Carlos Pott
Quizás al cine le quede alguna salvación, pero el espeluznante caso de Boyhood confirma que esta pasa por la destrucción de los espectadores. No cabe duda de que Boyhood, tal y como la crítica ha repetido incesantemente en uno de los episodios más bochornosos de la historia reciente del pensamiento débil, no habla sobre la vida, sino que es la vida.
La vida o, lo que es lo
mismo, el relato de la vida que todos estos críticos (casi todos varones y, al
parecer, ajenos al machismo atroz que luce la película con irritante
inconsciencia y levedad programática) contarán a sus amigos y a sus esposas,
debe de estar tocada por la misma humildad enfática que adorna Boyhood. También ellos habrán decidido
que no pueden esperar un perdón más reconfortante que el que les ha concedido a
título vitalicio su auto-indulgencia. Y si se los ve pletóricos al narrar un
pasado en el que el oyente solo puede apreciar el peso asfixiante de la insignificancia es porque han inventado, para salvar su “yo” del amorfismo que le corresponde, una
“épica” que, en el colmo de la desvergüenza, han dado en llamar “de lo
cotidiano”.
Si estos críticos (que son
aquí la sinécdoque precisa de todos esos señores que confían en que en el
paraíso solo suenen acordes pop que ellos podrían reproducir tras tomar tres
clases de guitarra, y en que allí nadie les va a pedir cuentas por escatimar
tiempo a su formación intelectual para dedicárselo a “la vida”); si estos
críticos, digo en terminal anacoluto, han reconocido aquí la vida y el cine,
¿quién podría explicarles que están hablando tan poco que es casi imposible que
se equivoquen? Cada vez que alguien enuncia un ideal de pureza hace huir
despavorido el contenido obtuso de aquello que nombra, y habla solo de sí mismo
y de su miseria: de su confianza en el lenguaje.
Los críticos aciertan,
ya decía, y entran en íntima comunión con la película cuando dicen de ella que es “la
vida”. Así es: Linklater identifica la historia que cuenta sobre unos
personajes carentes de todo interés personal con la vida de esos personajes. El
espectador lo caza al vuelo: la vida no es más que la sucesión de las
experiencias, que son el relato de las vivencias. Y es que el de la experiencia
es un lenguaje tautológico que pronuncia una única frase: “yo soy la vida”; o,
dicho de otra forma: “la vida no ha llegado hasta que yo no hablo”. Y la frase
“es la vida” contiene la misma petitio
principii que está en la base de la experiencia (la experiencia es
experiencia de aquello que solo la
experiencia nombra), así como una aquiescencia para con la realidad y el
lenguaje (y su repugnante complicidad) que supone, estrictamente, la muerte del
pensamiento.
Solo se me ocurren dos
formas de conocimiento de la infancia y la adolescencia. La una, precaria,
consistiría en señalar a algunos sujetos que las sustentan, cuidándose mucho de
una deixis indiscriminada, pues estos podrían haber sido ya nacionalizados por
sus propias vidas; la otra consiste en imaginarlas.
Yo imagino que sentí en la
infancia una mayor fatiga de lo real que la que ahora acarreo, pues ya he
llegado a acostumbrarme a considerar todos mis errores como aciertos que se
presentan bajo formas inesperadas. Sí, la infancia y la adolescencia deben de ser muy cansadas, porque de toda esa monotonía y esa falta de sustancia
intelectual que descubren los adultos ínsita en su carne, enseñoreada de su
tiempo libre, ¿a quiénes sino a los infantes, mediante la imagen que les
rogamos que representen una y otra vez para nosotros, hemos elegido para que
nos indulten?
No sea rácano, señor Somolinos. Airee su palabra y que los niños y los críticos la conozcan.
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