y beatitud. |
Desde luego, el vigor y la
inteligencia de la película de von Trier no se mide en la lucidez de las
observaciones de Seligman, sino en la lucha encarnizada entre dos proyectos
narrativos y dos actores del diálogo que son, como lo es todo buen conversador,
vanidosos hasta la generosidad. Él, desde el modelo goetheano de la santidad
laica del intelectual; ella, con la vanidad barroca (quiero decir, católica) de
quien prepara su humillación, ejerciendo sobre ella un control narcisista y
ceremonioso: su sueño es ser condenada sin fisuras, rubricar la obra maestra de
una total transformación espiritual. Y así despunta una historia épica y un
hermoso canto a la culpa: cómo Joe se ensoberbece en su auto-laceración al enfrentarse
a la inconsistencia del discurso que intenta exculparla.
Sé que mis lectores (atrabiliarios
y post-políticos como los sueño) van a rechazar esta idea, pero me siento
obligado a subrayar que Nymph()maniac
es una película democrática; una película a la que la urgencia y limpidez
sintáctica con las que dice y hace las cosas, no aleja de la ambigüedad; que no
tiene en su centro ni su expresividad furiosa y arrolladora, ni tampoco la alegría
pueril (y tan contagiosa) con la que cuela alta cultura en horas bajas y
monerías de posproducción, sino que se articula en torno a la tensión y el gozo
del diálogo, y a un intento retorcido y pesimista de responder a la única
pregunta que hace parecer comunes las preocupaciones de la democracia y del
amor: ¿cómo vivir juntos?
Me inunda el deseo de
revisar con ustedes todas las relaciones personales que ha retratado el cine de
Lars von Trier y que el huracanado poder narrativo de sus películas ha podido llegar
a opacar. Aprecio, por el momento, que en la que, por derecho propio,
pudiéramos llamar la “trilogía Gainsbourg”, el material de esos vínculos se
postula desde su inicio como de una oscuridad intratable, como un principio de
inexpresividad (al que parecen representar los temas musicales recurrentes de
las tres películas) sobre el que se tiene que fundar un contenido que, como las
ocurrencias analógicas de Seligman, siempre está amenazado de asignificancia. A
ello ayuda, claro, la forma en que Charlotte ha inventado para cada uno de
estos tres personajes una amenazante e infatigable monotonía interpretativa.
Vete de la película de Charlotte. |
En Antichrist (2009) y Melancholia
(2011) ese abismo es señalado. Las estructuras de ambas son paralelas: al
intento tradicional de explicación psicológica (la intervención
médico-chamánica de Willem Dafoe en Antichrist,
el propio relato arquetípico sobre las tensiones familiares en Melancholia) que tiene por función
primera transmutar toda aparición en símbolo, le sucede el alzamiento violento
de una imagen (el cuervo, el gamo y el zorro; el planeta que va a colisionar
con la tierra) que aparece en ese umbral donde la racionalidad humana entra en
suspenso. Esta imagen libre y caótica cifra su fuerza significante en su poder regresivo
o desvinculante, en su capacidad para entorpecer el pensamiento. De esa
fuente, de allí donde no puede haber símbolos, sino solo imágenes que deforman
las texturas, es de donde extrae Lars von Trier las relaciones entre sus
personajes, sobre las que erige aparatos psicológicos inoperantes (tan
contundentemente ridiculizados como en Melancholia),
retablos de fantasmas que por un momento parecerían haber venido a decir algo (el
bestiario medieval de Antichrist) o
discusiones morales como la de Nymph()maniac,
a la que un gesto final jocoso e irresponsable, propio de un narrador
autoritorio, puede dejar en un punto muerto como aquel en que estaba al
principio.
No sé, me rindo, y solo
quisiera rogar a los jóvenes del futuro que no olviden la obra, tan mayor, de
Lars von Trier, que es, como ven, algo anticuada en sus modos y obsoleta en sus
temas. Al fin y al cabo, Nymph()maniac,
una comedia cortés y desgarrada, un drama psicológico blindado y saltarín, nos
dice únicamente que el sexo, la conversación, la moral y el corazón son algunos
de los lugares en los que se confunden la civilización y la barbarie.
Las afueras del diálogo. |
¡Gran noticia, el regreso a la palestra de la Condesa de Belflor!
ResponderEliminarAsí es, querido lector. Y esta Condesa quiere quedarse retozando por aquí; veremos si es capaz.
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